Como ya se exploró en La Sombra del Faraón, las raíces de esta tiranía meritocrática moderna se hunden profundamente en la confluencia de la Reforma, el capitalismo y la expansión anglosajona, dotando al poder económico de una legitimidad de apariencia casi sagrada. Michael J. Sandel en La tiranía del mérito, señala cómo el propio relato meritocrático se origina en gran parte con la escisión protestante: al sustituir la mediación de la Iglesia católica por una ética del llamado individual, las sociedades anglosajonas incubaron el sustrato cultural que hoy sostiene el neoliberalismo.
Además, Sandel advierte que la narrativa meritocrática no sólo falla en su promesa de justicia, sino que crea una élite prepotente y una clase baja humillada, legitimando así la desigualdad. Ahora, en el siglo XXI, ese legado ha evolucionado hacia una forma aún más sofisticada y elusiva: el poder del «Emperador Invisible».
Esta situación se aclara si actualizamos nuestro mapa histórico. Para entender la naturaleza del poder hoy, debemos mirar más allá del siglo XX y reconocer la silueta de una estructura mucho más antigua. El poder global actual no es una red descentralizada; es un imperio híbrido que ha fusionado, de una manera innovadora y casi invisible, los dos grandes modelos de poder de Occidente: la potestas del Emperador Romano y la autoritas del Papado. Y su capital, su «Nueva Roma», son los Estados Unidos.
I. El Emperador: la potestas de las legiones invisibles
El rol imperial de Estados Unidos no se ejerce principalmente a través de la conquista militar. Aunque su ejército siga siendo la fuerza dominante del planeta, su papel queda restringido a «eliminar» las trabas políticas que puedan complicar la asimilación posterior del territorio. La innovación de este nuevo imperio ha consistido en sustituir las legiones de hierro por legiones económicas y tecnológicas de una eficacia aún mayor.
Esta potestas se manifiesta a través de sus principales herramientas estratégicas:
- El dólar como estandarte: desde el fin del patrón oro, el control de la moneda de reserva mundial le otorga una potestas financiera sin precedentes, la capacidad de financiar sus déficits y de sancionar a sus enemigos con una eficacia devastadora.
- El control de las rutas comerciales: no solo las marítimas (en las que China es cada vez más relevante), sino las digitales. Las grandes plataformas tecnológicas (Google, Meta, Amazon, Microsoft), nacidas y protegidas en su seno, controlan las autopistas de la información y el comercio por las que transita el mundo.
- Las instituciones como guarniciones: organismos como el FMI o el Banco Mundial actúan a menudo como las guarniciones del imperio, imponiendo una ortodoxia económica que beneficia al centro imperial a cambio de «ayuda» y estabilidad.
Sin embargo, la verdadera fuerza coercitiva se ejerce a través de mecanismos más profundos y estructurales que someten a los países a un dominio del que es casi imposible escapar:
- La potestas financiera: es la capacidad de desestabilizar una economía con un simple clic. La amenaza de una degradación de la calificación crediticia por parte de las agencias (ubicadas en su mayoría en el centro imperial) puede encarecer la deuda de un país hasta hacerlo quebrar. Los flujos de inversión, controlados por sus grandes fondos, actúan como el pulgar de un césar: pueden dar vida a una economía o condenarla a la asfixia.
- La potestas de la dependencia tecnológica: no se trata tanto de una «sanción tecnológica» directa, que como se ha visto en Europa puede ser contestada en el terreno legal. Es algo mucho más fundamental. Las grandes corporaciones del imperio no solo invierten; construyen los ecosistemas digitales (sistemas operativos, redes sociales, servicios en la nube, infraestructuras de comercio electrónico) de los que el resto del mundo se ha vuelto dependiente y cuyos datos son manejados desde el centro imperial. Salir de estos ecosistemas ya no es una opción viable sin arriesgarse al aislamiento y al colapso funcional. La soberanía digital es, en gran medida, una ilusión.
- La potestas sobre la soberanía local: se crea una dependencia que, aunque pueda parecer mutua, es profundamente asimétrica. Los gobiernos locales, para atraer y mantener las inversiones que garantizan el empleo y la prosperidad (y por tanto, su propia supervivencia política), se ven obligados a competir entre sí ofreciendo ventajas fiscales y regulatorias. En la práctica, subordinan su soberanía a las necesidades del capital transnacional, cuya lealtad última reside igualmente en el centro del imperio. El poder real no lo tiene el político que corta la cinta de una nueva fábrica, sino la entidad anónima que puede decidir, en cualquier momento, llevársela a otro lugar.
II. El Papado: la autoritas del relato universal
Pero la fuerza bruta, como ya sabían los faraones, no es suficiente. El poder, para ser estable, necesita legitimidad. Y aquí es donde el imperio ejerce su segundo rol, el del Papado: el monopolizador del relato universal.
El Vaticano exportaba un relato de salvación metafísica. La Nueva Roma exporta un relato de salvación terrenal, cuyo núcleo no son valores en sí reprochables —libre mercado, democracia liberal, derechos individuales—, sino la forma en que se los absolutiza y convierte en un evangelio incuestionable, útil para legitimar su propio poder:
- El libre mercado: presentado como el único sistema natural y eficiente para generar prosperidad.
- La democracia liberal: presentada como la única forma legítima de gobierno.
- Los derechos individuales: presentados como el valor supremo de la organización social, pero ignorando a los del colectivo.
Este relato es increíblemente poderoso. Otorga al imperio la autoridad moral para juzgar al resto del mundo, para «excomulgar» a las naciones que no siguen sus dogmas (los «estados canalla») —mientras tolera a los que les son útiles («nuestros "hijos de puta"»)— y para bendecir a sus propios misioneros: los CEOs de las grandes corporaciones actúan como los «obispos» de esta nueva fe, expandiendo el evangelio del mercado por todo el planeta.
Pero el rasgo más estremecedor de todos es la monopolización de ambos relatos: el de la potestas y el de la autoritas, un poder que no requiere permiso para dictar su moral, algo que, salvo la propia Inquisición, pocas instituciones han detentado.
III. La gran hipocresía: «mercado libre» para las provincias, proteccionismo para «Roma»
Y aquí llegamos al núcleo de la genialidad y la perversión del sistema. El dogma del «libre mercado» que el Papado imperial predica con fervor solo se aplica de verdad fuera de sus murallas.
En la Periferia (el resto del mundo), el «libre mercado» es un arma para «puentear» a los gobiernos locales. Se utiliza para forzar la apertura de sus economías, desmantelar sus protecciones y permitir que los «obispos» corporativos operen con ventaja sobre las empresas locales. Cualquier intento de un «monarca medieval» (un presidente o primer ministro europeo, asiático o latinoamericano) de proteger su industria o a sus trabajadores es inmediatamente condenado como un acto de herejía proteccionista.
En el Centro del Imperio (Estados Unidos), sin embargo, la realidad es la opuesta: las grandes corporaciones no serían nada sin el «marco seguro» que les proporciona su connivencia con el poder político. El gobierno estadounidense utiliza su potestas para darles ventajas competitivas, rescatarlas si caen, proteger su propiedad intelectual y usar su poder diplomático para abrirles mercados.
El «libre mercado» no es un principio; es una tecnología de poder imperial. Se impone a los demás para debilitar su soberanía, mientras que en casa se practica una estrecha alianza entre el poder político y el económico.
IV. Los reyes vasallos y la confusión de la resistencia
Esto coloca a los líderes de los países periféricos en la posición de los antiguos reyes medievales. Tienen autoridad política en su feudo, pero saben que su prosperidad económica —y, por tanto, su capacidad para mantenerse en el poder— depende de no enfadar al Emperador Papal y de dar la bienvenida a sus «obispos» corporativos.
Esta situación genera la confusión que puede observarse en lugares como España: la izquierda local, a menudo usando un mapa ideológico obsoleto, ataca a un campeón nacional como Mercadona, sin darse cuenta de que el verdadero poder hegemónico reside en una estructura transoceánica que opera bajo un relato que su propio modelo de crítica posmodernista, inconsciente y negligentemente, ha contribuido a fortalecer.
El mapa, por tanto, queda mucho más claro. No vivimos en un mundo de iguales, sino en un imperio invisible, gobernado por una entidad de dos cabezas —una potestas económica y la autoritas de un relato de libertad, conceptos cuya apariencia de positividad obstaculizan una respuesta efectiva—. Este imperio ha perfeccionado el arte de la dominación, sustituyendo la conquista por la convicción y la fuerza bruta por la seducción de un relato que nos convence de que somos libres en la jaula más sofisticada jamás construida.
En definitiva, este fenómeno geopolítico no se sostiene por un «dominio colectivo» explícito como los totalitarismos de antaño. Se sostiene porque ha logrado inocular una ideología de atomización individual a escala masiva. El filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han ha descrito en La sociedad del cansancio cómo la lógica neoliberal transforma la coerción externa en autoexigencia voluntaria: la forma más eficaz de gobernar un bosque no es poner un guardia en cada árbol, sino convencer a cada árbol de que su única misión en la vida es crecer más alto que el de al lado, sin importarle si el bosque entero se está secando.
El logro del dogma neoliberal es hacer creer que se compite por la luz, ignorando el suelo que alimenta las raíces de todos.