¿Se vota en España a partidos o a personas? ¿es adecuado el sistema político para las costumbres del electorado español? ¿intenta paliar los vicios o por el contrario, se aprovecha de ellos?
En las pasadas Elecciones Generales del 9 de Marzo de 2008, el PSOE/PSPV presentaba en la Comunidad Valenciana a Dña. Mª Teresa Fernández de La Vega como candidata «por Valencia», que posteriormente se convertiría en vicepresidenta. Para llegar hasta ello, tuvo que empadronarse forzosamente en dicha provincia (municipio de Beneixida), ya que no era este su domicilio habitual.
En las pasadas Elecciones Generales del 9 de Marzo de 2008, el PSOE/PSPV presentaba en la Comunidad Valenciana a Dña. Mª Teresa Fernández de La Vega como candidata «por Valencia», que posteriormente se convertiría en vicepresidenta. Para llegar hasta ello, tuvo que empadronarse forzosamente en dicha provincia (municipio de Beneixida), ya que no era este su domicilio habitual.
El supuesto gancho de esta política de origen valenciano se utilizaba para atraer al público de dicha provincia, de forma que con sus votos contribuyera a la victoria de su partido. A pesar de que se acudía a un electorado concreto para obtener de ellos su confianza, no prometieron ni garantizaron que el escaño obtenido estaría al servicio de representar a dichos electores. Finalmente de La Vega obtuvo su escaño, como sabemos, a pesar de no ganar en su distrito electoral.
Lo excepcional y forzado de toda esta estrategia —que tenía como objetivo recuperar el electorado de una comunidad que dejó de elegirles hace décadas— denota que el votante español no tiene en cuenta normalmente a quien vota, sino la ideología o la imagen artificial y mediatizada construida para el candidato a presidente del gobierno, que normalmente es el que se presenta por la circunscripción madrileña —mezclando elecciones legislativas con las del ejecutivo—.
Para que un sistema político funcione hay que tener en cuenta tanto los factores formales —los referentes a sus aspectos teóricos— como los sociales —definidos por la habilidad del electorado en hacer uso de sus herramientas democráticas—. Estas carencias tanto las formales en el sistema democrático español como los vicios de la sociedad, se realimentan entre sí, formando un circulo vicioso que puede resumirse así:
En España está expresamente prohibida en la Constitución de 1978 esta herramienta, con el pretexto de garantizar la «independencia» de los diputados. Lejos de lograr este objetivo, esta medida eliminaba la responsabilidad de los políticos con los ciudadanos, abriendo las puertas a que esta responsabilidad lo fuera para con su partido. En efecto, tras todas estas décadas no sólo el diputado no es independiente, sino que ha acabado siendo una marioneta ideológica de su partido.
En lugar de ello, los partidos ocupan todo el escenario de las campañas electorales. El candidato «cabeza de lista» por Madrid aparece en las vallas publicitarias de toda España y en los colegios aparecen sus listas en las papeletas con las grandes siglas de partido en la cabecera, mientras que los candidatos que las componen son meros números, nombre inocuos, títeres de partido cuya principal función es la de rellenar.
Suponiendo que los electores voten pensando en los partidos, el reparto se decide por el apoyo a una determinada lista de personas en una zona geográfica determinada, cuando en realidad se está votando un programa ideológico con aplicación en todo el Estado.
Si se decide votar en función de los candidatos tal y como el sistema aparenta permitir, para empezar nos tenemos que contentar con la lista puesta por el partido, tanto en orden como en composición. En cualquier caso, los que finalmente acaben en el parlamento dependerán de los votos logrados por las listas en otras circunscripciones. Total, para que luego ni se acuerden de quienes les han puesto ahí.
En definitiva, el problema no consiste solamente en las listas cerradas o la mayor o menor proporcionalidad, sino que se sigue un criterio engañoso. Por un lado se tiene un entramado de listas, candidatos y circunscripciones que nadie tiene en cuenta a la hora de decidir su voto, pero que sin embargo, son decisivas a la hora de definir el mapa representativo. En la práctica se tiene un parlamento dividido en facciones ideológicas monolíticas en forma de partidos, donde quien manda, son sus cúpulas directivas y otros intereses ajenos a los electores.
Para que un sistema político funcione hay que tener en cuenta tanto los factores formales —los referentes a sus aspectos teóricos— como los sociales —definidos por la habilidad del electorado en hacer uso de sus herramientas democráticas—. Estas carencias tanto las formales en el sistema democrático español como los vicios de la sociedad, se realimentan entre sí, formando un circulo vicioso que puede resumirse así:
- El sistema lo propicia (no existen candidaturas independientes, las listas son cerradas, no hay independencia de poderes, etc.)
- Por la idiosincrasia del ciudadano español (falta de cultura democrática, sectarismo, nacionalismos, etc.)
Independencia de los gobernantes
El mandato imperativo es una figura política por la cuál —a grandes rasgos— los representantes han de rendir cuentas ante los ciudadanos que los eligen. Existen varias formas de aproximarse a esta situación ideal, que van desde la propia elección directa de los representantes hasta mecanismos de revocación de mandato.En España está expresamente prohibida en la Constitución de 1978 esta herramienta, con el pretexto de garantizar la «independencia» de los diputados. Lejos de lograr este objetivo, esta medida eliminaba la responsabilidad de los políticos con los ciudadanos, abriendo las puertas a que esta responsabilidad lo fuera para con su partido. En efecto, tras todas estas décadas no sólo el diputado no es independiente, sino que ha acabado siendo una marioneta ideológica de su partido.
Reparto de escaños
En el sistema político español el reparto de escaños se realiza en función de la poco proporcional Ley d'Hont como método, se dice que con la intención de favorecer la formación de gobiernos fuertes y a las opciones políticas que tengan mayor apoyo local o regional. Esta técnica tendría cierta lógica si los ciudadanos tuviéramos un control efectivo sobre los que ocupan los asientos en el parlamento y sobre todo, si el tamaño de las circunscripciones fuera equivalente, de forma que la premisa «una persona, un voto», se cumpliese.En lugar de ello, los partidos ocupan todo el escenario de las campañas electorales. El candidato «cabeza de lista» por Madrid aparece en las vallas publicitarias de toda España y en los colegios aparecen sus listas en las papeletas con las grandes siglas de partido en la cabecera, mientras que los candidatos que las componen son meros números, nombre inocuos, títeres de partido cuya principal función es la de rellenar.
Suponiendo que los electores voten pensando en los partidos, el reparto se decide por el apoyo a una determinada lista de personas en una zona geográfica determinada, cuando en realidad se está votando un programa ideológico con aplicación en todo el Estado.
Si se decide votar en función de los candidatos tal y como el sistema aparenta permitir, para empezar nos tenemos que contentar con la lista puesta por el partido, tanto en orden como en composición. En cualquier caso, los que finalmente acaben en el parlamento dependerán de los votos logrados por las listas en otras circunscripciones. Total, para que luego ni se acuerden de quienes les han puesto ahí.
En definitiva, el problema no consiste solamente en las listas cerradas o la mayor o menor proporcionalidad, sino que se sigue un criterio engañoso. Por un lado se tiene un entramado de listas, candidatos y circunscripciones que nadie tiene en cuenta a la hora de decidir su voto, pero que sin embargo, son decisivas a la hora de definir el mapa representativo. En la práctica se tiene un parlamento dividido en facciones ideológicas monolíticas en forma de partidos, donde quien manda, son sus cúpulas directivas y otros intereses ajenos a los electores.
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