¿Cuándo hay democracia? ¿es cuando una minoría decide la forma de un sistema político? ¿o es por el contrario cuando la mayoría aplica su criterio como un rodillo sobre los discrepantes y las minorías? ¿puede alcanzarse, si no hay una democracia previa para decidir? aunque ¿no es precisamente cuando no hay democracia, cuando se desea alcanzar?
La democracia es un concepto pintoresco que es usado actualmente para todo. Desde decidir cuál es la octava maravilla del mundo hasta la independencia de territorios. Pasando por las definiciones de la Wikipedia. La democracia es usada al parecer, como una especie de «agua bendita» con la que todo adquiere mágicamente legitimidad inapelable y se convierte en «la verdad absoluta». Esto ocurre seguramente en las sociedades en las que se acostumbra a seguir a líderes mesiánicos como borregos, con la simple diferencia de que ahora la religión a la que adoran la llaman de otra manera.
Ha llovido mucho desde que en la Grecia Clásica se inventaran el concepto. Las sociedades son ahora mucho más grandes y heterogéneas que las Ciudades Estado helenas, y por tanto, más complicadas de gobernar. Afortunadamente, desde hace unas décadas se puede decir que están mucho mejor comunicadas. En cualquier caso, ha sido necesario estrujarse la cabeza bastante ingeniando métodos para que, la aspiración de algunas sociedades en dejar atrás el pasado tribal de la especie humana, se lograse.
El problema es que en efecto, la democracia no puede ser cualquier cosa que se decida por mayoría. El gobierno del pueblo sólo puede ser digno de tal nombre si cumple necesariamente unos mínimos lógicos. Y al hablar de lógica nos referimos a esos conceptos universales que precisamente comenzaron a manejar en aquella lejana época en la Antigua Grecia. Y esa lógica nos dice que para que haya un «gobierno del pueblo», primero hay que definir este. La manera más sencilla de hacerlo sin meterse en extraños recovecos es la de definir al pueblo como el conjunto de todos y cada uno de los individuos libres e iguales que existen en un momento determinado, dentro de un área geográfica —limitada en un primer momento— sin distinción alguna de raza, sexo o ideología. Personas, simple y llanamente personas. Recordemos, hablamos de lógica, no de ideologías.
Pero no iba a ser tan sencillo como coger un papel y ponerse a resolver un problema de matemáticas. El problema al introducir la variable «personas» en nuestra definición tiene el problema de que estas, las personas, no somos conceptos plenamente definidos mediante la ciencia. No es posible garantizar que el funcionamiento «lógico» de un sistema político sea comprendido y llevado a la práctica por todo ese conjunto de individuos que forman «el pueblo».
Por tanto, para hablar de democracia es necesario tener en cuenta de forma inseparable dos cosas: la definición lógica del sistema en cuanto trate a las personas como individuos iguales y libres, y les dote de los mecanismos adecuados para que la sociedad que forman se autogobierne, como el grado de conocimiento, responsabilidad y necesidad social de usar correctamente dichos mecanismos. Cualquier vende-motos que nos hable de un aspecto sin tener en cuenta el otro, pues eso, nos está vendiendo la moto. O se la vendieron a él antes.
De todo esto se deduce que no se debe valorar de la misma manera el método utilizado para lograr un resultado, que las consecuencias del mismo. Una decisión tomada por mayoría puede tener consecuencias que afecten al propio método que la ha hecho posible. ¿Cómo se defiende un sistema de las decisiones tomadas gracias al propio sistema? Se pueden imaginar que esta es una paradoja que tiene difícil solución y peor explicación, pero este es tal vez el principal motivo por el que la separación de poderes es un pilar fundamental en toda democracia. Opine lo que opine la mayoría.
Gödel demostró que por esfuerzo que pongamos intentando definir cualquier sistema lógico —la lógica no deja de ser un sistema matemático— nunca jamás de los jamases, este podrá ser al mismo tiempo, coherente y completo. Nuestro estupendo y flamante sistema político podrá ser completamente coherente, pero por mucho aprecio que le tengamos, no podrá demostrarse a sí mismo. ¿Donde debemos buscar pues su fundamento? ¿cómo se demuestra que es el «menos malo»?
El aspecto más sorprendente que se deduce de lo comentado es que todas las cosas deben su fundamento a una causa externa. No me pregunten cómo es posible aplicar esto para el universo al conjunto —¿qué clase de «causa externa» puede demostrar o «crear» el Universo?—. Más que nada porque ya he comentado antes —con toda la intención— que hablamos de un área limitada. No obstante si la duda les corroe la existencia pueden preguntarle a científicos y divulgadores como Paul Davies, Stephen Hawkins o Roger Penrose, que llevan varias décadas intentando darle respuesta. Si aún así no les satisface la que puedan darle, saben que existen otro tipo de instituciones que vienen dando respuestas a estas incógnitas desde hace milenios, pero aquí si que ya, si no les importa, les dejo que sean ustedes los que tomen la decisión. No es cosa mía.
Otro de los grandes retos que quedan por descubrir es uno que llevamos dentro de nuestra cabecita: la consciencia. Resulta que esto que nuestra mente realiza sin relativa dificultad, no ha logrado ser reproducido en ningún sistema tecnológico, por complicados y potentes que sean. Alan Turing «sabía» que la máquina que construyó para descifrar el Código Enigma lograría tarde o temprano su objetivo. Si embargo, esa consciencia que el gran científico y matemático había alcanzado enlazando proposiciones lógicas y matemáticas en principio, inconexas entre sí, no la podía tener su máquina. Gracias a nuestra consciencia, de alguna manera, en determinadas condiciones tras un largo proceso de experimentación y estudio, logramos ser nuestra propia «causa externa» por la cuál el conocimiento llega hasta nosotros.
En nuestro caso particular, la elección del sistema político no depende tanto del propio sistema como de nosotros mismos. Las antiguas tribus, las monarquías absolutistas y aún hoy en día los regímenes teocráticos, «justifican» su sistema político por la acción de una «causa externa» de origen místico o divino —en los nacionalismos es «la nación» lo que está por encima del individuo—. De esta manera, nuestra democracia llegará no por su infalibilidad, sino por ser el más lógico —por no decir el único— de los sistemas que no implican ninguna causa externa más que a los individuos que lo forman. Sólo hace falta que seamos conscientes de su necesidad.
Aunque parezca una perogrullada, si se desea la democracia es porque el sistema que hay, no lo es. Tanto este motivo como la forma del nuevo sistema político, no tienen mayor veracidad y justificación que la que cada uno de nosotros deseemos darle. Se trata en efecto, de que tras muchos años de experiencia y de sufrir decepciones, un buen día, sin poder explicar cómo, «sabemos» que hay que hacer algo. Y que ese algo ha de ser compartido, ya que de otra forma, ni sería lógico ni sería democrático. Imponer soluciones, por buenas que parezcan —incluso si realmente lo son— no va a ser aceptado y no funcionará si el resto no comparten el mismo optimismo. Porque la democracia, además de cumplir con esos mínimos lógicos, ha de ser aceptada para que funcione.
Durante los sucesos del 15M y de los movimientos #ocupalaplaza, una persona que participó activamente en ellos me dijo que al final, todo era una cuestión de voluntad de las masas. La verdad, no suena bien que una «masa» sea la que decida. Pero lo cierto es que ¿acaso somos nosotros mejores para imponer sobre los demás? El pueblo entendido como masa es la manera en cómo los regímenes totalitarios —absolutismos, dictaduras, nacionalismos— tratan a las personas que forman una sociedad. Cuando el pueblo carece de los mecanismos adecuados —cuando no hay democracia— sólo puede expresarse inicialmente como masa. Esta puede ocasionar revoluciones, derrocar dictaduras o lograr independencias, para traer algo igual o peor. La masa puede equivocarse, y seguramente lo hace casi siempre. Pero quizás, pasado un tiempo considerando a todos y a todas las opciones, la masa aprenda. Tal vez la masa pueda acertar. Entonces y sólo entonces, cuando esto ocurre, se le puede llamar democracia.
Pero no iba a ser tan sencillo como coger un papel y ponerse a resolver un problema de matemáticas. El problema al introducir la variable «personas» en nuestra definición tiene el problema de que estas, las personas, no somos conceptos plenamente definidos mediante la ciencia. No es posible garantizar que el funcionamiento «lógico» de un sistema político sea comprendido y llevado a la práctica por todo ese conjunto de individuos que forman «el pueblo».
Por tanto, para hablar de democracia es necesario tener en cuenta de forma inseparable dos cosas: la definición lógica del sistema en cuanto trate a las personas como individuos iguales y libres, y les dote de los mecanismos adecuados para que la sociedad que forman se autogobierne, como el grado de conocimiento, responsabilidad y necesidad social de usar correctamente dichos mecanismos. Cualquier vende-motos que nos hable de un aspecto sin tener en cuenta el otro, pues eso, nos está vendiendo la moto. O se la vendieron a él antes.
Los límites de la democracia
Todos tendrán en mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer siempre la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima, pues la minoría posee derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y violar esto sería opresión.
De todo esto se deduce que no se debe valorar de la misma manera el método utilizado para lograr un resultado, que las consecuencias del mismo. Una decisión tomada por mayoría puede tener consecuencias que afecten al propio método que la ha hecho posible. ¿Cómo se defiende un sistema de las decisiones tomadas gracias al propio sistema? Se pueden imaginar que esta es una paradoja que tiene difícil solución y peor explicación, pero este es tal vez el principal motivo por el que la separación de poderes es un pilar fundamental en toda democracia. Opine lo que opine la mayoría.
El huevo o la gallina
El Siglo XX estuvo cargado de grandes descubrimientos, logros y también como sabemos, de grandes y desgraciados errores. Un siglo de grandes contrastes, en el que la Humanidad tenía el mundo ya completamente descubierto y a sus pies. Si la relatividad de Einstein destrozó el concepto de realidad absoluta y la mecánica cuántica el determinismo, los sistemas lógicos sufrieron también una gran conmoción cuando el matemático checo Kurt Gödel pronunció una serie de enunciados que volverían a tambalear los cimientos del mundo mecanicista, ordenado y predecible que desde Isaac Newton, la humanidad creía tener a su alrededor: los Teoremas de incompletitud de Gödel.Gödel demostró que por esfuerzo que pongamos intentando definir cualquier sistema lógico —la lógica no deja de ser un sistema matemático— nunca jamás de los jamases, este podrá ser al mismo tiempo, coherente y completo. Nuestro estupendo y flamante sistema político podrá ser completamente coherente, pero por mucho aprecio que le tengamos, no podrá demostrarse a sí mismo. ¿Donde debemos buscar pues su fundamento? ¿cómo se demuestra que es el «menos malo»?
El aspecto más sorprendente que se deduce de lo comentado es que todas las cosas deben su fundamento a una causa externa. No me pregunten cómo es posible aplicar esto para el universo al conjunto —¿qué clase de «causa externa» puede demostrar o «crear» el Universo?—. Más que nada porque ya he comentado antes —con toda la intención— que hablamos de un área limitada. No obstante si la duda les corroe la existencia pueden preguntarle a científicos y divulgadores como Paul Davies, Stephen Hawkins o Roger Penrose, que llevan varias décadas intentando darle respuesta. Si aún así no les satisface la que puedan darle, saben que existen otro tipo de instituciones que vienen dando respuestas a estas incógnitas desde hace milenios, pero aquí si que ya, si no les importa, les dejo que sean ustedes los que tomen la decisión. No es cosa mía.
Otro de los grandes retos que quedan por descubrir es uno que llevamos dentro de nuestra cabecita: la consciencia. Resulta que esto que nuestra mente realiza sin relativa dificultad, no ha logrado ser reproducido en ningún sistema tecnológico, por complicados y potentes que sean. Alan Turing «sabía» que la máquina que construyó para descifrar el Código Enigma lograría tarde o temprano su objetivo. Si embargo, esa consciencia que el gran científico y matemático había alcanzado enlazando proposiciones lógicas y matemáticas en principio, inconexas entre sí, no la podía tener su máquina. Gracias a nuestra consciencia, de alguna manera, en determinadas condiciones tras un largo proceso de experimentación y estudio, logramos ser nuestra propia «causa externa» por la cuál el conocimiento llega hasta nosotros.
En nuestro caso particular, la elección del sistema político no depende tanto del propio sistema como de nosotros mismos. Las antiguas tribus, las monarquías absolutistas y aún hoy en día los regímenes teocráticos, «justifican» su sistema político por la acción de una «causa externa» de origen místico o divino —en los nacionalismos es «la nación» lo que está por encima del individuo—. De esta manera, nuestra democracia llegará no por su infalibilidad, sino por ser el más lógico —por no decir el único— de los sistemas que no implican ninguna causa externa más que a los individuos que lo forman. Sólo hace falta que seamos conscientes de su necesidad.
La masa
Ahora viene la pregunta clave del asunto ¿cómo se logra la democracia en los parámetros mencionados? ¿puede venir la democracia de una decisión no democrática? Una vez más volvemos a la pregunta inicial ¿cuándo hay democracia?Aunque parezca una perogrullada, si se desea la democracia es porque el sistema que hay, no lo es. Tanto este motivo como la forma del nuevo sistema político, no tienen mayor veracidad y justificación que la que cada uno de nosotros deseemos darle. Se trata en efecto, de que tras muchos años de experiencia y de sufrir decepciones, un buen día, sin poder explicar cómo, «sabemos» que hay que hacer algo. Y que ese algo ha de ser compartido, ya que de otra forma, ni sería lógico ni sería democrático. Imponer soluciones, por buenas que parezcan —incluso si realmente lo son— no va a ser aceptado y no funcionará si el resto no comparten el mismo optimismo. Porque la democracia, además de cumplir con esos mínimos lógicos, ha de ser aceptada para que funcione.
Durante los sucesos del 15M y de los movimientos #ocupalaplaza, una persona que participó activamente en ellos me dijo que al final, todo era una cuestión de voluntad de las masas. La verdad, no suena bien que una «masa» sea la que decida. Pero lo cierto es que ¿acaso somos nosotros mejores para imponer sobre los demás? El pueblo entendido como masa es la manera en cómo los regímenes totalitarios —absolutismos, dictaduras, nacionalismos— tratan a las personas que forman una sociedad. Cuando el pueblo carece de los mecanismos adecuados —cuando no hay democracia— sólo puede expresarse inicialmente como masa. Esta puede ocasionar revoluciones, derrocar dictaduras o lograr independencias, para traer algo igual o peor. La masa puede equivocarse, y seguramente lo hace casi siempre. Pero quizás, pasado un tiempo considerando a todos y a todas las opciones, la masa aprenda. Tal vez la masa pueda acertar. Entonces y sólo entonces, cuando esto ocurre, se le puede llamar democracia.