Mostrando entradas con la etiqueta Foucault. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Foucault. Mostrar todas las entradas

lunes, 22 de septiembre de 2025

El laberinto de la izquierda derrotada

lunes, 22 de septiembre de 2025
Cómo usar la crítica al poder para ocultar la inoperancia
Mucho ruido pero poco acuerdo

Prólogo: ruido de sables sin filo

Vivimos en una era paradójica. Por un lado, una estructura de poder económico global, el capitalismo tardío, se erige triunfante y aparentemente incuestionable en su lógica. Por otro, nunca antes había existido una crítica tan omnipresente, tan aguda y tan extendida a sus efectos culturales, sociales y morales. Nuestras redes y debates hierven con la deconstrucción de sus injusticias, la denuncia de sus privilegios y el análisis de sus mecanismos de opresión.

Y, sin embargo, el trono permanece intacto. La crítica, por muy certera que sea, parece rebotar contra los muros del sistema sin hacer mella. La izquierda, heredera histórica de la aspiración a un mundo más justo, se encuentra en una situación extraña: es omnipresente en el discurso cultural, pero a menudo impotente en la arena política. Habla mucho, pero propone poco. Grita con furia para destruir, pero se oculta en el agujero cuando hay que construir.

Para entender esta parálisis, debemos retroceder al momento en que la izquierda perdió su mapa y, en su desorientación, decidió que era más seguro criticar las paredes del laberinto que buscar una salida.

I. El derrumbe del templo

El siglo XX fue, en esencia, una guerra de relatos. Dos grandes teologías seculares, el capitalismo liberal y el comunismo marxista, se enfrentaron por el alma del mundo. Ambas ofrecían una «teoría del todo»: una explicación de la historia, un diagnóstico de los problemas y, lo más importante, la promesa de una salvación futura, ya fuera el paraíso del consumidor o el del proletariado. Un «fin de la historia» que ha resultado ser el inicio de una distopía interminable.

Con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, uno de esos templos se derrumbó de forma espectacular. La izquierda se encontró de repente huérfana de su relato principal. Su mapa de la historia parecía obsoleto, su brújula moral, desmagnetizada, y su tierra prometida, desacreditada. Se produjo un vacío inmenso, una derrota no solo política, sino existencial ¿Cómo seguir luchando cuando la propia fe se ha desvanecido?

II. El refugio del filósofo

Es en este desierto ideológico donde el pensamiento de filósofos como Michel Foucault (El orden del discurso, 1970) se convirtió en un oasis. Su análisis del poder, de una lucidez premonitoria, ofreció a una izquierda derrotada un nuevo arsenal, no para construir una alternativa, sino para llevar a cabo la deconstrucción perfecta del vencedor.

El marco foucaultiano era un refugio ideal por varias razones. Primero, permitía deslegitimar el triunfo del capitalismo sin tener que enfrentarlo en el terreno de la eficacia económica. Según este nuevo paradigma filosófico, el capitalismo no habría ganado por ser «mejor», sino porque había impuesto su relato, su «régimen de verdad». La lucidez del ensayo de Foucault permitió analizar la victoria del capitalismo no como una demostración de su idoneidad, sino como el resultado de unas fuerzas que imponían su realidad. Hasta aquí las personas que hayan tenido la amabilidad de llegar leyendo podrían estar de acuerdo, sino fuera por el segundo motivo por el que el discurso foucaultiano fue utilizado: inmunizar a las ideologías vencidas de la necesidad de hacer autocrítica. No cabía admitir que habían fracasado por sus contradicciones internas o su inviabilidad, sino porque habían sido aplastadas en un juego de poder.

La crítica del poder se convirtió en un fin en sí misma. Era un lugar seguro, un púlpito desde el que se podía mantener una superioridad moral e intelectual sin la incómoda obligación de proponer un modelo funcional que pudiera ser, a su vez, criticado. Mucho menos sometido a la propia autocritica.

III. La no-victoria del relativismo

Esta filosofía, al popularizarse, degeneró en el ethos que define nuestra era: la atomización de la oposición. Si la verdad no es más que el relato del poder, entonces todos podemos reclamar «nuestra verdad» con la misma legitimidad —o ausencia de ella—. Si el relato de la victoriosa democracia liberal tras la caída del muro de Berlín, es usado para justificar una multiplicidad de relatos en pugna contra una «verdad» impuesta desde el «discurso único» del poder económico, la búsqueda de la verdad deja de tener valor y el acto supremo de rebelión ya no es unirse bajo una bandera común para cambiar el mundo, sino crear y defender la propia identidad, un combinado propio cuyo único parámetro objetivo de validez, es el del poder que hay detrás para difundirlo.

De la «deconstrucción del poder» se pasó a la «guerrilla por la justicia social», fragmentada en una infinita «guerra de bandos» identitarios, algunos contradictorios entre sí —como el del feminismo hegemónico, que olvida minorías que no entran en el espectro occidental que a su vez, critican—. La energía que antes se dirigía a construir un proyecto colectivo se redirigió hacia la defensa de micro-relatos tribales y a la purga de la herejía interna. La izquierda se convirtió en un bullir de burbujas ideológicas, cada una convencida de su pureza moral y a menudo más beligerante con sus vecinas que con el fuego que las hacía hervir.

Y para las élites económicas del mundo neoliberal, no hay espectáculo más tranquilizador. Un poder hegemónico no tiene nada que temer de una oposición narcisista, fragmentada y más preocupada por vigilar sus propias fronteras ideológicas que por construir puentes para asaltar la fortaleza.

Epílogo: la tarea de la reconstrucción

La tragedia de la izquierda vencida no es su derrota, sino su enamoramiento del laberinto al que esa derrota la condujo. Al abrazar la crítica como un refugio y el relativismo como un dogma, ha renunciado a su vocación histórica: la de ser una fuerza de construcción.

El desafío de nuestra generación es inmenso. Requiere abandonar el confort cínico de la deconstrucción y atreverse a hacer la pregunta más difícil: «¿Qué construimos ahora?». Exige dejar de preparar cada uno su propio combinado, para empezar a compartir ingredientes y recetas.

La única forma de desafiar a un relato hegemónico no es con un millón de réplicas individuales que chillan desde su propio balcón, sino con la articulación de un nuevo relato común. Un relato que no sea un dogma cerrado, sino un marco funcional, abierto, autocrítico y anclado en las necesidades materiales y biológicas del ser humano. El primer paso para salir del laberinto no es analizar sus muros con más detalle. Es empezar a dibujar, juntos, un mapa hacia el exterior.


miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la conexión

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la Conexión: explorando nuevos vínculos entre los saberes humanos

Prólogo: el murmullo en la Biblioteca Global

Hay un silencio tenso en el mundo de las ideas. Un silencio que no es de paz, sino de estancamiento. Es el silencio de los feudos intelectuales, de las ciudadelas académicas y de los laboratorios corporativos, cada uno atrincherado tras sus murallas de jerga impenetrable, defendiendo su pequeño fragmento de la verdad como si fuera la totalidad. Nos han vendido una era de información sin precedentes, pero hemos acabado con un archipiélago de conocimientos aislados, de burbujas incapaces de hablar entre sí y todas creedoras de «su verdad».

Nos dijeron que la crítica nos haría libres, pero no hemos sabido salir de ella. Su abuso nos ha dejado cínicos y paralizados, expertos en deconstruir pero ineptos para construir. La especialización parecía que iba a traer el progreso, pero en su lugar ha traído una miopía colectiva, una incapacidad para ver el bosque porque estamos obsesionados con la taxonomía de una sola hoja. El poder, en su eterna astucia, no ha necesitado quemar los libros; le ha bastado con hacerlos irrelevantes, ahogando la sabiduría en un océano de datos inconexos y enfrentando a los sabios en una guerra de trincheras por la financiación y el prestigio.

Pero en medio de este silencio reglamentado, se escucha un murmullo. Es el murmullo de aquellos que han empezado a caminar por los pasillos prohibidos entre las bibliotecas. Es la voz de los que han descubierto que la clave para entender la célula puede estar en la historia de las ciudades, que la estructura de una galaxia puede enseñarnos sobre la dinámica de una red social, y que la biología evolutiva es el lenguaje olvidado que unifica todas las ciencias humanas.

Este es el manifiesto de esos nuevos exploradores. Es un llamado a un levantamiento, no de armas, sino de ideas. Una revolución ciudadana por el conocimiento. Este es el Manifiesto por la Conexión.

I. El camino olvidado desde el margen: la verdad como manera de caminar

Hay una idea que hemos olvidado, una lección fundamental de nuestra propia historia intelectual: la verdad no es un lugar al que se llega, sino una manera de caminar. Y ese camino suele iniciarse, con una frecuencia asombrosa, desde los márgenes del conocimiento establecido, lejos de los centros del poder consolidado. Las grandes estructuras del conocimiento, lo que el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn llamó «paradigmas», nacen de una revolución, de un descubrimiento que describe la realidad de una forma más precisa. Pero con el tiempo, corren el riesgo de fosilizarse. Lejos de ser foros abiertos al descubrimiento, a menudo se convierten en templos que custodian un dogma sagrado: el propio éxito pasado, codificado en un «relato oficial». La energía de la institución deja de orientarse a la exploración y se dedica a perpetuar y defender ese relato contra cualquier evidencia que lo cuestione, contra toda anomalía que amenace los cimientos del templo.

Y sin embargo, siempre caen. Caen no por un asalto frontal, sino porque un individuo o un pequeño grupo, a menudo en la periferia, sin los recursos del centro pero también sin sus prejuicios, propone un relato mejor. Lavoisier no necesitó el permiso del establishment del flogisto para descubrir el oxígeno; Darwin no pidió la aprobación de la teología natural para formular la selección natural; Wegener no esperó el consenso de los geólogos para proponer la deriva continental. Su autoridad no provenía de su fuerza, ni de su poder, ni de su influencia, sino de proporcionar una explicación que se ajustaba mejor a la realidad.

Estos pioneros partían de una humildad radical. No la falsa humildad de la corrección política, sino la humildad profunda del explorador ante lo desconocido. Comprendían que nuestro conocimiento es siempre una «verdad de trabajo», una explicación útil y provisional que damos a un universo cuya complejidad nos desborda. La ciencia, en su forma más pura, no es la posesión de la verdad, sino el arte de convivir con nuestra ignorancia de una manera cada vez más sofisticada. Es esta aceptación de la ignorancia fundamental la que nos mantiene en movimiento, la que garantiza que el cambio no sea la excepción, sino la norma. Porque, tarde o temprano, la realidad, terca e indiferente a nuestros dogmas, siempre se acaba abriendo paso.

II. El diagnóstico: la captura de la ciencia y la tiranía del especialista

El problema es que hoy, esa norma ha sido subvertida. El mecanismo que garantizaba la revolución perpetua del conocimiento ha sido saboteado. La ciencia como método sigue siendo nuestra herramienta más afilada, pero «la Ciencia» como institución ha sido capturada.

Lo que antes era un campo abierto a la exploración se ha convertido en un complejo industrial-académico, financiado por intereses económicos y gubernamentales que no premian la audacia, sino la conformidad. La potestad de la financiación y la publicación ha aplastado a la autoridad de la evidencia. El descubrimiento ya no es un acto de un individuo solitario con una idea brillante; es el producto de equipos enormes y laboratorios multimillonarios que, por su propia naturaleza, son conservadores. El riesgo no se recompensa. La disidencia se castiga con la irrelevancia.

El síntoma más visible de esta patología es la compartimentalización. El conocimiento ha sido dividido en feudos cada vez más pequeños, cada uno con su propio lenguaje, sus propios sumos sacerdotes y sus propias barreras de entrada. El biólogo no habla con el economista, que a su vez desprecia al historiador, que ignora al físico. Cada especialista cava más hondo en su túnel, perdiendo de vista no solo a los demás, sino al cielo que hay sobre todos ellos.

Esta fragmentación no es un accidente. Es la estrategia de dominación más eficaz jamás concebida. Un poder centralizado no tiene nada que temer de un millón de especialistas que no pueden comunicarse entre sí. Al destruir la visión de conjunto, se destruye la capacidad de una crítica sistémica. Nos encontramos en la paradoja de saber más que nunca sobre las partes, y menos que nunca sobre el todo. La Ciencia, que una vez fue la mayor fuerza liberadora de la humanidad, corre el riesgo de convertirse en el engranaje más eficiente del «saber/poder» que Foucault describió: una jaula de oro construida por expertos.

III. La propuesta: la rebelión por la conexión y la interdisciplinariedad radical

Si la revolución ya no puede nacer dentro de los laboratorios fortificados, entonces debe nacer en el espacio que hay entre ellos. Si la nueva frontera ya no está en el descubrimiento de nuevos datos, entonces debe estar en el descubrimiento de nuevas y profundas conexiones entre los datos que ya tenemos.

Ha llegado la hora de la Rebelión por la Conexión.

El nuevo revolucionario no es el especialista, sino el generalista radical. No es el que tiene el microscopio más potente, sino el que tiene la visión más amplia. Su laboratorio no es una sala estéril, sino la biblioteca global a la que una revolución tecnológica —impulsada, irónicamente, por intereses comerciales— nos ha dado acceso. Su autoridad no proviene de una credencial institucional, sino de su habilidad para construir puentes, para traducir entre disciplinas y para revelar el patrón oculto que los especialistas, en su visión de túnel, no pueden ver.

Este es nuestro llamado a las armas. Es un llamado a los biólogos a leer historia, a los economistas a estudiar termodinámica, a los programadores a aprender neurociencia, a los artistas a entender la teoría de juegos. Es un llamado a realizar el acto más subversivo en una era de fragmentación: pensar de forma holística.

La iniciativa ya no puede ser de las instituciones; debe ser nuestra. Es un levantamiento ciudadano por el conocimiento. No necesitamos permiso para leer los papers que ya están publicados. No necesitamos financiación para detectar las contradicciones entre lo que nos dice la biología evolutiva sobre la naturaleza humana y lo que asumen nuestras teorías políticas. No necesitamos un título para señalar que los modelos económicos de crecimiento infinito violan las leyes fundamentales de la física.

La misión es clara: derribar las barreras de los feudos. No quemando las bibliotecas, como haría un bárbaro, ni deconstruyéndolas hasta el cinismo, como haría un posmoderno. Lo haremos de una forma mucho más elegante y poderosa: tendiendo puentes sobre sus murallas.

IV. Un manifiesto para la construcción de puentes del saber

Esta no es una revolución de la negación, sino de la síntesis. No buscamos el vacío, buscamos la integración. Por eso, nuestro método debe ser diferente:

Rechazamos el falso dilema: nos negamos a elegir entre el dogmatismo ciego del cientificismo y el cinismo corrosivo de la crítica que afirma que todo es un juego de poder. Afirmamos que la búsqueda de la verdad es un principio digno y necesario, y que la mejor defensa contra la instrumentalización de la verdad es, precisamente, una búsqueda más honesta, abierta y autocrítica.

Abrazamos la complejidad: huimos de las explicaciones que buscan un culpable y de las soluciones simples. El mundo es un sistema complejo, y solo un pensamiento sistémico, que reconozca las interacciones y la influencia mutua entre sus partes, puede empezar a comprenderlo.

Construimos sobre hombros de gigantes: no desechamos el conocimiento de los especialistas. Lo honramos. Pero nos negamos a que su especialización se convierta en una prisión. Tomamos sus ladrillos, fruto de un trabajo riguroso, y los usamos para construir un edificio que ellos, desde el interior de sus talleres, no pueden imaginar.

La autoridad se gana, no se impone: nuestra única arma es la fuerza del argumento, la coherencia de la síntesis y la evidencia recopilada de múltiples campos. No pedimos que se nos crea por quiénes somos, sino que se examine la validez de los puentes que construimos.

El futuro no será moldeado por aquellos que cavan más profundo, sino por aquellos que conectan más lejos. La próxima gran revolución del conocimiento no será el descubrimiento de un nuevo planeta o una nueva partícula. Será el redescubrimiento de una idea antigua, pero hoy revolucionaria: que todo está conectado.

La tarea es inmensa. El camino es largo. Las ciudadelas del saber establecido no caerán en un día. Pero, como dice el proverbio, todo camino comienza con un primer paso. Ese paso no es un evento futuro que debamos esperar. Es una decisión que tomamos ahora. La decisión de leer fuera de nuestra disciplina. La decisión de hacer una pregunta ingenua que conecte dos ideas que nadie había conectado antes. La decisión de empezar a tejer vínculos de conexión entre ideas.

Únete. La nueva frontera no comienza fuera, sino dentro, en la arquitectura de nuestro conocimiento. Seamos los exploradores de los espacios intermedios. Seamos los Conectores, los constructores de vínculos. En un mundo que se desmorona en fragmentos, construir puentes entre ellos es uno de los actos más revolucionarios.