Mostrando entradas con la etiqueta sociología. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta sociología. Mostrar todas las entradas

lunes, 22 de septiembre de 2025

El laberinto de la izquierda derrotada

lunes, 22 de septiembre de 2025
Cómo usar la crítica al poder para ocultar la inoperancia
Mucho ruido pero poco acuerdo

Prólogo: ruido de sables sin filo

Vivimos en una era paradójica. Por un lado, una estructura de poder económico global, el capitalismo tardío, se erige triunfante y aparentemente incuestionable en su lógica. Por otro, nunca antes había existido una crítica tan omnipresente, tan aguda y tan extendida a sus efectos culturales, sociales y morales. Nuestras redes y debates hierven con la deconstrucción de sus injusticias, la denuncia de sus privilegios y el análisis de sus mecanismos de opresión.

Y, sin embargo, el trono permanece intacto. La crítica, por muy certera que sea, parece rebotar contra los muros del sistema sin hacer mella. La izquierda, heredera histórica de la aspiración a un mundo más justo, se encuentra en una situación extraña: es omnipresente en el discurso cultural, pero a menudo impotente en la arena política. Habla mucho, pero propone poco. Grita con furia para destruir, pero se oculta en el agujero cuando hay que construir.

Para entender esta parálisis, debemos retroceder al momento en que la izquierda perdió su mapa y, en su desorientación, decidió que era más seguro criticar las paredes del laberinto que buscar una salida.

I. El derrumbe del templo

El siglo XX fue, en esencia, una guerra de relatos. Dos grandes teologías seculares, el capitalismo liberal y el comunismo marxista, se enfrentaron por el alma del mundo. Ambas ofrecían una «teoría del todo»: una explicación de la historia, un diagnóstico de los problemas y, lo más importante, la promesa de una salvación futura, ya fuera el paraíso del consumidor o el del proletariado. Un «fin de la historia» que ha resultado ser el inicio de una distopía interminable.

Con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, uno de esos templos se derrumbó de forma espectacular. La izquierda se encontró de repente huérfana de su relato principal. Su mapa de la historia parecía obsoleto, su brújula moral, desmagnetizada, y su tierra prometida, desacreditada. Se produjo un vacío inmenso, una derrota no solo política, sino existencial ¿Cómo seguir luchando cuando la propia fe se ha desvanecido?

II. El refugio del filósofo

Es en este desierto ideológico donde el pensamiento de filósofos como Michel Foucault (El orden del discurso, 1970) se convirtió en un oasis. Su análisis del poder, de una lucidez premonitoria, ofreció a una izquierda derrotada un nuevo arsenal, no para construir una alternativa, sino para llevar a cabo la deconstrucción perfecta del vencedor.

El marco foucaultiano era un refugio ideal por varias razones. Primero, permitía deslegitimar el triunfo del capitalismo sin tener que enfrentarlo en el terreno de la eficacia económica. Según este nuevo paradigma filosófico, el capitalismo no habría ganado por ser «mejor», sino porque había impuesto su relato, su «régimen de verdad». La lucidez del ensayo de Foucault permitió analizar la victoria del capitalismo no como una demostración de su idoneidad, sino como el resultado de unas fuerzas que imponían su realidad. Hasta aquí las personas que hayan tenido la amabilidad de llegar leyendo podrían estar de acuerdo, sino fuera por el segundo motivo por el que el discurso foucaultiano fue utilizado: inmunizar a las ideologías vencidas de la necesidad de hacer autocrítica. No cabía admitir que habían fracasado por sus contradicciones internas o su inviabilidad, sino porque habían sido aplastadas en un juego de poder.

La crítica del poder se convirtió en un fin en sí misma. Era un lugar seguro, un púlpito desde el que se podía mantener una superioridad moral e intelectual sin la incómoda obligación de proponer un modelo funcional que pudiera ser, a su vez, criticado. Mucho menos sometido a la propia autocritica.

III. La no-victoria del relativismo

Esta filosofía, al popularizarse, degeneró en el ethos que define nuestra era: la atomización de la oposición. Si la verdad no es más que el relato del poder, entonces todos podemos reclamar «nuestra verdad» con la misma legitimidad —o ausencia de ella—. Si el relato de la victoriosa democracia liberal tras la caída del muro de Berlín, es usado para justificar una multiplicidad de relatos en pugna contra una «verdad» impuesta desde el «discurso único» del poder económico, la búsqueda de la verdad deja de tener valor y el acto supremo de rebelión ya no es unirse bajo una bandera común para cambiar el mundo, sino crear y defender la propia identidad, un combinado propio cuyo único parámetro objetivo de validez, es el del poder que hay detrás para difundirlo.

De la «deconstrucción del poder» se pasó a la «guerrilla por la justicia social», fragmentada en una infinita «guerra de bandos» identitarios, algunos contradictorios entre sí —como el del feminismo hegemónico, que olvida minorías que no entran en el espectro occidental que a su vez, critican—. La energía que antes se dirigía a construir un proyecto colectivo se redirigió hacia la defensa de micro-relatos tribales y a la purga de la herejía interna. La izquierda se convirtió en un bullir de burbujas ideológicas, cada una convencida de su pureza moral y a menudo más beligerante con sus vecinas que con el fuego que las hacía hervir.

Y para las élites económicas del mundo neoliberal, no hay espectáculo más tranquilizador. Un poder hegemónico no tiene nada que temer de una oposición narcisista, fragmentada y más preocupada por vigilar sus propias fronteras ideológicas que por construir puentes para asaltar la fortaleza.

Epílogo: la tarea de la reconstrucción

La tragedia de la izquierda vencida no es su derrota, sino su enamoramiento del laberinto al que esa derrota la condujo. Al abrazar la crítica como un refugio y el relativismo como un dogma, ha renunciado a su vocación histórica: la de ser una fuerza de construcción.

El desafío de nuestra generación es inmenso. Requiere abandonar el confort cínico de la deconstrucción y atreverse a hacer la pregunta más difícil: «¿Qué construimos ahora?». Exige dejar de preparar cada uno su propio combinado, para empezar a compartir ingredientes y recetas.

La única forma de desafiar a un relato hegemónico no es con un millón de réplicas individuales que chillan desde su propio balcón, sino con la articulación de un nuevo relato común. Un relato que no sea un dogma cerrado, sino un marco funcional, abierto, autocrítico y anclado en las necesidades materiales y biológicas del ser humano. El primer paso para salir del laberinto no es analizar sus muros con más detalle. Es empezar a dibujar, juntos, un mapa hacia el exterior.


lunes, 15 de septiembre de 2025

La sombra del Faraón

lunes, 15 de septiembre de 2025

De los dioses del Nilo a los ídolos del mercado

Prólogo: la jaula invisible

Creemos vivir en una era de una libertad sin precedentes. Hemos derribado a los tiranos, decapitado a los reyes y encerrado a los dioses en los museos de la historia. Ya no nos arrodillamos ante el Faraón, cuya voluntad era ley porque su sangre era divina. Nos consideramos individuos soberanos, dueños de nuestro destino, en un mundo regido por la razón y los derechos.

Y, sin embargo, una inquietud nos recorre. Sentimos el peso de fuerzas que no controlamos, de decisiones tomadas en lugares que no podemos señalar en un mapa. Obedecemos a lógicas que nos empujan a competir, a consumir y a definir nuestro valor en términos de éxito material, como si siguiéramos un catecismo no escrito. Nos sentimos libres, pero a menudo nos descubrimos caminando por pasillos invisibles, tomando decisiones que no sentimos del todo nuestras.

¿Es posible que no hayamos escapado de la tiranía, sino que simplemente hayamos cambiado de tirano? ¿Es posible que la naturaleza del poder no haya cambiado, sino que tan solo haya perfeccionado su disfraz? Para entender la jaula invisible del presente, debemos primero recordar que las cadenas del pasado eran tiránicas, pero no escondían su naturaleza explícita.

I. El poder desnudo: el Faraón y su dios

En el mundo antiguo, el poder era visible, tangible y explícito en su arbitrariedad. El Faraón de Egipto es el arquetipo perfecto. Su capacidad para imponerse, su potestas, era absoluta: comandaba los ejércitos, construía pirámides y su palabra era ley de vida o muerte. Nadie lo dudaba. Pero su poder no se sostenía únicamente en la fuerza de sus lanzas.

Se sostenía en una justificación, en un relato que todo el mundo entendía: él era un dios en la Tierra. Su poder coercitivo y su legitimidad moral eran una y la misma cosa, fusionadas en su cuerpo divino. El pacto era claro: el pueblo ofrecía su obediencia total y, a cambio, el Faraón garantizaba el orden del cosmos, la crecida del Nilo y la protección contra el caos. Era una tiranía, sí, pero una en la que el responsable era visible y se sometía a sus propias creencias al asumir un papel, creyera en él o no. La jerarquía era un reflejo del orden divino, y el poder se ejercía desde la cima de una pirámide que todos podían ver.

Durante milenios, con diferentes variaciones, este fue el modelo. Reyes, emperadores y césares basaban su derecho a gobernar en una conexión privilegiada con lo sagrado. Su poder era arbitrario, sí, pero su justificación, el relato que les daba autoridad, también lo era, y nadie pretendía lo contrario.

II. La nueva magia: la aparición de los ídolos invisibles

Entonces llegó la Ilustración. Una formidable rebelión de la mente humana que se atrevió a decir «no». No al derecho divino de los reyes. No al dogma incuestionable de la Iglesia. Armados con la razón, los pensadores ilustrados declararon que la legitimidad del poder ya no podía venir de un Dios metafísico, sino del consentimiento de los gobernados.

Para derribar a los viejos dioses, crearon un nuevo panteón de entidades etéreas: la Libertad, la Igualdad, los Derechos del Hombre. Eran ideas poderosas, herramientas revolucionarias que demolieron el viejo orden. Pero toda revolución corre el riesgo de ser instrumentalizada. Mientras la potestas política de los reyes se desmoronaba, una nueva potestas, mucho más silenciosa y difusa, estaba acumulando una fuerza sin precedentes: el poder azaroso de la economía.

La Revolución Industrial y el auge del capitalismo no crearon una élite basada en la sangre o en la teología, sino en el capital. Esta nueva clase de poder, la burguesía, se encontró con un problema: no tenía dioses ni linajes para justificar su dominio. ¿Cómo podía una élite, cuyo poder era tan arbitrario como el de cualquier faraón —basado en la fortuna, la herencia y la explotación—, legitimarse en una era que supuestamente adoraba la Razón y la Igualdad?

No se trata de una cadena causal única, sino de corrientes históricas que, al confluir, han dado forma a un mismo imaginario de poder, llegando a una de las maniobras ideológicas más brillantes de la historia. Decidieron no inventar un nuevo dios visible, sino aprovechar que los ideales de la Ilustración coexistían con los antiguos dioses en ese mismo mundo ideal platónico, para apropiarse de ellos. Para ello, les vaciaron de su contenido original y los rellenaron con un nuevo evangelio secular.

III. El nuevo templo: cómo el mercado se convirtió en iglesia

El terreno para este nuevo evangelio ya había sido arado y sembrado un siglo antes, con la escisión de la Iglesia Católica. La Reforma Protestante, en su rebelión contra la autoritas de Roma, no solo fracturó la cristiandad; reconfiguró el alma de Occidente y le dio al capitalismo su teología. 

En el relato luterano y, sobre todo, calvinista, la relación con Dios se volvió personal, y la prueba de la fe se trasladó del monasterio al mundo. El trabajo dejó de ser una simple necesidad para convertirse en una vocación sagrada. El esfuerzo no era solo algo noble; era una forma de oración, un sacrificio terrenal para ganar el cielo. El éxito económico, la prosperidad material, dejó de ser sospechoso de avaricia para convertirse en la recompensa visible de la gracia divina, una señal de que uno pertenecía al grupo de los elegidos. Como ya intuyeron Weber o Russell, la confluencia de Reforma, capitalismo y misión imperial anglosajona acabaría dando al poder económico una legitimidad de apariencia casi sagrada.

Esta fue la mutación decisiva. Se creó un relato que sacralizaba las mismas virtudes que la nueva potestas económica necesitaba: la disciplina, la acumulación y la autoexigencia. Ya no se necesitaba a la Iglesia para obtener el perdón; el éxito en el mercado era la nueva absolución. Así nació el relato que aún hoy gobierna nuestras vidas. Es una teología secular que ha convertido los conceptos liberadores de la Ilustración en los mandamientos de una nueva religión:

  • La Libertad dejó de ser la libertad política de participar en el gobierno y se convirtió en la libertad de mercado: la libertad de comprar, vender y competir.
  • La Felicidad Individual dejó de ser un complejo estado filosófico y se transformó en la capacidad de consumo. Eres más feliz cuantos más bienes y experiencias puedas adquirir.
  • El Éxito, antes un concepto ligado a la virtud o al honor, se redefinió como éxito económico. Tu valor como ser humano se mide por tu cuenta bancaria y tu posición en la jerarquía corporativa.

Este nuevo poder hizo algo que el Faraón nunca pudo. Se presentó a sí mismo no como un poder, sino como la ausencia de él. Se describió como un orden natural, espontáneo, la «mano invisible» del mercado que, como la gravedad, simplemente es. Y, por tanto, oponerse a él no es un acto de rebelión política, sino una locura, un intento de negar la propia realidad.

Los nuevos faraones no portan coronas; dirigen fondos de inversión. Los nuevos sumos sacerdotes no leen las entrañas de los animales; leen los índices bursátiles. Y la prueba de su divinidad, de su «mérito», es su propia e inmensa riqueza, presentada como la justa recompensa a su esfuerzo y talento en un sistema supuestamente abierto a todos.

Epílogo: vivir bajo una sombra invisible

Hemos cerrado el círculo. Hemos vuelto a una fusión total del poder y su justificación. La potestas es el control casi absoluto del capital global. La autoridad es el relato cultural que nos convence de que este orden es justo, natural y el único posible.

La arbitrariedad del Faraón era la de un humano. La arbitrariedad del nuevo poder es la del azar de un mercado que reparte fortunas y miserias con la misma indiferencia de un dios antiguo. Creemos que hemos escapado de la pirámide, pero solo hemos hecho sus muros invisibles.

La sombra del Faraón es larga, y se proyecta sobre nosotros. Pero hay una diferencia fundamental. El poder del Faraón se basaba en la creencia en una entidad metafísica que hoy resulta absurda. Sin embargo, nuestra capacidad de creencia continúa en marcha, lo que nos hace igualmente manipulables a la desinformación, a los bulos y a los fanatismos ideológicos que se presentan como autoconclusivos, contenedores de una verdad total, sin ambages ni resquicios.

El poder actual ya no busca las miradas, aunque usa a aquellos que las desean como instrumentos para lograr sus fines. El poder actual se disfraza de merito laboral para legitimar sus nuevas dinastías. Sin embargo, afortunadamente, se basa en una complejidad que podemos empezar a desentrañar. 

El primer acto de rebelión en esta era no es tomar un castillo, sino hacer lo que estamos haciendo ahora: nombrar a los nuevos ídolos, analizar su teología y comprender la arquitectura de nuestra jaula invisible. Porque la libertad no se alcanza por no ver los barrotes que te encierran, sino cuando los dejas claramente a tu espalda.


miércoles, 6 de marzo de 2019

Tiempos pasados

miércoles, 6 de marzo de 2019

¿Se vivía mejor antes? Hay un dicho popular que parece expresar la nostalgia que algunas personas tienen de su niñez, de tiempos en los que sencillamente eran más jóvenes y disfrutaban la vida de otra manera. Tiempos en los que sienten que se vivía más intensamente, en los que las justificaciones eran más comprensibles. Sin embargo, los avances posteriores en tecnología, en medicina y otros ámbitos, se comienzan a disfrutar y nadie desea renunciar a ellos.
En el siglo XIX había más tiempo para hablar, para pasear, para las relaciones humanas. [..] uno echa de menos lo bueno que se va perdiendo.
En algún lugar de nuestro interior sentimos que se podría haber hecho mejor. Notamos que se han sacrificado algunas cosas que han sido sustituidas por otras, puede que mejores, puede que más prácticas, pero ¿en qué aspectos? ¿para quién? ¿quién las disfruta? ¿quién lo ha decidido? ¿a quién beneficia? Algunas de ellas puede que no hiciera ninguna falta ser cambiadas. El mundo actual es el resultado de un fluir de acontecimientos que se suceden, unos tras otros como las piezas de dominó que van cayendo de manera inexorable, rendidos ante las leyes de la realidad que se nos aboca. O más bien como esa mariposa que aletea sus alas y produce una cascada de acontecimientos imprevisibles en otra parte del planeta. Aunque siempre hay quien que bate sus alas más rápido o que las tiene más grandes, claro.

Progresa adecuadamente

El progreso entendido como un cambio debido al devenir de los acontecimientos, es inevitable. Aunque normalmente se le otorgan connotaciones positivas, realmente no lleva implícito hacia donde se dirige. Es decir, las cosas simplemente cambian hacia algún lado obligadas por las leyes de la física y la termodinámica. Si nadie hace nada, todo acaba desordenado, sucio o descompuesto, tarde o temprano. El único límite a este proceso sería nuestra firme voluntad de mantener todo en orden. Otra forma de verlo es si se compara con una bola de nieve que aumenta su tamaño a medida que cae por la pendiente. Es más grande, gira más rápido, pero ¿es mejor? El final de la bola de nieve va a ser siempre el mismo, o peor cuanto más grande se haga.
«la edad dorada de nuestro periplo evolutivo coincide con la aparición del hombre de Cromagnon, que somos nosotros, pero en estado de cazadores salvajes y libres [..] vivían en total armonía con la naturaleza, como cualquier otra especie animal. Pero lo más fascinante de ellos es que no eran animales, sino seres humanos con una mente prodigiosa [..] hacer poesías maravillosas, contar cuentos bellísimos y componer músicas y canciones llenas de ritmo y sentimientos. El hombre de Cromagnon protagonizó una explosión de arte y creatividad que ha quedado plasmada, por ejemplo, en la cueva de Altamira. En una ocasión, Picasso dijo que el trabajo artístico de Altamira jamás ha sido superado. Yo comparto su opinión. Los cromañones, en definitiva, me apasionan porque habitaron el lugar que biológicamente nos corresponde y, al mismo tiempo, fueron capaces de producir mundos de ficción»
Juan Luis Arsuaga
El progreso es el cambio inevitable que el tiempo produce sobre las cosas. Nos hacemos viejos de manera inevitable, pero lo importante no es este «progreso», sino lo que aprendemos en el tiempo en el que nos ocurre. Hacerse sabio, aspecto que tristemente cada vez coincide menos con el de vejez. En la antigüedad eran los ancianos los que con su experiencia acumulada servían esa imprescindible ayuda que en algún momento todos necesitamos. Hoy en día el «progreso» nos ha traído a Google, una herramienta de incalculable valor para ciertas tareas, pero no tanto como para adquirir sabiduría si no se usa como debe, algo que sólo una persona cuya experiencia la ha adquirido fuera de este recurso, la posee.

¿Qué ocurre pues con los avances? ¿Qué se aprende de ellos? Al parecer poco. Por ejemplo, en occidente siguen vigentes ciertos vicios que desde tiempos de Roma continúan. A pesar de que todo el mundo conoce cómo acabo el antiguo Imperio Romano, nadie desea recordar otra cosa que no sean sus tiempos de esplendor ignorando lo que les llevó a su caída y a sumir a Europa en siglos de oscuridad. Hoy en día los pocos países «productores» —en el sentido de tener una industria innovadora y a la vanguardia— son en su mayoría precisamente los alejados de la cultura del antiguo imperio del Mediterráneo: EEUU en América y Alemania en Europa, por ejemplo. Sin embargo, aunque estos países son actualmente poderosos en términos económicos o militares, no lo son en cuando a desarrollo humano. Tampoco los países del Mediterráneo, en este punto serían los países nórdicos los líderes.

Es decir, el progreso tecnológico no tiene por qué coincidir en un primer momento con un desarrollo social, menos todavía en cuanto a ética o lo que quiera pueda definirse como «valores humanos». El poder, independientemente de cómo sea logrado este, va a llevar a las personas a un estado para el cual se carece de mecanismos naturales de autocontrol, por lo que la probabilidad de que dicho poder sea usado para aumentar su dominio pasando por encima del mismo derecho del resto, es elevada. El resultado es que los avances tecnológicos generan un desarrollo descontrolado que no es asimilado por la sociedad de una manera adecuada a nuestra condición humana. De hecho, el Siglo XX es simultáneamente la época que mayores avances nos han brindado y la de mayor prosperidad que ha conocido nuestra especie, junto con las más sangrientas guerras en las que han sido aniquiladas la mayor cantidad de población civil inocente de la Historia.

¿Realmente estamos aprendiendo algo? ¿Para esto es lo que sirven los avances? Unas mejoras en medicina cuyos logros prolongando la vida desembocan en que la gente la desperdicie con problemas de obesidad y lo que ello conlleva: diabetes y cardiopatías. Unos avances en comunicaciones que logran volvernos antisociales, dogmáticos, paranoicos, sectarios, ignorantes y manipulables. Unas mejoras en el acceso a la información que sin embargo no evitan que la gente sea tan torpe y estúpida como para no distinguir una noticia falsa de otra real. Descubrimientos en el tratamiento del cáncer que ayudan a tratar los casos de esta enfermedad causados en una gran parte por consumo de tabaco, vida sedentaria, alimentación inadecuada y malos hábitos en general consecuencia en definitiva por el modo de vida «moderno». Con el agravante de que estos vicios son incentivados por un sistema consumista que los promueve hasta su máxima explotación. Adonde nos lleva toda esta situación en definitiva, es que los avances tecnológicos, científicos, médicos, etc, simplemente «parchean» los mismos problemas que el propio progreso provoca, disimulando los efectos que el aumento de la estupidez lleva consigo. Mientras tanto, los intentos por señalar los problemas son reducidos en un «a favor o en contra» simplista que obligan a posicionarse de manera rígida, dificultando una salida de la situación.
«Existe un culto a la ignorancia en los Estados Unidos, y siempre ha existido. El empuje del anti-intelectualismo ha sido un constante debate que serpentea a través de nuestra vida política y cultural, alimentada por la falsa noción de que la democracia significa que "mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento"»
Gracias al método científico los progresos en este ámbito son acumulativos, es decir, que nunca se retrocede. Pero en el ámbito educativo, ético o moral, todas las referencias que hasta ahora servían de guía han dejado de tener efecto. La carencia de una brújula ética o de una regla moral básica provocan que la especie humana vaya dando tumbos abandonándose a cualquier vicio o adicción, sin que nadie sepa establecer límites sin ser tachado de «moralista» —e incluso fascista en ocasiones—. En España en concreto se ha llegado a un punto en el que mostrar una postura sólida y rigurosa en sus argumentos se confunde con el intento de «imponer» la misma. Un relativismo abrumador y desorientador característico de la mayoría de los políticos.
«el progreso ha llegado para quedarse, pero al mismo tiempo estamos viviendo una etapa de confusión, de miedos, de prejuicios, de estereotipos, de juicio rápido, de desinformación y de ignorancia»
Finalmente, la evidencia se muestra tan aplastante que no existe más remedio que comenzar a tomar soluciones a problemas ocasionados por llevar el progreso demasiado lejos, demasiado rápido, sin meditar, sin asimilar, movidos por el ansia de beneficio fácil, sin importar a qué o a quién perjudique. El ejemplo más claro y de actualidad comenzó con la dependencia de los combustibles fósiles, alargada de manera artificiosa por los intereses derivados de una economía basada en el consumo de petróleo. A nadie le importaba hacia donde llevaba esta situación a pesar del grave incremento de la polución en centros urbanos, ni a pesar del descubrimiento posterior de la aportación al efecto invernadero, ni tampoco por el apoyo a dictaduras de medio oriente por parte de gobiernos y corporaciones occidentales. Así mismo, tampoco se daba apenas un paso en investigar otros tipos de locomoción hasta que ha tenido que venir alguien como Elon Musk y desarrollar un vehículo eléctrico, no porque fuera rentable entonces —sólo lo ha logrado Tesla para modelos de alta gama— sino porque era necesario que alguien lo hiciese. No ha sido la ciencia la que ha traído la solución, sino la voluntad de algunos emprendedores.

Pero lo peor es que el actual desarrollo del automóvil eléctrico no puede presentarse como una solución a los problemas ocasionados por los combustibles fósiles, ya que a corto plazo no es posible dotar a un porcentaje significativo del parque automovilístico de estaciones de suministro, ni mucho menos de abastecer a estas de la energía necesaria para su utilización; salvo que de nuevo se recurra a centrales clásicas de carbón o gas, con lo que el problema se agravaría. La situación es de tal gravedad que se comienza a plantear el regreso a la energía nuclear como la única solución viable antes de que sea irreversible el daño. Mientras tanto asistimos al absurdo del anuncio de Alemania de dejar la energía nuclear en el 2022, a pesar de los problemas energéticos que supone para el país y ecológicos en general, al volver a los recursos clásicos contaminantes de gas o carbón, empujados por la presión de las movilizaciones que ignoran el problema de fondo. La escusa fue el desastre de Fukushima en Japón, un accidente climatológico que evidenció las obsoletas instalaciones, no el recurso energético en sí como problema. Por ello, en dicho país asiático no solo no renuncian a este, sino que aumentará la dependencia de las nucleares. Mientras tanto, todavía esperamos al mítico reactor de fusión que lleva décadas viniendo, pero no acaba de llegar.
«hasta que estuvo en la mano del hombre la posibilidad de destruir la vida entera del planeta, los argumentos anti-progresistas [..] carecían de fundamento serio y parecían no más que los usuales presagios agoreros que han acompañado siempre al progreso de la humanidad [..] Hasta hace poco, insistimos, la dimensión moral y artística del progreso podía, sí, ponerse en tela de juicio, puesto que en ese terreno los ciclos de esplendor y decadencia, de puritanismo e inmoralidad, parecen sucederse alternativamente, sin presentar una continuidad progresiva. En cambio, la índole acumulativa y progresiva del lado científico y técnico parecía indiscutible. Sin embargo, justo en el momento de su máximo progreso ocurre que esta cultura científica, aparentemente todopoderosa continúa siendo manejada por un ser humano moralmente frágil, sujeto a regresiones y anomalías afectivas que lo pueden poner en el trance de hacer un uso irracional de la fuerza aniquiladora que su «neocortex» es capaz de desatar. Ahora bien, si esto ocurre, se provocaría el colapso de toda la civilización y, con él, la regresión inexorable de los supervivientes a niveles mentales tan rudimentarios como los de los primitivos»
José Luis Pinillos, La Mente Humana (1969), pág. 42.
El inevitable y acumulativo progreso nos ha traido unos dispositivos móviles tanto más potentes como más fáciles de usar, pero la capacidad de las personas que los manejan es la misma de siempre. Aunque las técnicas de mercadotecnia nos intenten hacer creer que somos mejores por llevar tal o cual marca o modelo, la realidad es otra. A nadie parece importarle de dónde se obtienen los recursos para su fabricación, cómo se sostiene la infraestructura de comunicaciones necesaria o qué, quién y para qué se manejan sin nuestro conocimiento todos los datos que obtienen de nosotros. La humanidad se parece cada vez más a esa bola de nieve, más y más grande, que gira alocadamente cada vez más rápido.

martes, 19 de septiembre de 2017

Carencia de innovación

martes, 19 de septiembre de 2017
¿En qué aspectos hemos evolucionado socialmente? ¿qué desarrollos significativos científicos, educativos o de cualquier otro ámbito se han sucedido? Burbujas tecnológicas, inmobiliarias, crisis, mediocridad social, política, educativa, etc. El cambio más significativo se ha dado alrededor de las comunicaciones, que es poco más que el uso de tecnología existente hace décadas para crear un enorme mercado que mantiene sumida a la población absorta frente a las pantallas de sus dispositivos, mientras varios monopolios recopilan datos que usaran de nuevo para «fidelizar» todavía más al usuario. No existen grandes proyectos de estado, la época de la construcción de canales o transbordadores espaciales ha pasado al olvido y todo se ha de mover a base de proyectos de crowd-funding.

Aunque se comienza a ser consciente del problema y parece que surgen iniciativas empresariales, económicas y políticas para mejorar la situación, conviene no olvidar cuáles son las amenazas que continúan vigentes. El siguiente es un artículo publicado a finales del año 2011 del escritor de ciencia-ficción Neal Stephenson. En él, trata acerca del progresivo deterioro científico e innovador que la sociedad en la que vivimos viene sufriendo y del relevante papel que desempeña el mundo actual permanentemente conectado, al generar una ilusión de certeza que resulta perjudicial para tomar riesgos y buscar nuevas metas. Sirva con este propósito el siguiente texto del citado autor, traducido por el que escribe las líneas de esta pequeña introducción.

Carencia de innovación (Innovation Starvation)

Por Neal Stephenson (acceso al artículo original )


Representación de un simbólico «árbol de de las ideas» yermo
[Imagen: Marshall Hopkins]

Mi vida abarca la época en la que Estados Unidos de América fue capaz de lanzar seres humanos al espacio. Algunos de mis recuerdos más tempranos son los de estar sobre una alfombra de rizo ante una enorme televisión en blanco y negro, viendo las primeras imágenes de la misión Géminis. Este verano, a la edad de 51 años —apenas puede decirse viejo— observé en una pantalla plana el momento en el que el último transbordador espacial despegaba de la plataforma. He seguido el decrecimiento del programa espacial con tristeza, incluso amargura. ¿Dónde está mi estación espacial en forma de donut? ¿Dónde está mi billete para Marte? Durante todo este tiempo he mantenido ocultas mis impresiones, hasta hace poco. La exploración espacial siempre ha tenido sus detractores. Quejarse de su fallecimiento es exponerse a los ataques de aquellos que no se identifican con un hombre blanco burgués de mediana edad estadounidense, que no ha visto sus fantasías de infancia cumplidas.

Sin embargo, me preocupa que la incapacidad de igualar los logros del programa espacial de los años 60 pudiera ser síntoma de un fracaso general de nuestra sociedad para la realización de grandes logros. Mis padres y abuelos fueron testigos de la creación del avión, el automóvil, la energía nuclear y la computadora, por nombrar sólo algunos ejemplos. Los científicos e ingenieros que llegaron a la mayoría de edad durante la primera mitad del siglo XX, podían esperar del futuro la construcción de soluciones que resolverían viejos problemas como reformar el paisaje, apuntalar la economía y proporcionar puestos de trabajo para la burguesa clase media, que fueron la base de la estable democracia que tenemos.

El derrame de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon de 2010 cristalizó mi sensación de que hemos perdido la capacidad de hacer cosas de gran envergadura. La crisis petrolera de la OPEP fue en 1973, hace casi 40 años. Entonces ya era una obvia locura permitir que Estados Unidos se convirtiera en rehén económico de cierta clase de países como las de aquellos donde se producía petróleo. Esto llevó a la propuesta de Jimmy Carter del desarrollo de una enorme industria de combustibles sintéticos en suelo americano. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre los méritos de la presidencia Carter o de esta propuesta en particular, fue al menos un esfuerzo serio para abordar el problema.

Poco se ha escuchado sobre el tema desde entonces. Se ha estado hablando de parques eólicos, energía de las mareas y energía solar durante décadas. Se han hecho algunos progresos en esos ámbitos, pero la energía se sigue basando en el petróleo. En mi ciudad, Seattle, un proyecto planeado hace 35 años sobre la ejecución de una línea de tren ligero a través del lago Washington, está siendo bloqueado por una iniciativa ciudadana. Frustrada o interminablemente retrasada en sus esfuerzos por construir, la ciudad avanza a duras penas con un proyecto para pintar carriles para bicicletas en el pavimento de las calles.

A principios de 2011 participé en una conferencia llamada Future Tense, en la cual lamenté el declive del programa espacial tripulado, aunque la conversación acabo pivotando hacia la energía, lo que indica que el verdadero problema no son los cohetes. Es esta —la energía— nuestra gran y amplia incapacidad como sociedad para llevar a cabo grandes proyectos. De una manera totalmente fortuita, había tocado un punto sensible. La audiencia de Future Tense estaba más segura que yo de que la ciencia-ficción [CF] tenía relevancia —incluso utilidad— para abordar el problema. Escuché dos teorías sobre por qué:
  1. La Teoría de la Inspiración. La CF inspira en la gente la elección de carreras relacionadas con ciencia y tecnología. Esto es indudablemente cierto, ademas de obvio.
  2. La Teoría de los Jeroglíficos. La buena CF proporciona una imagen plausible, totalmente elaborada de una realidad alterna en la cual se ha producido algún tipo de innovación significativa. Un buen universo de CF tiene una coherencia y una lógica interna que los científicos e ingenieros pueden valorar. Los ejemplos incluyen los robots de Isaac Asimov, los cohetes de Robert Heinlein y el ciberespacio de William Gibson. Como dice Jim Karkanias de Microsoft Research, tales iconos sirven como jeroglíficos: símbolos simples y reconocibles en cuya significación todos están de acuerdo.
Investigadores e ingenieros se han visto a si mismos concentrándose en temas cada vez más y más específicos a medida que la ciencia y la tecnología se hacía más complicada. Las grandes compañías o laboratorios tecnológicos emplean cientos o miles de personas para que cada una de ellas se dedique a manejar tan sólo una ínfima parte del proyecto general. La comunicación entre ellos puede llegar a convertirse en un maremágnum de correos electrónicos y powerpoints. La afición que muchas de estas personas tienen por la CF es en parte síntoma de la necesidad de encontrar un marco común que les facilite a ellos y a sus colegas, una visión general. Pretender coordinar todos estos esfuerzos a través del clásico sistema basado en la autoridad y control, es casi como intentar dirigir toda una economía moderna desde el Kremlin. Conseguir trabajar sin trabas de manera independiente pero enfocados hacia metas comunes es en gran medida mucho más parecido a un mercado libre y auto-organizado de ideas.

EXPANDIENDO LAS ÉPOCAS

La CF ha cambiado a lo largo de todo este tiempo —desde los 50 (la era del desarrollo de la energía nuclear, aviones a reacción, la carrera espacial y la computadora) hasta ahora—. En líneas generales, el tecno-optimismo de la Edad de Oro de la CF ha dado paso a una ficción escrita en un tono generalmente más oscuro, más escéptico y ambiguo. Yo mismo he tendido a escribir mucho sobre arquetipos de hackers tramposos que explotan las capacidades ocultas de sistemas sofisticados, ideados por otros igualmente sin rostro.

Creyendo haber alcanzado el máximo progreso en cuanto a tecnología, buscamos llamar la atención sobre sus efectos secundarios destructivos. Algo que resulta absurdo si te tiene en cuenta que estamos todavía atados a tecnologías vetustas de 1960 como la de los destartalados reactores de Fukushima, en Japón, teniendo en el horizonte la posibilidad de la energía limpia de la fusión nuclear. El desarrollo de nuevas tecnologías y su implementación a escalas heroicas ya no es una preocupación infantil de unos cuantos empollones con reglas de cálculo, sino un imperativo. Es la única manera de que la raza humana escape de sus aprietos actuales. Lástima que hayamos olvidado cómo hacerlo.

«¡Ustedes son los que han bajado el ritmo!», proclama Michael Crow, presidente de la Universidad Estatal de Arizona (y otro de los oradores de Future Tense). Se refiere, por supuesto, a los escritores de CF. Científicos e ingenieros, parece estar diciendo, están preparados y buscando nuevas cosas para desarrollar. Es hora de que los escritores de CF comiencen a mostrar su valía creando grandes visiones que aporten un sentido. De ahí el Proyecto Jeroglífico, una iniciativa para crear una nueva antología de CF que de alguna manera pueda convertirse en una vuelta consciente al tecno-optimismo práctico de la Edad de Oro.

CIVILIZACIONES DEL ESPACIO

China es frecuentemente citada como un país involucrado en grandes proyectos, y no hay duda de que están construyendo presas, sistemas ferroviarios de alta velocidad y cohetes a un ritmo extraordinario. Pero no son fundamentalmente innovadores. Su programa espacial, al igual que todos los demás países (incluido el nuestro), es sólo una imitación del realizado hace 50 años por los soviéticos y los estadounidenses. Un programa realmente innovador implicaría asumir riesgos (y aceptar fracasos) para ser pionero en algunas de las tecnologías de lanzamiento espacial alternativas que han sido promovidas por investigadores de todo el mundo durante las décadas dominadas por los cohetes.

Imagínense una fábrica de pequeños vehículos de producción en masa, no más grandes y complejos que un refrigerador, surgidos de una cadena de montaje, con toda su apretada carga al máximo y hasta los topes de hidrógeno líquido no contaminante como combustible, para ser posteriormente expuestos a un intenso calor concentrado proveniente de una batería terrestre de láseres o antenas de microondas. Calentados a temperaturas más allá de lo que una reacción química puede lograr, el hidrógeno emerge de una boquilla en la base del dispositivo y los lanza disparados por la atmósfera. Con el vuelo trazado por los láseres o microondas, el vehículo se eleva en órbita, llevando una carga útil más grande en relación a su tamaño de lo que un cohete químico podría manejar, pero manteniendo contenidas la complejidad, los gastos y el esfuerzo necesarios. Durante décadas, esta ha sido la visión de investigadores como los físicos Jordin Kare y Kevin Parkin. Una idea similar, utilizando un pulso de láser desde tierra dirigido a la parte trasera de un vehículo espacial como detonante del combustible, era sugerida por Arthur Kantrowitz, Freeman Dyson y otros eminentes físicos a principios de los años sesenta.

Si suena demasiado complicado, entonces considérese la propuesta de 2003 de Geoff Landis y Vincent Denis sobre construir una torre de 20 kilómetros de altura usando simples vigas de acero. Los cohetes convencionales lanzados desde su cima podrían transportar el doble de carga útil que lanzados desde el suelo. Incluso abundan las investigaciones, que datan desde Konstantin Tsiolkovsky, el padre de la astronáutica a partir de finales del siglo XIX, para demostrar que una simple cuerda —de gran longitud con el extremo puesto en órbita alrededor de la Tierra— podría ser utilizada para extraer cargas útiles hacía la atmósfera superior y ponerlas en órbita sin necesidad de motores de ningún tipo. La energía sería bombeada al sistema usando un proceso electrodinámico sin partes móviles.

Todas son ideas prometedoras, del tipo de las que llevaban a generaciones pasadas de científicos e ingenieros a sentir entusiasmo por sus proyectos de construcción.

Pero para comprender lo alejada que nuestra mentalidad actual está de ser capaz de intentar innovar a gran escala, considérese el destino de los tanques externos del transbordador espacial [TE]. Dejando a un lado el vehículo en sí mismo, el TE era el elemento más grande y prominente del transbordador espacial mientras estaba en la plataforma de lanzamiento. Permanecía unido a la lanzadera —o más bien habría que decir que es la lanzadera la que permanecía unida a él— mucho después de que los dos impulsores suplementarios hubieran caído. El TE y el transbordador permanecían conectados todo el trayecto fuera de la atmósfera y en el espacio. Sólo después de que el sistema hubiera alcanzado la velocidad orbital era desechado el tanque dejándolo caer en la atmósfera, donde era destruido en la reentrada.

A un costo marginal modesto, los TE podrían haberse mantenido en órbita indefinidamente. La masa del TE en la separación, incluyendo los propelentes residuales, era aproximadamente el doble de la mayor carga útil posible del Shuttle. No destruirlos habría triplicado la masa total lanzada en órbita por el transbordador. Los TE podrían haber sido conectados para formar unidades que habrían humillado a la Estación Espacial Internacional actual. El oxígeno e hidrógeno residuales que fluyen a su alrededor podrían haberse combinado para generar electricidad y producir toneladas de agua, una mercancía que es muy cara y deseable en el espacio. Pero a pesar del duro esfuerzo y la apasionada defensa de los expertos espaciales que deseaban ver los tanques puestos en uso, la NASA —por razones tanto técnicas como políticas— envió a cada uno de ellos a una ardiente destrucción en la atmósfera. Visto de manera simbólica, dice mucho sobre las dificultades de innovar que existen en otros ámbitos.

EJECUTANDO GRANDES PROYECTOS

La innovación no puede darse sin aceptar el riesgo que conlleva la posibilidad del fallo. Las vastas y radicales innovaciones de mediados del siglo XX tuvieron lugar en un mundo que, en retrospectiva, resulta increíblemente peligroso e inestable. Las posibles consecuencias que la mente de nuestro tiempo identifica como serias amenazas podrían no ser tan graves —suponiendo que hayan sido tan siquiera tenidas en cuenta— por personas habituadas a grandes crisis económicas, guerras mundiales y a la Guerra Fría, en tiempos en los que los cinturones de seguridad, los antibióticos y muchas vacunas no existían. La competencia entre las democracias occidentales y las potencias comunistas obligó a las primeras a empujar a sus científicos e ingenieros al límite de lo que podían imaginar y suministraron una especie de red de seguridad en caso de que sus esfuerzos iniciales no dieran resultado. Un canoso veterano de la NASA me dijo una vez que los aterrizajes en la luna del Apolo fueron el mayor logro del comunismo.

En su reciente libro Adapt: Why Success Always Starts with Failure (Adáptate: ¿Por qué el éxito siempre comienza con el fracaso?), Tim Harford describe el descubrimiento por parte de Charles Darwin de una amplia variedad de especies distintas en las Islas Galápagos, situación que contrasta con el esquema que se observa en los grandes continentes, donde los experimentos evolutivos tienden a ser minimizados a través de una especie de consenso ecológico por el cruce entre especies. El «aislamiento de las Galápagos» frente a la «jerarquía corporativa impaciente» es el contraste establecido por Harford en la evaluación de la capacidad de una organización para innovar.

La mayoría de las personas que trabajan en corporaciones o instituciones académicas han presenciado algo como lo siguiente: un grupo de ingenieros están sentados juntos en una habitación, intercambiando ideas entre si. De la discusión emerge un nuevo concepto que parece prometedor. Entonces, una persona con un ordenador portátil en una esquina, después de haber realizado una rápida búsqueda en Google, anuncia que esta «nueva» idea es, de hecho, antigua —o al menos vagamente similar— y ya ha sido probada. O falló, o lo logró. Si falló, entonces ningún gerente que quiera mantener su trabajo aprobará gastar dinero tratando de revivirlo. Si se logra, entonces es patentado y se supone que la entrada en el mercado es inalcanzable, ya que las primeras personas que piensan en ella tendrán la «ventaja del primer movimiento» y habrán creado «barreras competitivas». El número de ideas aparentemente prometedoras que se han aplastado de esta manera debe rondar los millones.

¿Que hubiera pasado si esa persona del rincón no hubiera sido capaz de encontrar nada en Google? Se habrían necesitado semanas de investigación en la biblioteca para encontrar alguna evidencia de que la idea no era totalmente nueva, después de un largo y penoso trabajo rastreando muchas referencias en un montón de libros, algunas relevantes, otras no. Una vez hallado, el precedente podría no haber parecido tan precedente directo después de todo. Podrían haber motivos por los que valiese la pena una revisión de la idea, tal vez hibridándola con innovaciones de otros campos. De aquí las virtudes del aislamiento de las Islas Galápagos.

La contrapartida del aislamiento «galapagüeño» es la lucha por la supervivencia en un gran continente, donde los ecosistemas firmemente establecidos tienden a desdibujar y absorber las nuevas adaptaciones. Jaron Lanier, informático, compositor, artista visual y autor del reciente libro You are Not a Gadget: A Manifesto (Contra el rebaño digital: Un manifiesto), tiene algunas claves sobre las consecuencias no deseadas de Internet —el equivalente informativo de un gran continente— sobre nuestra capacidad para correr riesgos. En la era pre-internet, los gerentes de empresas se veían obligados a tomar decisiones basadas en lo que sabían era información limitada. Hoy en día, por el contrario, los gerentes disponen de flujos de datos en tiempo real desde tal cantidad de innumerables fuentes que no podían ni tan siquiera imaginar un par de generaciones atrás, y poderosas computadoras procesan, organizan y muestran los datos en maneras que van tanto más allá de los gráficos confeccionados a mano de mi juventud como los actuales videojuegos modernos se corresponden con el tres-en-raya. En un mundo donde los tomadores de decisiones están tan cerca de ser omniscientes, es fácil ver el riesgo como un pintoresco artefacto de un pasado primitivo y peligroso.

La ilusión de poder eliminar la incertidumbre de la toma de decisiones corporativa no es sólo una cuestión de estilo de gestión o preferencia personal. En el entorno legal que se ha desarrollado alrededor de las corporaciones que cotizan en bolsa, los directivos no tienen motivación ni interés alguno de asumir cualquier riesgo del que tengan conocimiento —o, en la opinión de algún jurado futuro, de cualquiera que debiera haber previsto— ni aunque tengan alguna corazonada de que la apuesta pudiese ser rentable a largo plazo. No existe el «largo plazo» en las industrias impulsadas por el próximo informe trimestral. La posibilidad de alcanzar beneficios gracias a alguna innovación es sólo eso, una mera posibilidad que no tendrá tiempo de materializarse antes de que los accionistas minoritarios comiencen a emitir sus citaciones de demanda judicial.

La creencia de hoy en la ineluctable certeza es el verdadero asesino de la innovación de nuestra época. En este entorno, lo mejor que un gerente audaz puede hacer es desarrollar pequeñas mejoras a los sistemas existentes —dándolo todo en cada paso, por así decirlo, hacia un máximo local, recortado lo sobrante, aprovechando toda pequeña innovación— como hacen los urbanistas al pintar carriles bici en las calles como un intento de solucionar los problemas energéticos. Cualquier estrategia que implique cruzar un valle —es decir, aceptar pérdidas a corto plazo para alcanzar un objetivo más alto pero lejano— pronto será bloqueada por las demandas de un sistema que celebra ganancias a corto plazo y tolera el estancamiento, quedando el resto sentenciado al fracaso. En resumen, un mundo donde las grandes ideas no pueden ser realizadas.


*****
*****

Neal Stephenson es autor del techno-thriller REAMDE (2011), así como la epopeya histórica de tres volúmenes Ciclo barroco —Azogue (2003), La Confusión (2004) y El Sistema del Mundo (2004) además de las novelas Anatema (2008), Criptonomicón (1999), La era del diamante (1995), Snow Crash (1992) , y Zodíaco (1988). También es el fundador de Jeroglífico, un proyecto de escritores por una ciencia-ficción que represente mundos futuros en los que los grandes proyectos sean posibles


[Artículo adaptado del publicado originalmente en el blog Al final de la Eternidad, posteriormente en el blog de Planetas Prohibidos] y en la plataforma LinkedIn

lunes, 1 de agosto de 2016

La burbuja original

lunes, 1 de agosto de 2016

¿Qué diferencia a los países del área mediterránea de otros países europeos? Se diría que la Historia ha dejado impresas en las sociedades ciertas características culturales que el tiempo, no solo no ha diluido, sino que continúan hoy en día definiendo su día a día. La cultura que más ha influido en nuestro bagaje es sin duda la greco-latina, siendo considerada como la base de lo que se conoce como cultura occidental o «civilización». El antiguo Imperio Romano llevó a su máxima expresión dicho ámbito cultural y filosófico, transcendiendo la cultura tribal y asimilando a diversos pueblos bajo una misma estructura política «neutra». O por lo menos es lo que intentó, ya que a lo largo de los siglos surgieron algunos problemas importantes que provocaron que no todos los pueblos y sociedades vieran de igual manera a Roma y lo que significaba, llegando hasta nuestros días dichas diferencias. Para bien o para mal, el área mediterránea es lo que el Antiguo Imperio Romano nos dejó. Sus aciertos y virtudes, pero también sus defectos, han moldeado de alguna manera los pueblos. Algunos bien directamente por imitación o otros por el contrario, como un ejemplo negativo del cual alejarse.

Dos tipos de sociedad

Algo de lo que descubres con la edad es que hay gente que no va a cambiar nunca. Te das cuenta que ciertos colectivos se aferran a determinados dogmas y creencias y no les importa ninguna otra evidencia: no cambian jamás. Es tan triste como cierto. De la misma manera puede ocurrir que sociedades enteras queden dominadas por tendencias históricas mayoritarias muy complicadas de cambiar más que por accidentes históricos, por lo que continúan empecinados en errores que en lugar de corregir, quedan así convertidos en sus «señas de identidad». Debido a esto, se configuran sociedades «orgullosas» de su ignorancia e incapaces de progresar. Una especie de conservadurismo radical, tan dogmático que equivale a religioso. Esta polarización se ve refrendada por un estudio reciente sobre la existencia de dos tipos de mente: una, que no busca más que aquellos ámbitos conocidos que le mantengan o le confieran un cierto estatus de autoridad. Otra, la que toma riesgos y se atreve a equivocarse, que no tiene miedo al error y que gracias a ello le lleva a descubrir nuevos caminos hacia mundos de conocimiento desconocidos. Estos dos tipos de mente surgen como resultado de desarrollarse en determinados entornos educativos, en función de las actitudes que promuevan. Las sociedades resultantes de la aplicación mayoritaria de estas actitudes pueden ser determinantes ya que en unas se promoverá el estancamiento para que las autoridades conserven su estatus, mientras que en otras no será tan importante la posición de autoridad individual sobre el colectivo de algunos de sus miembros, como el avance en el conocimiento y en la mejora general del mismo.

El problema de Roma

Pero ¿qué tiene que ver Roma en esto? ¿qué clase de caminos y accidentes históricos nos han llevado a la situación actual? Por supuesto esta pregunta requeriría un estudio mucho más profundo que el que en estas líneas y el que las escribe, es capaz de proporcionar. Pero nada nos impide plantear algunas posibles respuestas. Lo primero que conviene aclarar es que no se está hablando de superioridad de razas, ni de pueblos, ni de «naciones». No obstante, en la medida se configuran las sociedades alrededor de un marco político, simultáneamente se definen ciertos patrones culturales. Estos hábitos son los que pueden determinar el devenir de un pueblo, como no podía ser de otra manera. Es siglos después cuando puede evaluarse qué caminos se escogieron y su eficacia, evitando caer algún tipo de Falacia del Historiador por la que se re-interpreta el azar histórico como una predestinación fijada previamente por alguna «entidad superior».

Roma y el Imperio que acabó formando tenían un grave problema reconocido normalmente por los historiadores: apenas generó conocimiento o riqueza nueva. No obstante, lo que sí hizo a la perfección fue aprovechar el existente para emprender caminos inexplorados, aunque a la larga sería su perdición debido a su incapacidad para adaptarse a la nuevas condiciones que su expansión provocaría. La República de Roma y su aplicación de la Democracia Ateniense se impuso al resto de monarquías, seguramente por aprovechar mejor el conocimiento y el capital humano. En Roma las asambleas populares llevaban sus propuestas al Senado Romano y tenían carácter vinculante, toda la sociedad participaba del gobierno de la República. Nuevos pueblos eran anexionados y su conocimiento asimilado. Todo iba bien hasta que creció más rápido de lo que su sistema podía evolucionar. De una sociedad de agricultores y ganaderos autónomos, se pasó a un imperio esclavista en el que la supremacía se mantenía a base de una economía basada en la anexión de nuevos territorios, la esclavización de su mano de obra y la incautación de sus bienes, junto a una sociedad en la que la aristocracia y la clase política se dedicaba a especular y a proteger sus privilegios.

Accidentes históricos

La situación comenzó a convertirse en un circulo vicioso en el que no había dinero y la corrupta e incapaz clase política, preocupada fundamentalmente por sus privilegios, sometía a la población con cada vez más impuestos, por lo que estos acababan ahogados bajo las deudas (Lomas, Francisco J., pag. 207). La única o principal fuente de ingresos eran las nuevas conquistas y el tráfico de esclavos. Una burbuja en toda regla sin precedentes que nada más y nada menos abocó a todo el Imperio Romano a su desaparición en cuanto no fue posible aumentar los territorios. Antes de que esto ocurriera, algo cambiaría para siempre el curso de la Historia. El rechazo al poder político y su perdida de legitimidad, antaño indiscutible, era cada vez mayor. Tenía que acercarse a las necesidades de la población pero de una manera que permitiese mantener la jerarquía. Entre los ciudadanos de Roma se iba extendiendo como respuesta a las injusticias, una doctrina que predicaba conceptos como «perdona a nuestros deudores». Efectivamente se trata del Cristianismo. Todo parece indicar que para mantener su estatus, las jerarquías políticas decidieron, no sólo convertirse a la nueva religión, sino que la dotaron de estructura e instituciones para defenderla. Y así de esta manera surgió lo que a la postre sería la Iglesia Católica. Esto provocó que todo siguiera igual en cuanto a que se mantuvieron las principales instituciones de poder de Roma. Las mismas que hicieron que todo un Imperio, con sus magníficas Legiones, se estrellasen contra una economía basada en esclavizar a una población que dejó de otorgarles la legitimidad que un poder político ha de tener. No obstante, aunque no permitieron mantener la unidad política, mitigó la inexistencia de la protección del Estado que hasta ese momento había sido habitual en el continente europeo durante siglos. En los siguientes mil años, Europa continuó recordando la magnificencia de la Antigua Roma, buscando imitar su antiguo poder. Los señores feudales se convertían así en los «césares», «emperadores» o reyes de aquellos territorios en los que podía mantener cierto orden. Y continuar con sus errores en la mayoría de los casos.

La rebeldía como cambio de paradigma

El resultado de todo esto fue una sociedad medieval caracterizada por una Roma cuya autoridad influía en todas las monarquía europeas y un esquema de sociedad en las que si bien se almacenaba todo el conocimiento clásico de la cultura greco-latina, apenas se generaba nuevo —en resumen, una continuación del estancamiento de Roma—. En cada reino que surgía, las condiciones y capacidades económicas eran distintas, pero en todas ellas la autoridad jugaba un papel fundamental en cómo se gestionaban dichos recursos. La sociedad feudal surgida tras la Caída de Roma se basaba en la jerarquía, la mayor de las veces hereditaria, como fuente de toda autoridad y conocimiento. De nuevo, el abuso por parte del poder político-religioso fue haciéndose evidente ya que lo que en un principio era necesario para garantizar el orden, al cabo de las generaciones la desigualdad y la inexistente posibilidad de cambiar de clase social, fueron generando el descontento. Debido a la influencia que entonces existía entre las nuevas instituciones políticas dependientes de la religiosa que era Roma, cualquier disconformidad política equivalía a ser un hereje. A causa de esta circunstancia surgieron los movimientos protestantes como el luteranismo, el calvinismo o el anglicanismo, los cuales no eran necesariamente mejores que Roma. El caso paradigmático es el de Enrique VIII: su disconformidad principal con Roma se trataba de algo tan en principio banal como la necesidad de cambiar de esposa ya que la católica Catalina de Aragón no le satisfacía —tampoco es que lo tuviera muy claro ya que tuvo que probar con otras cinco—. El monarca inglés no obstante, podría haber dejado de obedecer a la Iglesia de Roma sin más, pero no fue así. En su lugar emuló a Roma hasta el punto de crear una nueva religión colocándose él mismo a la cabeza, fusionando todavía más la jerarquía religiosa con la política. Pero lo importante de la cuestión no tiene nada que ver con las escusas que luteranos, calvinistas o anglicanos tuvieran para discrepar de Roma, sino que esta circunstancia constituyó un accidente histórico que sentó un precedente de cambio de actitud frente a la autoridad, en la que esta pasó a ser susceptible de ser cuestionada. Esto fue lo que seguramente hizo cambiar la filosofía de sus instituciones y como consecuencia, de su sociedad.

El legado de Roma

Antes de que estos acontecimientos ocurrieran, en la Europa mediterránea hubo otro accidente histórico que cambió también de forma irrevocable la historia de todo el planeta: el descubrimiento de un nuevo continente. Era inevitable que bien por unos o por otros, el desarrollo de la navegación impulsado por necesidades comerciales —y militares— llevara a alguna «nación» a aventurarse a donde nadie había llegado antes —con capacidad para establecerse y formar colonias—. La colonización del continente Americano está llena de grandes controversias que ocasionan que se den visiones parciales e interesadas, pero brevemente, se puede decir que como Roma, tuvo una parte buena y otra mala. La buena es que llevó el mundo occidental que dejaba atrás el pasado tribal de la especie humana a aquellos territorios. La mala es que inconscientes de sus errores y más preocupados por engrandecer sus reinos, llevarían con ellos el mismo y único modelo imperialista que conocían. Nadie había intentado otra cosa. Para bien o para mal, el catolicismo de Roma ―que en aquel momento de la Historia representaba la civilización― llegó a aquellas tierras, trayendo como resultado que una buena parte de Europa vivió de nuevo bajo la creación de otro imperio que dejaba a los emprendedores sometidos a impuestos para financiar proyectos en esencia, la mayoría de ellos vacíos e inútiles que llevarían la ruina a sus territorios. Este fue otro de los motivos por el que el resto de Europa se rebeló contra la Roma Católica. También de nuevo, no fue lo modélico de sus actos lo que marcaría la diferencia. El Imperio Británico se movió por similares intereses egoístas, pero el cambio de modelo social y su cuestionamiento de la autoridad como fuente de conocimiento, les movió a buscarlo en otras partes. Así es como piratas y contrabandistas fueron reclutados pasando a formar parte de un nuevo paradigma de jerarquía basado en el mérito: la meritocracia. No fueron mejores, simplemente fue un accidente histórico el que marco el punto de inflexión.

Conclusión

Si los que tomaron las decisiones de rebelarse contra la autoridad papal de Roma hubieran tenido que pensar hacía adonde tenían que ir, no hubieran dado un paso. Unos hacían lo único que sabían hacer que les permitía continuar en el poder, y el resto se vieron forzados a tomar otros caminos inciertos que a pesar de no saber a donde llevaban, constituían la única manera de descubrir nuevas e inesperadas soluciones, que marcarían la diferencia. Cristóbal Colón no partió a descubrir un nuevo continente, sino a buscar otras rutas. Si no hubieran intentado hacer algo nuevo, aun sin conocer con certeza a donde llevaban, no se hubiera alcanzado una nueva costa. Sin embargo, la lección no fue aprendida. Paradójicamente, el Imperio Español puede que fuera el creador inconsciente del Británico, señalando una y otra vez qué caminos debía y no debía coger. Fueron una serie de circunstancias fortuitas y azarosas las que decidieron el camino. Pero ahora siglos después es posible evaluar los resultados y compararlos con otros estudios recientes sobre gestión de recursos y dinámica de grupos. Cabe preguntarse ¿es posible en España una economía que vaya más allá de las burbujas? ¿es posible que los dirigentes tomen caminos que faciliten la creación de algún tipo de industria propia distinta del modelo de «sol y playa»? ¿qué accidente histórico nos hace falta? ¿quien o qué, aunque no sea modélico, aunque no sea especialmente ejemplar, posibilite sin embargo dar el paso necesario hacía un mundo nuevo?


martes, 15 de julio de 2014

Sociopatía en las redes

martes, 15 de julio de 2014
Yao Ming, el meme de intenet más famoso
¿Están cumpliendo las redes sociales con su cometido? ¿cuál se supone que es este? ¿están mejorando la comunicación entre las personas, o simplemente están trasladando un problema de un medio natural a otro tecnificado?

Son varios los medios especializados los que advierten que las redes sociales mal utilizadas pueden hacer padecer a sus usuarios algún tipo de principio de sociopatía, entendida esta como una desconexión de la sociedad real, creándose una imagen y un entorno social en la red a medida de sus sueños, aislándose en él sustituyendo incluso a las relaciones de persona a persona. El usuario, se encuentra con que no soporta cómo el resto de la sociedad le ve, debido a lo cuál necesita construirse un «nuevo perfil», en donde de forma virtual vuelca en él sus anhelos, miedos y esperanzas. Como consecuencia, nunca soluciona verdaderamente su auténtico problema.

Esta situación no es distinta sustancialmente a lo que ha ocurrido desde la misma aparición del teléfono, en donde mucha gente se pasaba horas hablando de temas intrascendentes, dejando a un lado otros aspectos de la vida que podrían reportarle un mayor beneficio personal que perder horas colgado de un terminal —procrastinación—. La diferencia es que la tecnología ahora es mejor, pero los avances logrados sólo se dirigen a cumplir de forma eficiente con el cometido básico de comunicar mediante el envió de un mensaje —voz o sonido, texto o imagen— a un destinatario. Para qué es el mensaje y cuantas veces lo utilicemos y cuando, es algo que sigue siendo potestad de la persona. Si no se es capaz de autocontrolarse y ponerse límites, la mejora tecnológica no sólo no va a solucionarnos la vida, sino que nos la va a complicar más.

Always BHappy
Tal vez conocedores de este problema, ha surgido entre otras la aplicación Always Bhappy, que intenta marcar una serie de pautas en el usuario que se supone «saludables». Según aseguran en la página de descarga de Always BHappy, el conjunto de actividades que se proponen está respaldado por profesionales de la comunicación y la psicología.



Personalmente, creo que lo mejor es dejar de depender totalmente del teléfono móvil, pero para los más «enganchados», para los que han perdido la capacidad de organizar sus vidas fuera de una red social, tal vez pueda serles útil.

sábado, 4 de enero de 2014

Los reyes buenos

sábado, 4 de enero de 2014
Un falso Baltasar lanzando regalos (Cagalgata de Triana)
Reyes Magos lanzando regalos. (Fuente)
¿Es completamente inocua la conocida tradición de los Reyes Magos? Pocos se preguntan sobre su efecto y por qué en otros países hay otras tradiciones. Para empezar, parece ser que originalmente no eran reyes, sino simplemente «magos». Sin entrar en excesivos detalles sobre la historia de esta tradición, parece significativo que en algún momento de ella se convirtieran en reyes.

Las monarquías cumplieron un papel fundamental en la Europa desparramada tras la caída del Imperio Romano. La desaparición del orden existente a consecuencia de la ausencia del estado romano antiguo, requería ser sustituida por otro orden político que emulara al cómo fue de magnífico el anterior ya perdido. Los reyes que surgieron no eran reyes como los que conocemos ahora, ni reyes como los de las tribus primitivas. Eran unos que llegaban a su puesto si lograban imponerse al resto militarmente sobre el campo de batalla, con soldados sufragados muchas veces por ellos mismos. Eran reyes bienvenidos —generalmente— por el pueblo, por cuanto mantenían el orden perdido —aunque los frieran luego a impuestos—. Y no llegaban a sus puestos ni por descendencia ni por enchufe. Al menos, no los primeros de ellos, claro.

Puede que por esta imagen positiva de aquella época, se les llegara a asociar con los apacibles señores ancianos —vestidos anacrónicamente con ropajes medievales— que conocemos, que llevan regalos a un niño recién nacido.

Todo esto está muy bien, sin embargo, a la tradición original se les han añadido otras costumbres que resultan preocupantes. En algunos países —hispanohablantes mayormente— existe la tradición de la «cabalgata», en la que dichos «reyes» desfilan junto a sus pajes por las calles de la ciudad, repartiendo regalos desde sus lujosas carrozas.

Los regalos no son otra cosa que poco más que chucherías y juguetes de «todo a cien», pero no es lo que dan, sino el acto simbólico de hacerlo. El acto es en si mismo un «espectáculo» de subordinación y de fomento de la disputa por lograr el beneficio fácil e inmediato, concedido por unas dudosas autoridades. El fomento de esperar a verlas caer, sin hacer nada más. Me preocupa enormemente como enseñanza por cuanto está dirigido precisamente a los más pequeños.

Si a esto se le añade las actitudes de ciertas personas —no menores de edad precisamente— resulta patético, pero sobre todo terrible por el lamentable ejemplo que se está dando.

Normalmente, los adultos que participan en estas cabalgatas no tienen necesidades, y están allí únicamente por acompañar a sus hijos o nietos. Si actúan así es por la cultura del caciquismo servil en la que deben haber sido educados, encontrando normal que ciertos individuos, imbuidos de una ambigua y «mágica» autoridad, se rodeen de palmeros que se contentan con la miseria de los restos que les echan, empujándose y golpeándose unos a otros, en lugar de actuar en cooperación para poner las cosas claras al «rey».

Cuando uno lleva viendo estas celebraciones durante años acaba por ignorarlo. Piensa que el problema es de esa gente en concreto, y no del propio acto. Sin embargo, hace un par de años todo esto cambió.

Una mujer de raza negra, seguramente extranjera, bien vestida —no aparentaba necesitar ir pidiendo para subsistir— y sin hijos que la acompañaran, se encontraba en medio de la multitud esperando con anhelo coger algo de lo que lanzaran al suelo desde aquella «carroza».

La impresión y la percepción de lo que estaba ocurriendo fue del tal tipo que me «congelé» de inmediato. Tal vez fuera presa de los prejuicios pero, ¿puede que aquella mujer pensara que aquello no era un juego? ¿que pasó por la cabeza de aquella mujer para unirse a una multitud que se tira al suelo y pelea entre ella, por recoger lo que desde un vehículo les tiraban?.

La duda resultó demasiado para mi. No he vuelto a ver, ni mucho menos, asistir, otra cabalgata de los Reyes Magos.

No son estos los Reyes en los que creía de pequeño.

lunes, 6 de mayo de 2013

Las claves de la política

lunes, 6 de mayo de 2013
«La libertad no hace felices a los hombres; los hace sencillamente hombres.»
Manuel Azaña (1880-1940), político español


Rajoy, en actitud improcedente, dada la situación
Según el reciente «barómetro» del CIS, la clase política ha pasado a ser uno de los mayores problemas que preocupan a la sociedad, por delante incluso del terrorismo. La Corona, día sí y otro también, aparece en los medios relacionada con asuntos turbios. En la Unión Europea, países como  Grecia o Chipre están siendo prácticamente expoliados por la llamada «Troika», sin importar las consecuencias sociales de las medidas que se adoptan. Todo, para solucionar una deuda contraída en tiempos en los que los políticos utilizaban la demagogia para prometer un progreso falso, que muy pocos durante aquel tiempo se preocuparon, o no se atrevieron, en desmentir.

¿Es esto normal? ¿cómo es posible que todos los políticos en prácticamente cualquier país sean considerados una lacra social? ¿para que sirven las instituciones públicas políticas? ¿qué hace Europa?

Me niego a dar explicaciones del tipo «no gobiernan los míos». Así es como llevamos haciendo en España durante más de 30 años, para acabar como estamos ahora. Como ciudadano, he intentado deducir a modo de tres puntos concretos, cuales son esas claves de la política que nadie se ha preocupado en contarnos. Vean qué les parece:
  1. Para que uno mande, ha de haber otros que le obedezcan: 

    Puede parecer una perogrullada, pero creo que la gran mayoría de las veces nadie, o muy pocos, se dan cuenta de esta circunstancia. El cacique del pueblo, el político corrupto, el sindicalista aprovechado o el empresario borde y sin escrúpulos, están en sus puestos gracias a que tienen al suficiente número de gente que le ríe las gracias y les hace los favores. Es la consecuencia de no saber hacer nada más, que cambiar el color del cacique de turno.
  2. Cualquier persona defenderá en primer lugar, sus propios intereses.

    Es completamente normal que cualquiera de nosotros defienda sus propios intereses, los de su familia o tal vez, los de su entorno más cercano. Se tiene la peculiar creencia de que una persona, sólo por estar puesta a dedo en un cargo público por el partido que hemos votado, no va a hacer exactamente lo mismo. Luego la gente se sorprende, pero lo cierto es que no tenemos el más mínimo control sobre las personas que están al frente del Estado. Un político cualquiera defenderá con uñas y dientes su modo de vida. Mentirá si es necesario, y utilizará todos los medios que los ciudadanos pagamos con nuestro dinero, para colocar a sus familiares, amigos y personas que le convengan. Como haríamos cualquiera de nosotros si las cosas se pusieran difíciles.
  3. La necesidad y la libertad son opuestas, aunque complementarias

    El altruismo se da principalmente cuando las personas que lo realizan, tienen todo lo que cada uno entienda por necesidad, satisfactoriamente cubierto. Muy difícil será que, por el punto anterior, una persona decida sacrificar algún aspecto de su trabajo o los estudios de sus hijos, para que sean otros los que lo disfruten.

    Las personas decidirán en función de sus necesidades, cuanto mayor sean estas. Esto tiene su lado bueno y su lado malo. El lado malo es que su decisión estará condicionada a su situación particular, y por tanto, no será válida para otras personas en otras situaciones. Una persona con necesidades no debería según esta premisa, tomar decisiones políticas. El lado bueno de la necesidad es que ésta, es un punto de conexión muy fiable con la realidad. Toda persona con necesidad sufre directamente las consecuencias de sus decisiones, o las decisiones de sus representantes. Por tanto, la relación entre los grados de libertad y los factores que crean necesidades a nuestros políticos, es un pilar básico del que depende todo el sistema.

El «mandato representativo» que la actual Constitución Española otorga a nuestros diputados, cumple la función según dice nuestra Carta Magna, de dotarles de «libertad de elección». Si esto fuera así sería estupendo. El problema es que esto no se cumple, ya que esta supuesta libertad de voto se ha convertido en «esclavitud de partido», al ser estos diputados elegidos por los respectivos jefes, teniendo con ellos una relación de sumisión descrita en los puntos anteriores.

Por tanto, dicha «necesidad» de agradar para permanecer en su puesto, es muy «efectiva» para seguir al pie de la letra las ordenes de su grupo político, pero quedando estas al margen de las necesidades reales de los ciudadanos, que no pintan nada en este asunto. Que los representantes han de tener una capacidad económica holgada para que sus decisiones no estén condicionadas por sus necesidades en este campo, es correcto, pero las necesidades y las consecuencias de sus decisiones políticas deberían estar sometidas a juicio de los ciudadanos a los que representa, no a los de sus jefes de partido.

Merkel, celebrando la supremacía germana
Mientras tanto Europa, no es más que una reunión de líderes políticos que pugnan por el poder que ellos mismos se han inventado. Pueden hacer lo que quieran con los Estados a los que representan, si estos les dejan. Merkel, si tiene que rendir cuentas a alguien no es a Europa, sino al Tribunal Constitucional de su país. No tiene la culpa de que los gobiernos del resto del continente modifiquen su constitución y acepten los acuerdos que les proponen. Lo que sí que tengo muy claro es que estos acuerdos que tomen, serán los que más les convengan a ellos. ¿De verdad esperaban otra cosa?

Enlaces: