Mostrando entradas con la etiqueta igualdad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta igualdad. Mostrar todas las entradas

domingo, 29 de mayo de 2022

Roles de género: una teoría

domingo, 29 de mayo de 2022

Valentina Tereshkova, la primera mujer que voló al espacio

¿Son los roles de género una construcción cultural o dependen de nuestra biología? ¿Qué diferencias hay entre hombres y mujeres en cuanto a desempeño? ¿Son adecuadas las normas «de paridad», solucionan realmente algo? ¿Existe el llamado «techo de cristal» para las mujeres? Si el lector comparte la inquietud por entender estas y otras cuestiones relacionadas y no está satisfecho con las respuestas polarizadas y maniqueas que habitualmente se escuchan en los medios tradicionales, se le anima intentar descubrir algo más, indagando en las profundidades de nuestra naturaleza, hasta donde seamos capaces.

El mundo natural

Desde insectos a aves, pasando por mamíferos, peces e incluso plantas, las especies tienen una diferenciación biológica en función de su sistema de reproducción. Además, cada miembro tiene según su papel en dicho sistema su propia manera de actuar, grabada en su instinto, transmitida en el ADN y por tanto, específica de la especie. La ciencia puede por tanto, identificar y especificar las rutinas generales que cada especie ejecuta en función del rol asignado en aquellas situaciones en las que el objetivo es la reproducción. Parece aplastante la evidencia de que estas rutinas obedecen a la necesidad de ejecutar las acciones requeridas para que la fecundación se lleve a término, en función de su mecanismo ―es decir, que si los implicados no hacen lo que toca, no hay resultado―. Hay que señalar que el objetivo no es el disfrute, sino que el placer sería una de las estrategias de la selección para lograr que las especies sigan los pasos adecuados. Lo mismo se puede decir de los atributos físicos que despiertan en los miembros de cada especie el atractivo para realizar dichos mecanismos destinados a la reproducción. Este factor es de tal importancia que el propio Darwin lo contempló cuando propuso la selección sexual, como uno de los componentes que modelan a la especie como parte del proceso de la selección natural.

Lo antinatural

Llegados aquí nos encontramos ya con una de las paradojas siempre presentes en todo intento por comprender el mundo ¿Significa que toda relación sexual que no esté destinada a la reproducción es «antinatural» y «peligrosa»? La respuesta es bien sencilla aunque algunos parecen complicarla: no hay nada inadecuado ni antinatural si la especie continua subsistiendo. El hecho de que la evolución no haya filtrado las tendencias sexuales que no tienen como resultado la reproducción, significa que de alguna manera, cumplen también con alguna función, aunque no se sepa con claridad cuál es ―se ha propuesto que su función consiste en destacar la relación entre sexualidad y reproducción―. La ciencia tampoco tiene identificado cuál es el origen genético de la homosexualidad, de existir, pero sí tiene claro que la tendencia sexual tiene un claro vínculo con el sexo biológico y con sus mecanismos de activación y funcionamiento. Pero lo más curioso de todo es que no hace falta rebuscar en la variabilidad de los gustos y tendencias sexuales para encontrar algo supuestamente antinatural. El ser humano hace por sistema muchas cosas «antinaturales» que han pasado desapercibidas o que nadie ha cuestionado durante siglos, empezando por dejar atrás su nicho biológico del Paleolítico y una vida sencilla, aunque dura, para pasar en el Neolítico a esquilmar la tierra y esclavizar a los propios miembros de su especie , con el paso a los imperios y su inacabable adicción a la adhesión de tierras. El ser humano es «antinatural» por definición, en el sentido de desafiar, transgredir o transcender lo que la naturaleza «tenía pensado» para él. En otras palabras, por construirse mediante productos creados por el ingenio humano como la agricultura y la ganadería, su propio hábitat artificial, con todas las implicaciones, riesgos y potencialidades que ello conlleva.

Los albores de la Humanidad

Pero antes de llegar a la época de los imperios todavía hay mucho que contar en el Paleolítico. El primer ser humano de nuestra especie llamada Homo Sapiens surgió hace más de 200 mil años. No obstante, se considera el primer ser humano moderno al Hombre de Cromañón, surgido hace entre unos diez o cuarenta mil años. Si se tiene en cuenta que el primer registro histórico que se posee con la aparición de la escritura fue hace unos 6 mil años, significa que anteriormente, un ser humano muy similar a nosotros deambuló por este planeta un periodo de tiempo equivalente a mas de treinta veces lo que llevamos de historia conocida. Es importante señalar en este punto que la «aparición» de las especies no es ni mucho menos repentina, sino que opera a escalas geológicas, sin una transición que hoy por hoy pueda definirse y mucho menos en el caso del ser humano elaborar un mapa evolutivo, porque no existe la información suficiente. Pero de lo que sí se tiene certeza es que aquel antepasado primitivo era el fruto de un lento proceso marcado por las condiciones de su entorno y la adecuación de sus propias características biológicas. 

El ser gregario

Cuando la sociedad piensa en como han llegado a ser las cosas como son ahora, se remonta primero a sus abuelos y luego como mucho al Imperio Romano. Esto puede servir para entender el origen de monarquías y religiones, pero estas son construcciones culturales muy posteriores a la aparición del ser humano. La sociedad otorga a la historia escrita, un papel fundacional de la cultura humana probablemente exagerado. Mucho antes de la aparición de estos conceptos socioculturales, nuestra especie llevaba ya cientos de miles de años con una organización social previa, que no era fruto de ninguna decisión de ninguna autoridad «terrenal» ni mucho menos «divina», sino como se ha mostrado, de una característica natural de nuestra biología. ¿Cómo eran aquellas sociedades de nómadas cazadores-recolectores, cuya organización social ya venía definida por su pasado evolutivo inmediato? La paleo-antropología tiene cierta seguridad de las características básicas de aquellas sociedades, basándose en sus restos. En líneas generales, aquellas sociedades se agrupaban en tribus, en grupos donde encontraban seguridad, protección y el calor del prójimo ¿Cómo se organizaban para subsistir y llegar hasta donde hoy estamos? 
Hasta ahora había cierto consenso en que las tribus primitivas, siguiendo patrones similares a las existentes hoy en día en África y otros lugares, dividía aparentemente los trabajos por sexos, siendo el hombre el cazador y la mujer la recolectora. De alguna manera parecía confirmar la idea que ha influido en nuestra cultura durante mucho tiempo, en la que el hombre trabaja fuera de casa mientras que la mujer se dedica al cuidado del hogar. El principal problema de esta presunción era por un lado, el de equiparar la situación de aquellos grupos de una época geológica lejana, con las sociedades posteriores al Neolítico. Por otro, el de legitimar y afianzar la imagen de un varón obligando a la mujer a realizar unas tareas determinadas. Estas dos concepciones vienen siendo tan habituales como equivocadas, ya que verdaderamente, no pueden inferirse de una división del trabajo de hace miles de años, ni tan siquiera suponiendo que realmente fuera así la idea que se tiene sobre aquellas ancestrales costumbres, ya que según recientes descubrimientos se ha determinado con cierta seguridad que la mujer participaba en las labores de caza de una manera significativamente similar a la del varón
Precisamente, en un estudio del 2021, se han encontrado evidencias de que en sus inicios, la especie humana era mayoritariamente carnívora, lo que refuerza la idea de sociedades donde todo el mundo se dedicaba al principal sustento que era la caza. Solo la carencia de este recurso hizo que se ampliaran las opciones de alimentación a vegetales recolectados, hacia el final de la Edad de Piedra, lo que también coincide con el surgimiento de la agricultura en el Neolítico y el papel de la mujer en ella.
Repitiéndose un patrón que llevamos dentro desde mucho antes de que se inventasen las palabras para definirlo, otro sector de la sociedad muestra sus prejuicios equivalentes para afirmar que las sociedades se organizaban de manera «paritaria», como intentando legitimar a su vez ciertas políticas en las que se obliga a que el número de representantes políticos sea igual en cuanto al sexo —como ocurre en algunos países de Escandinavia—. Sin embargo, mirando con algo más de detalle los datos, se observa que las proporciones siguen dando más peso al sexo masculino en las tareas de caza, siendo la participación femenina no mayor al 40% ¿Qué puede significar esto? Lo que mejor explicaría aquella situación es que el sexo como tal no tenía más que una influencia colateral, solo observable por mera estadística. Es decir, que aquellos grupos no estaban para políticas ni igualitarias ni discriminatorias, sino que simplemente a todo aquel que tuviera la suficiente destreza, fuerza y disponibilidad para empuñar una lanza, era seleccionado para ayudar a la subsistencia del grupo. La idea de discriminación sexual, ni positiva ni negativa, probablemente no existiese para aquellos individuos.
¿Dónde están esos patrones sexuales que supuestamente diferenciarían a los miembros de la tribu? Realmente, no hay ninguna constancia a estas alturas de desarrollo de la especie, de que la evolución haya filtrado la capacidad de que ambos sexos, puedan participar por igual en aquellas tareas que supongan una importancia vital para el grupo. El único momento en el que parece que el sexo sea determinante es en el del apareamiento, en el resto de tareas, los miembros de la especie no van colocándose a uno u otro lado según sean de un sexo u otro, sino que cada uno hace lo que mejor sabe hacer. Ocurre que es la selección natural la que realiza este trabajo a su manera, dotando de diferentes capacidades a los miembros de la especie, no solo por sexo ―dimorfismo sexual― que aunque es el parámetro más visible, también existe entre los propios individuos del mismo sexo. De alguna manera la evolución optó en nuestro caso por convertirnos en una especie grupal que ha de combinar sus capacidades, en lugar de crear depredadores solitarios. Lo que se está viendo hasta ahora es que aquellas sociedades se dividían por competencias, no por sexos. Y lo hacían por necesidad, no por aplicar un criterio cultural o jerárquico.
Es posible basar este postulado en varios descubrimientos científicos y acontecimientos. El más reciente muestra a una hembra de macacos del Japón convirtiéndose en líder de la manada al superar todas las pruebas que esta especie tenía como rituales, lo que apoya la idea de una jerarquización por competencias, no por sexos, en una especie cercana a la humana. En la nuestra, salvo en el asunto biológico de la descendencia, la evolución nos ha preparado para adaptarnos a las circunstancias, independientemente de nuestro sexo. El caso más llamativo y que desmonta la idea de un varón incapaz por naturaleza del cuidado de la progenie, es el de las respuestas fisiológicas instintivas de personas de sexo masculino, que les predisponen para dar cariño y ser excelentes cuidadores. Esta reacción natural afecta biológicamente al organismo del hombre de manera equivalente al de la mujer durante el embarazo. Se trata por tanto de una característica innata del ser humano, no del sexo.
Naturalmente, esto no significa que hombres y mujeres no tengan diferencias, sino que estas obedecen a una necesidad ineludible físico-biológica. Fuera del apareamiento y la reproducción, el resto de características del ser humano corresponden de manera equivalente a ambos sexos.

La excepcionalidad del ser humano

Hasta aquí todo parece ir dentro de los mismos parámetros evolutivos que el resto de las especies. Pero el ser humano, por motivos que todavía hoy en día son objeto de discusión, desarrolló una conciencia y unas capacidades simbólicas y cognitivas que a medida se iban desarrollando y se convertían en herramientas útiles para la supervivencia del grupo, no se puede descartar que de alguna manera, fueran añadiéndose al acervo genético del ser humano. De hecho, hay una ciencia que estudia precisamente cómo nuestras capacidades y sentidos para percibir el mundo que nos rodea pueden haber afectado a la formación de nuestra propia condición como especie: la psicología evolucionista.
Es muy probable que, durante todos esos miles y miles de años de los que apenas se tiene constancia debido a la ausencia de registros, y en los que nuestros antepasados aprendieron a vivir y convivir en este planeta, las necesarias diferencias biológicas debidas al ineludible hecho de la reproducción, imprimieran diferentes formas de comportarse. Hábitos instintivos que se pueden observar y que permiten distinguir desde pequeños, a grandes rasgos, a niños y niñas. Cambios sutiles, probablemente triviales, pero existentes.
Estas diferencias de comportamiento entre hombre y mujer serían una consecuencia de la distinta producción hormonal debido a la función reproductiva, que por no aburrir al lector se resume en la producción de testosterona. Consisten en una mayor competitividad, visceralidad e intensidad emotiva en el hombre que a su vez, tiene como consecuencias una menor capacidad social, emocional y flexibilidad mental. Es decir, al contrario de la mujer, al hombre le cuesta dejar de poner todo su esfuerzo en una única tarea con la que puede llegar a obsesionarse. Es por este motivo por lo que los hombres han sido capaces de conquistar el átomo, el Everest, el Polo Norte o cruzar el Atlántico con un barco a vela sin conocimiento seguro del destino, pero al mismo tiempo, capaces de atrocidades cómo genocidios o dictaduras totalitarias. 
Hay que apuntar que no se trata de que el sexo masculino no sea capaz de la multitarea o como se ha visto, del cuidado de la descendencia, sino que ha de hacerlo a través de otros mecanismos o caminos que en el sexo femenino parecen más evidentes. Como en todo, con el adecuado entrenamiento y educación, todo parece indicar que las capacidades son equivalentes en ambos sexos. Sin embargo, tal vez podría decirse que a grandes rasgos, el ser humano tiene a consecuencia de su dimorfismo sexual dos grandes grupos definidos por su sexo y el resto de parámetros biológicos que lo acompañan. Hacia un lado se tendería a la acción, la épica y emociones intensas, mientras que hacia el otro, la relación social, las sensibilidad y la tranquilidad. Estos dos grandes grupos han acabado sucumbiendo a la tal vez inevitable tendencia al etiquetado y simplificación, reduciéndolo en exceso, probablemente, a un binomio «masculino/femenino» por el que el parámetro visible de la posesión de unos genitales, provoca que sean atribuidos al poseedor de los mismos el resto de parámetros normalmente asociados a cada una de las etiquetas. Pero la naturaleza no organiza las cosas de esta manera, sino que suele producir distribuciones que se representan con una gráfica llamada campana de Gauss, de manera que para cada característica las probabilidades se incrementarían según el sexo, pero existiendo a ambos lados de la curva un amplio campo en el que ambos sexos comparten competencias en alto grado. Puede responder a una utilidad práctica dividir a la sociedad en función de la posesión de unos genitales para por ejemplo, hacer lavabos ―o competiciones deportivas―, pero no tiene sentido extenderlo a más ámbitos. Lo «femenino» y lo «masculino» son dos etiquetas válidas pero no son propiedad de ningún sexo, son de toda la humanidad.

Como síntesis de lo expuesto hasta ahora, en el caso de nuestra especie ocurre que:
  • Al igual que aquellas cuya reproducción se basa en dos sexos biológicos diferenciados, la evolución ha dotado a cada miembro según su sexo, con unas características determinadas para llevar a cabo dicha función. A consecuencia de esta divergencia biológica, cada individuo posee diferentes competencias en distintos ámbitos que logran optimizarse a nivel de grupo con una organización acorde.
  • La naturaleza materializa dichas diferencias básicamente por la producción hormonal, que ocasiona un desarrollo de los órganos, de la masa muscular así como de un comportamiento instintivo primario diferenciado, fundamentado en la necesidad del cuidado de la descendencia, que en el caso del ser humano requiere de un periodo mucho mayor comparativamente. Por motivos biológicos obvios, en la mujer el cuidado de la descendencia implica durante la fase principal el cuidado de ella misma, mientras que en el hombre implica el cuidado de ambos.
  • Las divergencias de competencias entre miembros según su sexo se restringen al ámbito reproductivo, siendo en el resto una consecuencia colateral que mediante un aprendizaje y entrenamiento adecuados pueden equipararse.

El amanecer de las culturas

Hasta ahora el ser humano se había dedicado a poco más que a sobrevivir en la naturaleza, adaptándose a la condiciones de su entorno, optimizando esfuerzos. Pero no de manera consciente, sino como resultado de la presión que las condiciones físicas ejercían sobre la existencia de los miembros de la especie, al igual que con el resto de las que poblaban nuestro planeta. Sin embargo, como se ha comentado, el ser humano desarrolló fortuitamente unas capacidades cognitivas que le permitieron establecer un particular diálogo con la naturaleza en forma de mitos y dioses. En ese dialogo, el ser humano desarrolló además de tecnología, una consciencia sobre si mismo. El punto de inflexión que lo cambió todo fue cuando nuestra especie fue estableciéndose cada vez más tiempo a medida que perfeccionaba sus herramientas y técnicas de construcción, en aldeas donde almacenaba lo que recolectaba durante más tiempo. Finalmente, acabó desarrollando la agricultura y la ganadería, momento a partir del cual ya no necesitaba recolectar ni cazar preocupados por ver un nuevo amanecer. La humanidad podía planificar un futuro, sabiendo que podía garantizarse unas existencias de alimento.

La división del trabajo

Súbitamente en términos geológicos, las tareas diarias que nuestra especie debía desempeñar cambiaron para siempre. La organización de trabajo habitual debía de adaptarse a unas nuevas circunstancias con nuevas competencias y sin un apremio radical de la subsistencia. Si se parte del postulado de que las sociedades primitivas del paleolítico se organizaban por competencias, siendo definido el desempeño por las diferencias biológicas y las necesidades del entorno, el paso a una era de acumulación eliminaría el factor acuciante de la eficacia en el mismo. Dicho de otra manera, existía la posibilidad de poder escoger qué trabajos realizar. Según un reciente estudio sobre las incipientes sociedades del Neolítico temprano donde se analizan los restos fúnebres, concluyen que hombres y mujeres comenzaron a dividir sus trabajos por sexos en el momento en el que aparece la agricultura. Aunque se admite que se desconocen los motivos culturales por los cuales se llegó a este reparto de tareas, sí que parece evidenciarse en función de los restos y objetos hallados en las sepulturas ―elementos simbólicos muy importantes para aquellas sociedades― que no existía una jerarquización entre ellas. Es decir, la división del trabajo por sexo no se originó por la imposición mediante el uso de la fuerza de tareas consideradas «menos importantes» por parte de los miembros de un determinado sexo sobre los del otro. Este fue un momento pivotal, no de la historia humana, sino de la propia especie humana que posteriormente crearía la historia que hoy conocemos. Se hace necesario por tanto, recapitular lo expuesto antes de pasar al siguiente punto:
  1. Unos individuos evolucionados en entornos de recursos limitados que han de ser obtenidos en competencia con el resto de grupos y de especies, cuyos instintos se han creado sin la experiencia de la abundancia, optimizados para aprovechar cualquier circunstancia que les proporcione ventaja adaptativa en dicho entorno.
  2. Estos instintos se regulan mediante la producción de hormonas y otras sustancias, que en el caso de la nuestra cuyo mecanismo reproductor se basa en un dimorfismo sexual, cada miembro posee según su sexo unas diferencias de comportamiento.
  3. Esta divergencia no es significativa en el Paleolítico donde los grupos se organizan por la necesidad de optimizar los esfuerzos y recursos. La heterogeneidad de competencias es un valor adaptativo. 
  4. Al pasar al Neolítico y la posibilidad de poder alcanzar ciertos niveles de abundancia, las tareas comenzaron a ser repartidas por unos incipientes criterios sociales o culturales, no por la necesidad de sobrevivir. Estos criterios estaban con toda probabilidad condicionados por las características que hasta entonces definían a aquellas sociedades.

La época de los Imperios

¿Qué criterios se iban a seguir a partir de aquel momento completamente distinto a lo que nuestra especie había experimentado? ¿Iba ser la vida tan satisfactoria como antes? ¿Era lo mismo pasarse el día arando la tierra o tejiendo pieles en un mismo lugar que recorrer montañas y bosques vírgenes en busca de alimento? Juan Luis Arsuaga y otros paleoantropólogos coinciden en que el paso al Neolítico significó un empeoramiento en la calidad de vida como individuos. Al parecer, este periodo de la prehistoria solo benefició a los asentamientos y a la formación de pueblos, los cuales iban aumentando de tamaño, haciéndose cada vez más poderosos a la vez que consumidores de los recursos del entorno circundante. Al principio, es de suponer que los asentamientos eran poblaciones en los que la vida transcurría con relativa tranquilidad. Nuestros antepasados poco a poco dejaban atrás una ajetreada vida por la supervivencia, para cambiarla por otra en la que no era necesario correr tras las presas ni recorrer largos trechos en busca de alimento para recolectar. La comida crecía y venía a los humanos, que solo debían seguir unas pautas rutinarias, día a día. Aquellas sociedades podrían haber seguido así, y probablemente la mayoría lo hicieron. Cómo transcurrió tal vez no lo sepamos con exactitud nunca, pero puede imaginarse que era inevitable que en alguna parte, por unos motivos u otros, comenzasen a crecer las poblaciones por encima de un cierto umbral. En ese instante histórico, la abundancia a la que se habían acostumbrado tras dejar la escasez del Paleolítico, se convertía en una prioridad para volver a ella. Nadie quería volver a cazar o a recolectar, entre otros motivos, porque era demasiada gente. El entorno no podía abastecer a todos. Había que ocupar nuevos territorios para llenar las insatisfechas vidas de los pobladores del Neolítico. Nadie lo sabía entonces, pero aquello iba a impactar definitivamente en el destino de la Humanidad.
Hasta aquel momento todas las funciones que desarrollaban los miembros de los grupos sociales eran igual de importantes. La naturaleza era la que imponía las necesidades y el rumbo hacía donde había que dirigirse. Pero a partir de aquella época, cuando se hizo necesario ocupar otros territorios para mantener el modo de vida, a base de obtener recursos usados en otra parte por otras gentes y pueblos, el ámbito que adquiría importancia era el de la violencia intrapersonal, el cual estaba ocupado por hombres. Probablemente esta no fue la conclusión inmediata a la que se llegó en todas partes, pero bastaba con que hubiera ocurrido en un lugar, bastaba con que un pueblo se convirtiese en invasor y acaparador de recursos para hacerse más y más grande, poderoso e imparable, para iniciar un camino sin vuelta atrás. De esta manera se iniciaba un largo dominio del sexo masculino de las nuevas jerarquías militares no solo sobre el sexo femenino, sino sobre el resto de la especie, sus congéneres. Se había creado una casta de gobernantes cuya legitimidad residía en su valía para obtener nuevos territorios, es decir, se había creado el imperialismo.
Es importante destacar que la relegación de la mujer a trabajos domésticos no fue una imposición de un «patriarcado», sino que estos roles ya existían antes, por motivos sin determinar pero que con toda probabilidad están relacionados con nuestras características biológicas como especie. El auge del llamado patriarcado ha sido un suceso fortuito, un accidente histórico. Es decir, no es que la mujer se dedicara a trabajos de «menor importancia», sino que fue el ámbito que estaba dominado por los hombres el que adquirió importancia fortuitamente, obligado por el rumbo histórico al que la humanidad ―las mujeres también― se veía abocada debido a su inmadurez y la ignorancia de las consecuencias de sus actos. Esta circunstancia se apoya en uno de los mayores experimentos sociales que la humanidad ha llevado a cabo jamás: el comunismo. Es conocido que en la antigua Unión Soviética existía una clara intención de dejar atrás todo lo que tuviera que ver con el imperialismo occidental. En aquel entonces —y aún hoy en día algunos sectores ideológicos— se estaba convencido de que la «opresión» de la mujer era causada por este imperialismo y manifestada a través de esa división de trabajo por sexos. Sin embargo, todos los intentos por crear una sociedad «igualitaria» fracasaron en cierta medida: la sociedad soviética persistía en mantener una tendencia a separar tareas por sexos, por más intentos por lo contrario desde el poder político. Otro caso paradigmático que ocurre actualmente es en Suecia: sus políticos han impuesto por ley unas normas paritarias en la que los cargos y representantes públicos deben estar ocupados obligatoriamente manteniendo un criterio de paridad numérica entre hombres y mujeres. El resultado es que la sociedad ha respondido de manera espontánea con unas diferencias de tareas y hasta de ingresos en función del sexo, abrumadoras. Los sociólogos de la URSS concluyeron con un diagnóstico que se puede aplicar a Suecia y al resto de casos y que coincide con los estudios recientes: la división del trabajo por sexos es anterior a la opresión de la mujer.

La opresión

¿Cuándo empezó la mujer a ser socialmente oprimida? Si se considera como concepto general habitual de esta opresión a la circunstancia de ser relegada a tareas secundarias o consideradas de una categoría más simple y a impedir que acceda a posiciones de mando y poder, no es posible situar el inicio de esta situación con la división del trabajo por sexos ya que como se ha visto, en aquel momento de la historia de nuestra especie no existía una posición jerárquica entre los distintos roles. Todo cambia cuando los asentamientos se hacen demasiado grandes y se comienza a tener una dependencia de unos recursos que hasta ese momento se obtenían con relativa facilidad. En ese momento, el protagonismo recae sobre los roles dedicados a tareas de violencia intrapersonal necesarios para sobreponerse a otros pueblos menos desarrollados y expropiar sus recursos, a la vez de usar a la población local para extraerlos u obtenerlos. Sin embargo, esta situación era consentida por el resto de los grupos sociales, fueran hombres o mujeres, ya que los problemas que el agotamiento de los recursos locales producía para alimentar a la descendencia, por ejemplo, eran solucionados trayéndolos de otras tierras. Visto con nuestros ojos, esta situación por la que un pueblo invade a otro nos resulta una barbaridad, pero en aquel momento era la solución tan inmediata como sabemos ahora equivocada. Por tanto, no se puede hablar de una opresión «contra la mujer» ya que solo se estaba continuando con la inercia que se había formado en los inicios del Neolítico. 
En la nueva situación donde surgían pueblos con criterios culturales arbitrarios definidos por circunstancias locales que convertían en símbolos, leyes y normas sociales, la mujer continuaba con sus roles domésticos que de manera espontánea habían surgido siglos antes, cuando tenían una importancia equivalente a la del resto. Esta desigualdad legal no era entendida probablemente como tal, sino que era consecuencia de épocas en la que el cuidado de la descendencia frente a guerras, pestes y mortalidad prematura, era prioritario para la sociedad, recayendo en el hombre dicha responsabilidad en gran parte. Incluso en la democrática Grecia clásica y en la Roma preimperial, donde el matrimonio y la descendencia tenían un carácter sagrado, la mujer tenía un grado de dependencia del varón elevado. En definitiva, todavía no se puede establecer una opresión hacía la mujer vista como algo impuesto desde el hombre hacia ella como un menosprecio, más bien al contrario, era un concepto cultural, equivocado o no, en la que la mujer era un bien preciado que debía protegerse y cuidar, siendo el hombre el descartable en guerras como carne de cañón.  
Llegados a la Edad Media, existe la tentación de proponer este malentendido periodo de la historia como el punto de inicio de la opresión de la mujer por parte del hombre. Sin embargo, en este intervalo histórico es difícil pensar en una sociedad con preocupaciones distintas a la de superar los retos diarios de alimentarse y cuidar de la familia, en continentes poblados por encima de su capacidad a causa de las acciones de épocas anteriores. En el resto del mundo no era muy distinta la situación ya que las sociedades feudales de Rusia, Japón, China o los imperios precolombinos de América, vivían unas similares precariedades en las que solo unos pocos vivían «a cuerpo de rey». Por otro lado, las castas gobernantes de tipo hereditario que iban a experimentar un auge que no disminuiría en mucho tiempo, no distinguían entre hombre y mujer permitiendo que esta accediera al poder en un régimen muy cercano a la igualdad con el hombre, solo alterado por normas como la ley sálica, que daba prioridad al heredero varón. No obstante, se puede usar este ejemplo para mostrar un detalle que el atento lector probablemente habrá advertido: incluso suponiendo una casta gobernante hereditaria que fuera estrictamente igualitaria respecto al sexo, y en la que el acceso a las posiciones de poder fuera todo lo «paritario» posible, el resultado estaría perpetuando la injusticia social ya que continuaría existiendo una desigualdad y agravio comparativo enorme entre castas, clases y pueblos, que afectaría por igual a hombres y mujeres. Por tanto, la Edad Media tampoco puede establecerse inequívocamente como el punto de inicio de la opresión de la mujer por parte del hombre.
Para poder observar lo que está ocurriendo tal vez haya que abrir el foco de manera que pueda incluirse todo el periodo desde el Neolítico hasta incluso la actualidad: inadvertidamente, se estaba construyendo un perfil de «éxito» violento, arrogante, prepotente, narcisista, carente de empatía y escrúpulos, características que favorecían las actitudes necesarias para la guerra, la conquista, la invasión y la esclavización, que por circunstancias cuyo origen se remontaba al origen de los tiempos, estaba ocupado por personas de sexo masculino. Hay que señalar que el protagonismo otorgado a los hombres que entonces se encargaban de los conflictos con otros pueblos, era en sus inicios probablemente apoyado, consentido e incluso celebrado tal vez, por toda la sociedad. Pero a medida los pertenecientes a estas castas acaparaban poder y se volvían adictos a la dopamina que les proporcionaba su posición, fueron estableciendo barreras e impedimentos al resto para continuar en su status quo. De esta manera se configuraba una cultura de mando prepotente y megalomaníaca que eliminaba sin miramientos a todo aquel que le desafiase. El resultado es historia, y aunque han habido revoluciones y movimientos, todavía persiste esa cultura que define a la mayoría de líderes actuales de una u otra ideología y de uno u otro lugar del planeta... y de uno u otro sexo.
De nuevo, el lector habrá observado otro detalle que no ha sido mencionado: si el paso a una era de conquistas debido a la necesidad de obtener más recursos al haber agotado los propios fue un suceso fortuito ¿pudieron haber sido las cosas de otra manera? Solo bastaba un lugar del planeta para que se encendiese la chispa de la conquista de nuevas tierras. Una vez creado el imparable imperio, nada podía pararle salvo su propia autodestrucción al no saber como obtener nuevos recursos una vez no quedan tierras para conquistar. Pero tal vez en otros lugares apartados de la llegada del imperialismo, hayan otras culturas basadas en otros criterios como la familia, pueblos donde el perfil de hombre que se sobrepuso en la mayor parte de planeta cediera su protagonismo a la mujer o a otros perfiles masculinos. Esos lugares, en efecto, existen.

Los matriarcados

En algunas zonas aisladas ―literalmente, en este caso― como Indonesia y Nueva Guinea, se conservan las llamadas culturas matrilineales, en las que la protagonista es la mujer. Son zonas fértiles y que apenas han sido molestadas por pueblos occidentales. Gracias a su situación de aislamiento y bonanza orográfica, la cultura imperialista asociada a varones, no ha llegado a materializarse. Sin embargo, sus pueblos han quedado también aislados del progreso que finalmente llegó, aunque manteniendo sus costumbres milenarias, surgidas en tiempos anteriores a la escritura. Debido a esta ausencia de registros, se piensa que la actual cultura en la que la protagonista es la mujer en asuntos hereditarios, por ejemplo, provenía de otra puramente matriarcal, donde la mujer además ostentaba el poder político. Es destacable el caso de las Islas Trobriand, otra cultura matrilineal en la que sin embargo, permanece la división del trabajo por sexos y en la que el hombre es el cazador y guerrero, pero no ostenta un dominio político. Esa situación refuerza la idea de que el advenimiento del patriarcado no fue por la división de sexos que ya existía, sino por una situación fortuita en la que los cazadores-guerreros se convirtieron en vitales para asegurar las necesidades de los grupos al agotarse los recursos, iniciando una dinámica que se transformaría en el imperialismo como forma de «progreso». En las Islas Trobriand esto no ha llegado a cristalizar gracias a que ningún grupo llega a sobreponerse a los demás y a la continua existencia de alimento y recursos para continuar con sus monótonas vidas, tan solo agitadas por las continuas luchas, convertidas en tradición. Probablemente esto fuera así en una mayor parte de las culturas del planeta en los primeros tiempos del Neolítico: las mujeres ocupaban un papel principal en la nueva cultura sedentaria y agrícola, pero esta preponderancia fue desplazándose hacia el mencionado perfil de hombre que se dedicaban en parte a la caza pero sobre todo, a la guerra. La ironía que impregna a a esta historia es que solo a través de la conquista de otros territorios el ser humano ha logrado salir del entorno rural y con ello, evolucionar. Actualmente, se ha alcanzado un estado que reconoce su anterior camino como erróneo. En definitiva, un proceso de maduración y aprendizaje, que todavía no ha concluido.

La vida en la urbe

Nuestra búsqueda de ese momento de la historia de occidente donde pueda ubicarse el comienzo de la opresión del hombre hacia la mujer como tal, sigue sin proporcionarnos un resultado claro. Desde los inicios de la llamada civilización hasta la sociedades rurales de principios del siglo XX, las sociedades han vivido con unas reglas y nivel de vida muy similares. Por ejemplo, en las poblaciones romanas se vivía de manera similar a las aldeas de la España profunda de hace tan solo unas décadas, puede que incluso mejor. En esos entornos, había muy pocas posibilidades de elegir. Si la mujer estaba en casa era porque alguien tenía que hacerlo. Que fuera la mujer era algo decidido antes de que existiesen la manera de dejarlo escrito. El ser humano todavía estaba sujeto a las condiciones del entorno y al devenir de los acontecimientos en un grado muy elevado. Sin universidades ni grandes empresas que liderar y con la mayoría de la población viviendo con recursos muy ajustados, difícilmente se puede habar de exclusión, simplemente se continuaba con la división del trabajo existente desde inicios del Neolítico. Pero hay otro momento clave de nuestra historia como especie: la Revolución Industrial. Llegados aquí el ser humano pudo moverse sin el uso de fuerza animal, comenzando a dominar la energía con una eficacia varios órdenes de magnitud mayor que en cualquier otro momento anterior. Se pudo crear entornos urbanos completamente a medida para su comodidad. En esas nuevas sociedades, la sociedad comenzó a cuestionar las cosas porque se tenía la posibilidad de elección. Porque ya no era necesario que fueran como habían sido desde hacía cientos de miles de años y sobre todo, porque empezó a existir la posibilidad de que en efecto, pudiera llevarse a cabo.
Pero claro, que fueran posibles otras formas de vida y otros métodos de organización social, no significa que pudiesen ser puestos en la práctica fácilmente. Todas las estructuras de poder que habían estado gobernando en el planeta, antecesoras por mucho que les pese, de las que se generaron en las colonias emancipadas que heredaban sus mismas estructuras, ostentaban un status quo que no iban a dejar ir fácilmente. En este momento, se genera una situación anómala en la que el poder, antaño conseguido por necesidad y oportunidad, iba a ser mantenido ahora como fuere, empleando el poder para mantenerse en el propio poder, sin que fueran las circunstancias las que auparan a unos o a otros y sin que importara su función. Aquel perfil masculino arrogante y narcisista, se había convertido un modelo a seguir en todas las jerarquías de mando en una época de la historia en la que no era necesaria tal cosa, pero que llevaba muchos siglos implantado. En la Modernidad y en las sociedades urbanas, comenzaron a existir ocupaciones y ámbitos en los que no era necesario continuar con una dinámica antigua, anacronismo por el que se convirtió en sexista. Fue en ese momento donde en estos casos, la mujer reclamaba una posición que la tradición y la defensa del protagonismo de las estructuras de poder clásicas no querían perder. Pero no se trataba probablemente de un patriarcado que tuviera como objetivo considerar discriminar a la mujer como un individuo de segunda, aunque usaran esta excusa, sino de unas oligarquías cuya finalidad era continuar ellos y sus descendientes en el poder.
En las sociedades urbanas del siglo XIX es cuando a la mujer se le niega una posición que merece, ya que una vez el ser humano ha logrado cambiar las condiciones del entorno, las costumbres antiguas no son válidas. Pero se le niega no por ser mujer, sino porque las posiciones de poder están ocupadas por hombres que no desean ver que el número de aspirantes se duplica súbitamente. La excusa es cualquiera que pueda ser utilizadas a su favor, y una de ellas es aprovechar la tendencia de siglos en mantener a la mujer en sus ocupaciones clásicas, negándoles participar en las nuevas profesiones y nuevos ámbitos que acabarían conformado el mundo actual. Pero el enemigo no es un «patriarcado», sino unas oligarquías impermeables y refractarias a nuevas ideas, innecesarias en un mundo que ya no necesita de nuevas conquistas, sino de gente emprendedora, imaginativa y creativa que sepa aprovechar los recursos existentes y no busque la solución fácil, rápida, pero nefasta en el largo plazo.
En esta tesitura, han surgido movimientos sociales y políticos que pretenden cambiar esta situación. Otro inesperado aliado han sido las nuevas oligarquías económicas que surgieron a mediados del siglo XX en EEUU, que al contrario que las clásicas, corporaciones como las tabacaleras aplaudieron con fuerza la duplicación de los consumidores sin más que relacionar el tabaco con la «liberación» de la mujer, aunque les produjera cáncer de pulmón. A esta situación de cierta confusión, se añade que las propuestas de solución son dispares, muy criticadas, generadoras de rechazo, reivindicadas por grupos de claro corte político, ideológico y partidista, que muestran una escasa tolerancia a la crítica. La medida más notoria es una de la que ya se ha hablado, que consiste en una equiparación numérica entre los miembros de uno y otro sexo, en la mayor cantidad posible de ámbitos. ¿Qué efecto tiene esta medida? ¿es el sexo el parámetro más adecuado para optimizar el rendimiento de un grupo de por ejemplo, representantes políticos, un comité ejecutivo de una empresa, de la dirección de un hospital o de un colegio? ¿o es una excusa para desbloquear esas oligarquías ancladas en el poder desde hace siglos por otros grupos que aspiran a dichos puestos como principal objetivo?

El hombre mediocre

El país donde con más firmeza se han aplicado las cuotas de paridad en cargos y representantes políticos es en Suecia. Esta medida de claro corte intervencionista, obedece a un intento del Estado en forzar a que la sociedad actúe de manera «correcta», dando por indiscutibles los síntomas, causas y medidas correctoras a poner en práctica, sin más justificación que una legitimidad obtenida en las urnas. Por supuesto que esta legitimidad es incuestionable como responsables políticos que han de tomar decisiones, pero igualmente aceptables y sobre todo, necesarias, son las criticas a la supuesta idoneidad de estas acciones. El principal dato medible que se puede comprobar como consecuencia de la aplicación de estas medidas ideológicas es la respuesta de la sociedad, que se resumen en que un 80% de cargos directivos son ocupados por hombres, ninguna de las principales empresas que cotizan en bolsa están dirigidas por mujeres, incluso el trabajo de cuidados domésticos es asumido mayoritariamente por las mujeres, con condiciones laborales peores que las de los hombres. Si nos atenemos al resultado, parece que cuanto mayor es la imposición por parte de políticos, mayor es la respuesta social en volver al modelo espontáneo que surgió en el inicio del Neolítico. La otra crítica habitual es que tomar la condición sexual como parámetro de selección de candidatos, parece ir en contra de los principios meritocráticos. En este caso, si bien la premisa parece ser aplastantemente correcta, se pueden contraobjetar algunos detalles. El primero es que la meritocracia es una idealización que en la práctica apenas existe. Es decir, los candidatos son preseleccionados en base a su afinidad con los líderes de los partidos, sin más valoración que su capacidad para acatar ordenes y conseguir votos para su partido. En el resto de jerarquías, tanto públicas como corporativas —quedarían fuera, tal vez, las científicas, técnicas en algunos casos o las médicas— se puede decir prácticamente lo mismo. Por tanto, la existencia de un  criterio objetivo no parece ser un problema si se parte de esta situación. Precisamente, según un estudio, la existencia de una cuota de género no hace más que mejorar una selección de representantes sujetos a una meritocracia defectuosa. Al parecer, el aplicar un corte de selección provoca que los representantes más mediocres queden eliminados, llamándose a esta la «crisis del hombre mediocre», uno que contempla como su acomodada vida se ve comprometida.
Ahora bien, esta mejora no hace más que socavar las ya de por si escasas iniciativas para mejorar los criterios meritocráticos, que de esta manera parece convertirse en una aspiración inalcanzable. Por otro lado, estas cuotas solo pueden tener efecto de alguna manera si los representantes están sujetos a listas abiertas, ya que en otro caso, sean hombres o mujeres, su «competencia» seguirá estando decidida por las cúpulas de los partidos o en todo caso, por las posiciones altas de las jerarquías. Pero lo más pintoresco de esta conclusión es que en realidad, sea cual sea el parámetro aplicado sería igualmente efectivo, mientras sea objetivo. Es decir, si la cuota fuera de personas rubias y morenas, altas o bajas, en todos estos casos se efectuaría un corte de selección en el que se eliminaría un porcentaje de personal mediocre. En definitiva, si bien las cuotas no son un completo desastre, tampoco parece que san una solución a la que una sociedad deba aspirar, siendo realmente como matar moscas a cañonazos.

La elección de los líderes

«El siglo XXI será femenino o no será» 
Jean Claude Frappant
¿Deben ser las mujeres las que dominen las posiciones de poder? ¿debería la sociedad dirigirse hacia un matriarcado? En el mundo contemporáneo y con las aspiraciones del siglo XXI, los antiguos modelos de liderazgo arrogantes y autoritarios, influidos por la inercia de pasados imperialistas, no parece que en efecto, tengan utilidad en el mundo completamente abarrotado y exhausto de la actualidad. Parece razonable apostar por modelos de liderazgo cuyas características se alejen de las mencionadas y que hasta hoy en día, ocupan la mayoría de jerarquías del planeta. Por las circunstancias comentadas, eran hombres los que por razones culturales inscritas en nuestro acervo milenario, los que han ocupado estas posiciones de mando, siendo la excepción los casos que por razones dinásticas, fueron mujeres los que ocuparon las máximas alturas de las jerarquías. La dinámica de conquista de nuevas tierras además, seleccionaba a un perfil específico que por razones biológicas, los varones cumplían con mayor frecuencia. Es decir, que la pertenencia al sexo masculino no era condición suficiente, sino que debía cumplir con las características de prepotencia y abuso comentadas, habituales en ciertos ámbitos castrenses. Pero no todos los pertenecientes al mismo sexo cumplen un mismo perfil ¿verdad?
Existe una tendencia a considerar que la solución a estos problemas de organización y de liderazgo pueden solucionarse incluyendo a mujeres en las posiciones de mando, incluso se llega a decir que la sociedad debe ser «femenina». Coincidiendo en que los modelos de mando han de inclinarse a otros en los que la empatía, la colaboración y el altruismo sean los preponderantes, ¿asegura la pertenencia al sexo femenino dichas características? ¿No hay hombres altruistas o empáticos? ¿son Margaret Thatcher, Esperanza Aguirre, Isabel Díaz Ayuso, Rocío Monasterio o incluso Irene Montero, o Mónica Oltra ejemplos de personas altruistas, colaborativas y con empatía? ¿Son estas virtudes «poco masculinas»? ¿No será que el problema es el excesivo fomento de un determinado tipo de perfil carente de ellas, que afecta en mayor número a hombres pero también a mujeres que son las que acaban en posiciones de mando? Se llega al punto de que hasta las mujeres han de demostrar tener perfiles de liderazgo asociados normalmente al sexo masculino para «equipararse» a los hombres. Sin embargo, existen en el día a día casos de los que poco se habla, en los que hombres y mujeres trabajan en equipo, ayudándose mutuamente y mostrando empatía entre ellos. Sin embargo, este tipo de trabajo colaborativo en equipo solo es fomentado cara a la galería o para las bases sociales, ya que las jerarquías continúan con una feroz competencia.
Sustituir los líderes actuales por otros de distinto sexo pero igualmente individualistas y autoritarios, no va a solucionar el problema de nuestros días. Menos todavía asociar poca masculinidad a los valores que hacen falta fomentar. En este sentido se expresa el psicólogo Tomás Chamorro-Premuzic cuando propone en su trabajo que la solución no es optar por mujeres en las posiciones de mando, sino cambiar la manera en que se eligen los líderes, modificar las culturas jerárquicas por las cuales se da predilección a cierto tipo de cualidades a favor de unas y en detrimento de otras. Dejar atrás la inercia cultural de siglos basada en la imagen de un determinado tipo de líder, que dejó de ser conveniente y mucho menos necesario en la actualidad, y que allá donde está, provoca descontento e ineficacia en las organizaciones. De esta manera, fomentando las cualidades mencionadas de cooperación y empatía, lo más probable es que el número de mujeres en cargos de responsabilidad aumente y tal vez, sean mayoría, ya que por la distribución de características ―la definida por una campana de gauss― se presenta en las mujeres con mayor frecuencia. Características que también existen igualmente entre los hombres, sin que por ello haya que poner en duda su «masculinidad». Pero el objetivo no sería una equiparación numérica entre sexos, sino mejorar la gestión de las sociedades en el beneficio común.

Techo de cristal

Existe la creencia entre ciertos grupos sociales de que existe una especie de barrera invisible en las organizaciones donde las mujeres quedan estancadas, cerrándoles el paso a su desarrollo profesional. A esta barrera se le conoce como «techo de cristal» ya que parece estar colocada verticalmente, al ascender en las jerarquías organizativas. Una de las pruebas que suelen argumentarse a favor de este concepto es la escasa representación de personas de sexo femenino, cada vez menor a medida que se asciende de posición en las jerarquías. Esta situación parece que se la desea presentar como una construcción deliberada, es decir, como queriendo dar consistencia a la idea de una patriarcado masculino cuyo objetivo principal es mantener a las mujeres constreñidas. El problema de este esquema es que puede haber otras explicaciones menos «conspirativas», una de ellas sería, sin ir más lejos, que por lo que se ha visto en este texto todo parece responder a una inercia cultural que si bien no cabe duda que es anacrónica y desfasada, inscrita durante demasiado tiempo en nuestro acervo cultural; pero no necesariamente premeditada. Otra explicación, no excluyente a la anterior, es que las oligarquías formadas durante siglos y con una estructura de mando muy definida y conservadora a ultranza, van a poner todos filtros y medios posibles para impedir que suban al poder los individuos que no cumplan con los requisitos que imponen, que puede resumirse en una total lealtad y sumisión a dichas oligarquías, además de poseer las cualidades personales necesarias para llevar a cabo y ejecutar las ordenes que se les encomienden, no importa los resultados que se obtengan de ellos, mientras les sean beneficiosos a dicha oligarquía. Esto implica, como puede uno imaginarse, ser personas sin escrúpulos, narcisistas y egocéntricos de manera que necesitan ser protagonistas, poseer capacidad de mando y de sometimiento de otras personas de rango inferior. Cualidades que por desgracia se dan con mayor frecuencia en el sexo masculino pero que al igual que cualquier otra cualidad, también se dan en mujeres. En definitiva, no se trataría de una cuestión de género ni de sexo, sino de simple y llana obsesión por el poder.
Pero también es cierto que la sociedad asume ciertos roles y costumbres como preestablecidos, es decir, que el dominio acumulado de unas mismas familias, dinastías y oligarquías —que afecta a toda la sociedad— acaba configurando una situación aparentemente inevitable, una especie de «indefensión aprendida» que acaba inscribiéndose en la cultura colectiva, convirtiendo lo que antaño respondía a una respuesta adaptativa a las necesidades del entorno, en un prejuicio social por el cual las mujeres quedan relegadas, en ocasiones hasta por ellas mismas, a unas tareas determinadas. Incluso en el ámbito científico, el más objetivo que podemos imaginar, se da el efecto Matilda, por el que las mujeres científicas tienen más dificultades en ser escuchadas. En el mundo anglosajón han surgido términos para identificar estas actitudes de prepotencia y paternalismo masculinos como mansplaining, hepeating y otros.
Sin embargo, estas actitudes suenan ya muy rancias y poco habituales. Hay que irse a entornos corporativos jerarquizados o a públicos muy politizados para encontrarse con un abierto rechazo a considerar a las mujeres como iguales. Ahora bien, ¿acaso en estos entornos no ocurre algo así también entre hombres? En esas jerarquías todo se mueve entre pasillos y sobres, habladurías e intereses, acuerdos a puerta cerrada y puñaladas traperas. Gracias a que las mujeres comienzan a acceder a los comités ejecutivos de las empresas, comienzan a experimentar lo que muchos hombres han padecido y continúan haciendo, durante décadas. Una mujer que acaba de llegar, sin contactos y sin influencia en un mundo donde el amiguismo es el principal parámetro, no le queda más remedio que practicar un corporativismo femenino para defenderse o hacerse oír. Es decir, combaten un mal con otro igual, pero creado a su medida.

La educación es la clave

El problema existe y hay que hacer algo para remediarlo. Desde hace mucho tiempo que la humanidad lleva recorriendo un camino que en su momento parecía, sino el adecuado, sí tal vez el único que en aquellos remotos tiempos se conocía. En épocas donde no se tenía consciencia de cómo nuestra naturaleza y nuestra sociedad estaban interrelacionadas. Esa situación ha cambiado, pero nuestro acervo cultural está grabado a fuego en nuestra memoria colectiva. ¿Se puede cambiar? Está es la pregunta principal, a la que deben seguirla cómo puede hacerse y cómo puede ponerse en práctica. Reivindicar el papel de la mujer de una manera que como principal resultado logra un aumento de rechazo social y un aumento de los problemas que denuncian, no parece ser un resultado adecuado, salvo que el objetivo sea lograr puestos políticos como forma de vivir, a pesar de no solucionar nada de lo que prometen, algo que parece ser común a toda la clase política. El mero  hecho de tener más mujeres en cargos políticos no va a lograr que la sociedad cambie, y si lo hace, como se ha demostrado, va a ser de una manera marcada por la biología, en un mundo y una época, en la que es lo último que nos hace falta. Mientras esto ocurre, nuestros hijos no saben trabajar en equipo entre ellos, sean niñas o niños. No se prepara a nuestra descendencia a conocer su naturaleza para adaptarla a los tiempos, para manejarla y no ser esclavos de nuestra biología, que es lo que nos ha ocurrido desde que dejamos nuestro hábitat natural como especie y nos construimos un mundo alrededor que hasta ahora no ha sido otra cosa que una gigantesca trampa.
SI la obra de tu vida puedes ver destrozada y sin perder palabra, volverla a comenzar,

o perder en un día la ganancia de ciento sin un gesto o un suspiro.

SI puedes ser amante y no estar loco de amor, 

si consigues ser fuerte sin dejar de ser tierno 

y sintiéndote odiado, sin odiar a tu vez, luchar y defenderte.

SI puedes soportar que hablen mal de ti los pícaros, los que pretenden enfadarte,

y oír como sus lenguas falaces te calumnian, sin tú caer en la trampa y hacer lo mismo.

SI puedes seguir digno aunque seas popular, 

si consigues ser pueblo y dar consejo a los reyes,

si a todos tus amigos amas como un hermano, sin que ninguno te absorba.

SI sabes observar, meditar, conocer, sin llegar a ser nunca destructor o escéptico;

soñar, mas no dejar que el sueño te domine; pensar, sin ser sólo un pensador.

SI puedes ser severo sin llegar a la cólera

si puedes ser audaz, sin pecar de imprudente,

si consigues ser bueno y lograr ser un sabio, sin ser soberbio ni pedante.

SI alcanzas el triunfo después de la derrota 

y acoges con igual calma esas dos mentiras.

Si puedes conservar tu valor, tu cabeza tranquila,

cuando otros a tu alrededor la pierden.

ENTONCES los reyes, los dioses, la suerte y la victoria,

serán ya para siempre tus sumisos esclavos, 

y lo que vale más que la gloria y los reyes,

SERÁS HOMBRE, hijo mío

Rudyard Kipling

Rudyard Kipling fue un conocido escritor de habla inglesa, el primero en dicho idioma en ganar el premio nobel de literatura. Era hombre, era blanco, era heterosexual y nació en pleno auge del Imperio Británico. Tal vez muchos (o muchas) lo descarten por su condición, sin importar el mensaje que transmitía en sus textos de comprensión, de empatía, de amistad, aún siendo hombre pero sin dejar de ser también firme, valiente y decidido. Lo cierto es que ese incomprensible imperialismo hizo que su hijo muriera en la Primera Guerra Mundial, uno de los motivos que le llevó a aborrecer el camino que la sociedad occidental estaba tomando y que le otorga un valor especial a sus palabras. Tal vez sea el momento de dejar los prejuicios a un lado y, sin importar su sexo, convendría poner en práctica el fragmento mostrado justo antes de estas líneas, para llegar por fin a ser hombres, así como para llegar a ser mujeres. Pero sobre todo, tal vez algún día, para lograr ser personas.

martes, 9 de octubre de 2018

Las mujeres en la política actual

martes, 9 de octubre de 2018
La figura de las mujeres en la política es una imagen relativamente moderna. India, lidera la lista histórica con una jefatura de gobierno por parte de Indira Gandhi, que años después se convirtió en principal líder política del tercer mundo. Sin embargo, son contadas las veces que las mujeres han llegado a papeles protagonistas y roles principales en la política nacional e internacional.   
A nivel internacional podemos reconocer a Margaret Thatcher, Ex Primer Ministra de Inglaterra; Isabel Perón, Ex Presidenta de Argentina; Michele Bachelet, Ex Presidenta de Chile; Condoleezza Rice, actual Secretaria de Estado de Estados Unidos; Violeta Chamorro, Ex Presidenta de Nicaragua.
Las estadísticas nos demuestran como este número de participación femenina en la política sigue siendo bajo, aunque destaca que va en crecimiento.
Son 11 los países en el mundo que han alcanzado un 30% de participación de mujeres en sus gobiernos: Argentina, Países Bajos, Finlandia, Noruega, Alemania, Dinamarca, Mozambique, Costa Rica, Sudáfrica, Islandia, Sudáfrica y Suecia. 
Las mujeres han demostrado que, a pesar de que históricamente la función de políticas no se había permitido o practicado abiertamente, son capaces de ejercer cargos importantes a nivel de política nacional e internacional e inclusive llegar a ser Primeras Ministras y Jefas de Estado.
Poco a poco se va desmitificando que este roll es exclusivo o mejor ejecutado por el género masculino, ya que las mujeres demuestran cada vez mejor preparación, aptitudes y resultados importantes.

¿Qué aportan las mujeres al momento de hacer política?

Por la ciencia conocemos que biológica y psicológicamente los hombres y las mujeres son diferentes. Pero, ¿qué aporta distinto el sexo femenino en la política? y ¿cuáles son estas competencias que las diferencian para liderar cargos políticos? Esto es lo que opinan algunos expertos politólogos:
  • Empatía: Son mejores observadoras de las emociones ajenas, lo que las hace capaces de empatizar mejor con los demás.
  • Comunicación: Tienen mejores capacidades para comunicarse y mejor atención a los detalles.
  • Multitarea: Según la ciencia los dos hemisferios cerebrales del sexo femenino se conectan más rápido que el de los hombres, por esta razón pueden prestar atención y ejecutar varias tareas a la vez.
  • Prácticas: suelen ser prácticas, aspecto muy valorado sobre todo en el electorado femenino.

Las mujeres en los parlamentos

Según la ONU, solo un 23,3% de parlamentarios nacionales eran mujeres en junio de 2017, lo que significa que la proporción de mujeres parlamentarias ha aumentado muy lentamente desde 1995, cuando se situaba en un 11,3 %.
En octubre de 2017, 11 mujeres eran jefas de estado y 12 eran jefas de gobierno.
Ruanda es el país con mayor número de parlamentarias; un 61,3 % de los escaños de la cámara baja están ocupados por mujeres.
A escala mundial, en junio de 2017 había 32 Estados donde las mujeres representaban menos del 10 % del total del parlamento en cámaras únicas o bajas, incluidas tres cámaras sin presencia femenina.

Mayor participación de las mujeres

En junio de 2017, solo 2 países tenían más de un 50% de mujeres en el Parlamento, ya sea en la cámara única o baja: Ruanda con el 61,3% y Bolivia con el 53,1%. No obstante, un número más elevado de países ha alcanzado el 30% o más de representación femenina. En junio de 2017, 46 cámaras únicas o bajas estaban compuestas en más de un 30% por mujeres. Esto incluye 19 países de Europa, 13 del África subsahariana y 11 de América Latina. Además, algunos países han aplicado algún tipo de cuota de paridad (cuotas establecidas por ley o escaños reservados) y han abierto así un espacio para la participación política de las mujeres en los parlamentos nacionales. El equilibrio de género en la participación política y la toma de decisiones es un objetivo acordado internacionalmente en la Declaración y la Plataforma de Acción de Beijing.
Hay cada vez más pruebas del liderazgo de las mujeres en los procesos políticos y de toma de decisiones que mejoran dichos procesos. Las mujeres muestran en general competencias más adecuadas para estos ámbitos, además que su formación en postgrados o un máster en comunicación política las capacita para ejercer mejor sus funciones y deberes de Estado.


martes, 29 de mayo de 2018

La desigualdad

martes, 29 de mayo de 2018

¿Que problema social o político escogeríamos si pudiéramos solucionar? ¿Existe alguno que origine a muchos otros? ¿Acaso la pobreza, la corrupción, el nacionalismo, el terrorismo, la delincuencia, las revoluciones y muchas otras manifestaciones de la sociedad —algunas acertadas otras completamente equivocadas— no tienen su causa en algún problema originado por algún tipo de desigualdad o privilegio no aceptado por el colectivo que reacciona en consecuencia? Este es uno de los problemas que más tiempo acompaña a nuestra especie en su paso por la Historia. Llevamos siglos intentando solucionar este asunto. Los griegos dieron un primer paso fundamental con el desarrollo de la democracia y los romanos la llevaron lo más lejos que las circunstancias de la época lo permitieron. Pero su conversión en imperio y la dependencia de una economía insostenible que aún hoy perdura, han dado al traste con todos los intentos. Lo que ha venido después desde el Renacimiento, pasando por la Ilustración y las diferentes revoluciones, han sido intentos de retomar aquel camino, cuyo restablecimiento no se vislumbra ni de lejos.

Existen grupos de activismo que aprovechando estas desigualdades se proponen a sí mismos como la solución, o como algún tipo de camino hacia ella. Pero en la práctica, lejos de solucionar nada, parece más bien que perpetúan aquellos problemas de cuya existencia depende su sustento diario. Los nacionalismos son el ejemplo más claro, formándose toda una casta de politicos y activistas que viven del mismo sistema que manifiestan repudiar, sin ofrecer más que una subdivisión de lo mismo, sin cambio cualitativo apreciable. Con un sistema político plagado de desigualdades, de privilegios concedidos a dedo, de corrupción endémica; cuya máxima autoridad es concedida de manera hereditaria, cuyos centros de poder económico y político se concentran alrededor de la capital además de un largo etcetera de problemas; hemos de observar frustrados cómo la principal respuesta son una serie de nacionalismos cuya apariencia de legitimidad en sus reivindicaciones les hace ignorar lo equivocado de sus propuestas, que van poco más allá de replicar el mismo centralismo acaparador de poder y protagonismo que impide a otros sectores de la sociedad que aporten sus ideas y valores, bloqueando el resto de iniciativas y perpetuando los problemas, manteniendo la sociedad en bloques irreconciliables.

Si vamos fuera de nuestro territorio, la situación puede encontrarse de manera muy similar en casos distintos al de nuestros problemas locales, pero que también padecemos. Las desigualdades por «género» son una situación global de la que podría hablarse durante semanas y que está a la orden del día, cuya envergadura excede el propósito del presente artículo. Pero cabe preguntarse para empezar si el uso del término es realmente de ayuda para enfrentarse a la situación comentada ¿ayuda englobar bajo una misma etiqueta ambigua distintos tipos de problemas? ¿son iguales en efectos y causas las desigualdades por diferencias biológicas que las provocadas por una orientación sexual no aceptada por ciertos estándares culturales? ¿es el machismo una cuestión exclusivamente cultural o existe algún factor biológico, evolutivo o atávico que lo ha condicionado —sin que por ello, lógicamente, hoy en día lo justifique—? Independientemente de la respuesta, lo que parece claro es que como poco, existen motivos razonables para estudiar cada caso de manera separada, exista o no un cuadro común a todos ellos —lo que es muy probable—. Pero ignorar de entrada parte del problema hace sospechar inevitablemente que la búsqueda de una solución al mismo no es el objetivo principal. Si se consideran los factores culturales que han definido los estándares de pareja, matrimonio y de lo socialmente aceptado, parece que en efecto, de lo que se trata en el fondo es de una estrategia política consistente en cuestionar dichos patrones culturales y las jerarquías que hasta ahora han contribuido en su formación.

Hay que dejar claro antes de continuar que las jerarquías, tal y como se ha comentado en otra ocasión, son un instrumento muy primitivo de organización y que el actual sistema politico y social tiene demasiada dependencia de ellas y, por tanto, son susceptibles de crítica y de mejora en su funcionamiento, así como en los criterios que las definen. No obstante, el problema que se advierte en este caso concreto por parte de algunos activistas supuestamente defensores de grupos minoritarios, es el uso patético —esto es, de apelación al sentimiento— de los problemas de desigualdad de estos colectivos como «herramienta» política para otros fines distintos. De esta manera, convierten lo que es una reivindicación necesaria en un acto de manipulación y explotación de los problemas ajenos para beneficio propio. Es decir, para hacer exactamente lo mismo que aquellos que cuestionan, pero en su caso, supuestamente «imbuidos de bondad» según ellos.

Tal y como se comentaba en otra entrada anterior, en ocasiones hay que emplear «trucos» como estrategia política para defender ideales más elevados de los que se han de manifestar en determinadas situaciones. Esto puede ser debido a unas ineficientes «reglas del juego» que condicionan seguir ciertas pautas para lograr un mínimo de efectividad. Pero en este caso el problema no es la excesiva simplicidad de las propuestas, sino que no van encaminadas a solucionar el problema ya que, más que arrojar soluciones y claridad, arrojan confusión y ambigüedad sobre él: el uso de etiquetas de ámbito más general, ponerles faldas a los monigotes de los semáforos, llevar a extremos absurdos el uso del lenguaje repitiendo los términos en todos los géneros, no va a solucionar el problema de igualdad entre géneros. Mucho menos entre sexos. Y menos todavía va a solucionar la desigualdad origen de todos estos males, que es la de todos los ciudadanos, propugnada en textos legales pero que en la práctica se cumplen mínimamente. Para lo que sí es efectivo el mensaje que este tipo de activismo usa, es el de enaltecer a unos y soliviantar a otros, públicos objetivos medidos, rangos de audiencia específicos que les van a asegurar una importancia mediática mínima.

Abogados del diablo

En los últimos años el auge de las redes sociales y los dispositivos móviles ha provocado, como se sabe, un estilo de comunicación de masas basado en lo superficial y efímero. De ahí se ha pasado a la difusión de noticias falsas y a la ingeniería social, situación que ya se advirtió en su día con el uso de «memes» los cuales pueden tratarse de dichas noticias, anuncios, medidas políticas, cualquier concepto que cause un efecto mediático y social en el colectivo. Da igual que sea falso que verdadero. Aunque puede que fuera buena la intención en sus inicios, el uso de lo llamado «políticamente correcto» gracias a la «buena imagen» que produce, su defensa ha acabado convirtiéndose en el principal sustento de muchos activistas, situación que desvirtúa la intención original. Esto es es lo que le ocurre a casi todo lo que pasa a convertirse en un fin en sí mismo, olvidándose del objetivo. De esta manera, cualquier pensamiento disidente con lo establecido como «políticamente correcto» se convierte en motivo de caricaturización y simplificación, cuando no, de la critica más severa y en ocasiones, ofensiva.

Lo paradójico es que tras supuestamente superar episodios tan graves como las guerras mundiales y civiles, lamentablemente parece que las posturas extremas están incrementándose. Es decir, cuanto más afán ponen los defensores de lo políticamente correcto, mayor es el rechazo producido en la sociedad. Un efecto universal que ha ocurrido y ocurre a lo largo de todas las épocas y culturas, pero que continúa produciéndose sin que parezca que aprendamos nada de la experiencia y de la Historia. Condenados a repetir una y otra vez los mismos errores, claudicando ante la palabrería de perros parecidos, por distintos que sean sus collares.

Caso Google

Rara vez se admite que a pesar de no gustarnos alguien —no ser afín a cierto grupo o partido de nuestra preferencia, no ser aficionado a nuestro equipo deportivo, etc.—; nos gustan o nos parecen acertadas algunas de sus acciones o argumentos. Situación a la que este tipo de activismo de lo políticamente correcto no hace más que fomentar con una actitud basada en el enfrentamiento y demonización del sector de la sociedad cuyos intereses son incompatibles con los suyos. Esto es lo que le ha ocurrido a James Damore al publicar, tal vez con ciertas ganas de protagonismo, un documento catalogado como «contra la diversidad». Aunque no he leído el documento completo, se advierten de inmediato a la hora de valorarlo por parte de la mayoría de los medios y redes sociales, ciertos tics tendenciosos que nadie se preocupa en aclarar, dejando que todo se vuelva confuso hasta llegar a la ininteligibilidad. El primer problema es que cuesta encontrar algo en el documento que justifique claramente de lo que se le acusa. Sin embargo, lo que sí se encuentra repetidas veces es la oposición a ciertas políticas de la compañía para supuestamente corregir un problema de carencia de diversidad. Es decir, no está contra de la diversidad, sino de la solución propuesta para corregir su carencia, por parte de la compañía. Igualmente, también se han oído acusaciones de machismo para el autor del artículo, tendencia que independientemente de si lo es o no su autor —lo sea o no es irrelevante (falacia ad-hominem)— no se desprende claramente de lo contenido en el artículo. Incluso se ha llegado a relacionar con calzador al famoso investigador Neil deGrasse Tyson con un vídeo ¡¡del año 2009!! defendiendo la diversidad, algo que como se ha dicho no es lo que se discute, sino las medidas aplicadas. Un claro ejemplo de falacia de argumento de autoridad. El mencionado científico por supuesto, no ha dicho absolutamente nada sobre el uso de su imagen.

Si bien no se pueden establecer unas diferencias «medibles» de una manera determinista entre mujeres y hombres en cuanto a desempeño en función de una actividad concreta —por ejemplo, matemáticas frente a lenguaje—, a grandes rasgos y observando tendencias —como se repite en el controvertido artículo—  sí que se conoce con certeza que estas diferencias existen a nivel estadístico en función del ámbito. Es decir, no se pueden aplicar a casos individuales, pero sí en términos de población. Este es precisamente el problema cuando se aplican medidas de corrección para mejorar la diversidad empleando estadísticas aplicándose a casos individuales, intentando corregir un problema causado no por machismo, sino por simple biología: si un sexo tiene una mayor aptitud general en un determinado ámbito, su sobre-representación no es debida necesariamente a una discriminación, sino que puede tratarse de otros factores más objetivos. No significa que no haya que hacer nada, pero no se debe tampoco matar moscas a cañonazos. Esta es la postura del psicólogo clínico Jordan B. Peterson que la extiende más allá de las desigualdades por género para llegar a las desigualdades económicas, las cuales son en la mayoría de los casos debidas a un factor simple de distribución matemática —regla del pareto—: si dejas todo al azar, no esperes que se distribuya de manera igualitaria ni mucho menos «justa» —un concepto puramente humano que no existe en la naturaleza, la cual es en todo caso, imparcial—. Esta propuesta es coincidente con otro reciente estudio en el que se llega a la conclusión de que el dinero se distribuye por mera suerte, no por méritos, pero tampoco ni mucho menos por la existencia de una malvada conspiración «heteropatriarcal» oculta en la sombra. De nuevo, esto no significa que no haya que hacer nada. Que la naturaleza no sea exactamente justa no significa que los seres humanos debamos dejar de serlo. La Ley de la Gravedad es igual e imparcial para todos, aunque seguro que algunos se merecen más que otros que les caiga una maceta en la cabeza. Pero las acciones que se tomen no deberían partir de una «satanización» de ningún sector de la sociedad.

Caso Hollywood

Tras décadas de producciones audiovisuales, ahora han salido a la palestra multitud de casos de supuestos abusos sexuales por parte de directores, productores y actores a otras actrices.  Partiendo de la base ineludible de que la industria del espectáculo en general está basada en exceso en el sexismo y en la explotación de la mujer como objeto sexual, situación que ha de corregirse de alguna manera, no es menos cierto que muchas profesionales han aprovechado esta circunstancia para hacer carreras fulgurantes. Llama más la atención cómo algunas de ellas aprovechan muy «oportunamente» la actual coyuntura para denunciar casos en los que resulta inevitable pensar que en su momento les supuso un impulso profesional. ¿Donde acaba la denuncia y comienza la complicidad cuando la propia denunciante ha participado del beneficio, y se ha mantenido en silencio todo este tiempo? Peor aún es cuando utilizan el momento para hacer declaraciones espectaculares y estudiadamente mediáticas, que parecen más motivadas por el revanchismo o incluso competencia profesional, que por un genuino deseo de justicia y equidad. No hay duda de que algunos de los casos necesitaban una defensa y denuncia con la suficiente repercusión para acabar con esas prácticas sexistas, pero algo no está funcionando bien cuando han surgido movimientos de otros actores y actrices veteranos y conocedores de las circunstancias de aquella época —como Catherine DeneuveLiam Neeson o Morgan Freeman—, en desacuerdo con aprovechar cualquier insinuación realizada años antes y exagerada ahora para adecuarla a la coyuntura propicia. Y lo peor de todo, desvirtuando las demandas que de verdad lo merecen.

En España

Además del caso reciente de Javier Marias en el que la red social Twitter se inundó de mensajes contra él sin demasiado fundamento, pero sí con mucho odio escudado tras los escasos caracteres que la mencionada red social permite, el actor y político Toni Cantó protagonizó hace algunos años situaciones predecesoras de lo que habría de venir después. El actualmente diputado por Ciudadanos, publicó cuando lo era de UPyD unos mensajes en los que intentaba explicar un problema cuya envergadura excedía la capacidad de una red social diseñada para la simplicidad. El actor de origen valenciano abordó el problema de la Ley Contra la Violencia de Género en la que la pretensión de defender a la mujer convierten al hombre en culpable sin más, vulnerando el principio básico de inocencia y paradójicamente, el de igualdad. Una explicación pobre y unos datos mal utilizados hicieron que tuviera que pedir disculpas, abrumado por la incisiva voluntad en señalar sus errores sintácticos y el afán por aprovechar la literalidad de sus palabras solo cuando convenía. El resultado es que por aquel entonces muy poca gente analizó el problema que de verdad quería dar a entender: usar una estadística en la que el mayor número de casos de victimas son mujeres, se convierte en injusticia cuando en los casos individuales el hombre es culpable sin más «prueba» que el mero hecho de su condición biológica. Años después la situación comienza a dar visos de insostenible cuando en la propia Valencia natal del político comienzan a oírse las primeras voces de victimas masculinas. Sí, son pocos casos, pero no por ello hay que dejar de prestarles la atención que merecen, salvo que nos rindamos definitivamente a la dictadura de la mayoría y de lo políticamente correcto, que es lo que parece que poco a poco se va imponiendo, anulando sistemáticamente a las voces críticas tachándolas de inmediato de fascistas, xenófobas, racistas, misóginas o machistas. En aquel entonces se argumentó en contra de Toní Cantó que contrariamente a lo que afirmaba, sólo un ínfimo porcentaje de las denuncias son descartadas por falsas por los propios tribunales. Sin embargo, un análisis algo más detallado realizado en el Informe de Fondos Europeos descubre que un 45% de las denuncias son descartadas por falta de pruebas. Tal vez un tribunal no las señale como «falsas», pero que casi la mitad de ellas carezcan de base sólida no mejora mucho la situación.
«Si se quiere resolver el problema de la democracia, la solución debe encontrarse en sí misma [..] en armonía con su principio fundamental, la igualdad»
Es cierto que hay que dar visibilidad a una parte de la población para que social y culturalmente se reduzcan los prejuicios. Es cierto que se arrastran ciertos vicios sociales que provienen de tiempos en los que cada sexo cumplía unas funciones puede que justificadas en aquel entonces, pero que ahora resultan anacrónicas y lo peor de todo, perjudiciales, ya que es necesario aprovechar el potencial de toda la sociedad. Pero estos vicios y prejuicios se pueden intentar corregir de una manera más constructiva que no sea sustituyéndolos con otros, sino superándolos.


«No se puede responder a la violencia con más violencia» —Bebé (cantante)

El problema principal pues no es el machismo en sí, sino un sistema político que permite —de hecho fomenta— las desigualdades a cualquier nivel, junto con una cultura rancia, caciquil, pos-tardo-franquista cargada de dogmas y prejuicios. Cambiar el sistema político es un problema de una gran envergadura porque para que tenga un mínimo de efectividad, ha de involucrar a toda la sociedad, entre otros factores. La cultura se puede mejorar con educación. No la de dejar sentar a los ancianos y decir buenos días al entrar a un sitio —esta también, claro— sino otra fundamentada desde la base, desde los primeros años y puesta en práctica y ejemplificada desde las instituciones importantes de la sociedad: desde los medios de comunicación hasta las instituciones políticas, culturales y deportivas. Una educación basada más en la cooperación y el trabajo en equipo. Pero para cambiar esto, de nuevo, nos encontramos con otra iglesia muy similar a la que Don Quijote y Sancho Panza se toparon, la de los políticos que se preocupan muy poco de la educación pública, ya que ellos tienen la de sus hijos bien pagada en instituciones privadas, con nuestro dinero. Todo el esfuerzo que actualmente se emplea en combatir la desigualdad en terrenos políticamente correctos pero absolutamente estériles en la práctica, podría emplearse en planificar un calendario de propuestas y las consiguientes reformas al sistema político, el fomento de la cultura cooperativa y la mejora de la educación para transmitir desde el primer momento la necesidad de trabajar codo a codo, hombro a hombro, para solucionar aquellos problemas que nos atañen, y no dejar que nadie se erija en defensor y «solucionador» de una desigualdad en la que él mismo se instala.