lunes, 1 de agosto de 2016

La burbuja original

lunes, 1 de agosto de 2016

¿Qué diferencia a los países del área mediterránea de otros países europeos? Se diría que la Historia ha dejado impresas en las sociedades ciertas características culturales que el tiempo, no solo no ha diluido, sino que continúan hoy en día definiendo su día a día. La cultura que más ha influido en nuestro bagaje es sin duda la greco-latina, siendo considerada como la base de lo que se conoce como cultura occidental o «civilización». El antiguo Imperio Romano llevó a su máxima expresión dicho ámbito cultural y filosófico, transcendiendo la cultura tribal y asimilando a diversos pueblos bajo una misma estructura política «neutra». O por lo menos es lo que intentó, ya que a lo largo de los siglos surgieron algunos problemas importantes que provocaron que no todos los pueblos y sociedades vieran de igual manera a Roma y lo que significaba, llegando hasta nuestros días dichas diferencias. Para bien o para mal, el área mediterránea es lo que el Antiguo Imperio Romano nos dejó. Sus aciertos y virtudes, pero también sus defectos, han moldeado de alguna manera los pueblos. Algunos bien directamente por imitación o otros por el contrario, como un ejemplo negativo del cual alejarse.

Dos tipos de sociedad

Algo de lo que descubres con la edad es que hay gente que no va a cambiar nunca. Te das cuenta que ciertos colectivos se aferran a determinados dogmas y creencias y no les importa ninguna otra evidencia: no cambian jamás. Es tan triste como cierto. De la misma manera puede ocurrir que sociedades enteras queden dominadas por tendencias históricas mayoritarias muy complicadas de cambiar más que por accidentes históricos, por lo que continúan empecinados en errores que en lugar de corregir, quedan así convertidos en sus «señas de identidad». Debido a esto, se configuran sociedades «orgullosas» de su ignorancia e incapaces de progresar. Una especie de conservadurismo radical, tan dogmático que equivale a religioso. Esta polarización se ve refrendada por un estudio reciente sobre la existencia de dos tipos de mente: una, que no busca más que aquellos ámbitos conocidos que le mantengan o le confieran un cierto estatus de autoridad. Otra, la que toma riesgos y se atreve a equivocarse, que no tiene miedo al error y que gracias a ello le lleva a descubrir nuevos caminos hacia mundos de conocimiento desconocidos. Estos dos tipos de mente surgen como resultado de desarrollarse en determinados entornos educativos, en función de las actitudes que promuevan. Las sociedades resultantes de la aplicación mayoritaria de estas actitudes pueden ser determinantes ya que en unas se promoverá el estancamiento para que las autoridades conserven su estatus, mientras que en otras no será tan importante la posición de autoridad individual sobre el colectivo de algunos de sus miembros, como el avance en el conocimiento y en la mejora general del mismo.

El problema de Roma

Pero ¿qué tiene que ver Roma en esto? ¿qué clase de caminos y accidentes históricos nos han llevado a la situación actual? Por supuesto esta pregunta requeriría un estudio mucho más profundo que el que en estas líneas y el que las escribe, es capaz de proporcionar. Pero nada nos impide plantear algunas posibles respuestas. Lo primero que conviene aclarar es que no se está hablando de superioridad de razas, ni de pueblos, ni de «naciones». No obstante, en la medida se configuran las sociedades alrededor de un marco político, simultáneamente se definen ciertos patrones culturales. Estos hábitos son los que pueden determinar el devenir de un pueblo, como no podía ser de otra manera. Es siglos después cuando puede evaluarse qué caminos se escogieron y su eficacia, evitando caer algún tipo de Falacia del Historiador por la que se re-interpreta el azar histórico como una predestinación fijada previamente por alguna «entidad superior».

Roma y el Imperio que acabó formando tenían un grave problema reconocido normalmente por los historiadores: apenas generó conocimiento o riqueza nueva. No obstante, lo que sí hizo a la perfección fue aprovechar el existente para emprender caminos inexplorados, aunque a la larga sería su perdición debido a su incapacidad para adaptarse a la nuevas condiciones que su expansión provocaría. La República de Roma y su aplicación de la Democracia Ateniense se impuso al resto de monarquías, seguramente por aprovechar mejor el conocimiento y el capital humano. En Roma las asambleas populares llevaban sus propuestas al Senado Romano y tenían carácter vinculante, toda la sociedad participaba del gobierno de la República. Nuevos pueblos eran anexionados y su conocimiento asimilado. Todo iba bien hasta que creció más rápido de lo que su sistema podía evolucionar. De una sociedad de agricultores y ganaderos autónomos, se pasó a un imperio esclavista en el que la supremacía se mantenía a base de una economía basada en la anexión de nuevos territorios, la esclavización de su mano de obra y la incautación de sus bienes, junto a una sociedad en la que la aristocracia y la clase política se dedicaba a especular y a proteger sus privilegios.

Accidentes históricos

La situación comenzó a convertirse en un circulo vicioso en el que no había dinero y la corrupta e incapaz clase política, preocupada fundamentalmente por sus privilegios, sometía a la población con cada vez más impuestos, por lo que estos acababan ahogados bajo las deudas (Lomas, Francisco J., pag. 207). La única o principal fuente de ingresos eran las nuevas conquistas y el tráfico de esclavos. Una burbuja en toda regla sin precedentes que nada más y nada menos abocó a todo el Imperio Romano a su desaparición en cuanto no fue posible aumentar los territorios. Antes de que esto ocurriera, algo cambiaría para siempre el curso de la Historia. El rechazo al poder político y su perdida de legitimidad, antaño indiscutible, era cada vez mayor. Tenía que acercarse a las necesidades de la población pero de una manera que permitiese mantener la jerarquía. Entre los ciudadanos de Roma se iba extendiendo como respuesta a las injusticias, una doctrina que predicaba conceptos como «perdona a nuestros deudores». Efectivamente se trata del Cristianismo. Todo parece indicar que para mantener su estatus, las jerarquías políticas decidieron, no sólo convertirse a la nueva religión, sino que la dotaron de estructura e instituciones para defenderla. Y así de esta manera surgió lo que a la postre sería la Iglesia Católica. Esto provocó que todo siguiera igual en cuanto a que se mantuvieron las principales instituciones de poder de Roma. Las mismas que hicieron que todo un Imperio, con sus magníficas Legiones, se estrellasen contra una economía basada en esclavizar a una población que dejó de otorgarles la legitimidad que un poder político ha de tener. No obstante, aunque no permitieron mantener la unidad política, mitigó la inexistencia de la protección del Estado que hasta ese momento había sido habitual en el continente europeo durante siglos. En los siguientes mil años, Europa continuó recordando la magnificencia de la Antigua Roma, buscando imitar su antiguo poder. Los señores feudales se convertían así en los «césares», «emperadores» o reyes de aquellos territorios en los que podía mantener cierto orden. Y continuar con sus errores en la mayoría de los casos.

La rebeldía como cambio de paradigma

El resultado de todo esto fue una sociedad medieval caracterizada por una Roma cuya autoridad influía en todas las monarquía europeas y un esquema de sociedad en las que si bien se almacenaba todo el conocimiento clásico de la cultura greco-latina, apenas se generaba nuevo —en resumen, una continuación del estancamiento de Roma—. En cada reino que surgía, las condiciones y capacidades económicas eran distintas, pero en todas ellas la autoridad jugaba un papel fundamental en cómo se gestionaban dichos recursos. La sociedad feudal surgida tras la Caída de Roma se basaba en la jerarquía, la mayor de las veces hereditaria, como fuente de toda autoridad y conocimiento. De nuevo, el abuso por parte del poder político-religioso fue haciéndose evidente ya que lo que en un principio era necesario para garantizar el orden, al cabo de las generaciones la desigualdad y la inexistente posibilidad de cambiar de clase social, fueron generando el descontento. Debido a la influencia que entonces existía entre las nuevas instituciones políticas dependientes de la religiosa que era Roma, cualquier disconformidad política equivalía a ser un hereje. A causa de esta circunstancia surgieron los movimientos protestantes como el luteranismo, el calvinismo o el anglicanismo, los cuales no eran necesariamente mejores que Roma. El caso paradigmático es el de Enrique VIII: su disconformidad principal con Roma se trataba de algo tan en principio banal como la necesidad de cambiar de esposa ya que la católica Catalina de Aragón no le satisfacía —tampoco es que lo tuviera muy claro ya que tuvo que probar con otras cinco—. El monarca inglés no obstante, podría haber dejado de obedecer a la Iglesia de Roma sin más, pero no fue así. En su lugar emuló a Roma hasta el punto de crear una nueva religión colocándose él mismo a la cabeza, fusionando todavía más la jerarquía religiosa con la política. Pero lo importante de la cuestión no tiene nada que ver con las escusas que luteranos, calvinistas o anglicanos tuvieran para discrepar de Roma, sino que esta circunstancia constituyó un accidente histórico que sentó un precedente de cambio de actitud frente a la autoridad, en la que esta pasó a ser susceptible de ser cuestionada. Esto fue lo que seguramente hizo cambiar la filosofía de sus instituciones y como consecuencia, de su sociedad.

El legado de Roma

Antes de que estos acontecimientos ocurrieran, en la Europa mediterránea hubo otro accidente histórico que cambió también de forma irrevocable la historia de todo el planeta: el descubrimiento de un nuevo continente. Era inevitable que bien por unos o por otros, el desarrollo de la navegación impulsado por necesidades comerciales —y militares— llevara a alguna «nación» a aventurarse a donde nadie había llegado antes —con capacidad para establecerse y formar colonias—. La colonización del continente Americano está llena de grandes controversias que ocasionan que se den visiones parciales e interesadas, pero brevemente, se puede decir que como Roma, tuvo una parte buena y otra mala. La buena es que llevó el mundo occidental que dejaba atrás el pasado tribal de la especie humana a aquellos territorios. La mala es que inconscientes de sus errores y más preocupados por engrandecer sus reinos, llevarían con ellos el mismo y único modelo imperialista que conocían. Nadie había intentado otra cosa. Para bien o para mal, el catolicismo de Roma ―que en aquel momento de la Historia representaba la civilización― llegó a aquellas tierras, trayendo como resultado que una buena parte de Europa vivió de nuevo bajo la creación de otro imperio que dejaba a los emprendedores sometidos a impuestos para financiar proyectos en esencia, la mayoría de ellos vacíos e inútiles que llevarían la ruina a sus territorios. Este fue otro de los motivos por el que el resto de Europa se rebeló contra la Roma Católica. También de nuevo, no fue lo modélico de sus actos lo que marcaría la diferencia. El Imperio Británico se movió por similares intereses egoístas, pero el cambio de modelo social y su cuestionamiento de la autoridad como fuente de conocimiento, les movió a buscarlo en otras partes. Así es como piratas y contrabandistas fueron reclutados pasando a formar parte de un nuevo paradigma de jerarquía basado en el mérito: la meritocracia. No fueron mejores, simplemente fue un accidente histórico el que marco el punto de inflexión.

Conclusión

Si los que tomaron las decisiones de rebelarse contra la autoridad papal de Roma hubieran tenido que pensar hacía adonde tenían que ir, no hubieran dado un paso. Unos hacían lo único que sabían hacer que les permitía continuar en el poder, y el resto se vieron forzados a tomar otros caminos inciertos que a pesar de no saber a donde llevaban, constituían la única manera de descubrir nuevas e inesperadas soluciones, que marcarían la diferencia. Cristóbal Colón no partió a descubrir un nuevo continente, sino a buscar otras rutas. Si no hubieran intentado hacer algo nuevo, aun sin conocer con certeza a donde llevaban, no se hubiera alcanzado una nueva costa. Sin embargo, la lección no fue aprendida. Paradójicamente, el Imperio Español puede que fuera el creador inconsciente del Británico, señalando una y otra vez qué caminos debía y no debía coger. Fueron una serie de circunstancias fortuitas y azarosas las que decidieron el camino. Pero ahora siglos después es posible evaluar los resultados y compararlos con otros estudios recientes sobre gestión de recursos y dinámica de grupos. Cabe preguntarse ¿es posible en España una economía que vaya más allá de las burbujas? ¿es posible que los dirigentes tomen caminos que faciliten la creación de algún tipo de industria propia distinta del modelo de «sol y playa»? ¿qué accidente histórico nos hace falta? ¿quien o qué, aunque no sea modélico, aunque no sea especialmente ejemplar, posibilite sin embargo dar el paso necesario hacía un mundo nuevo?