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martes, 7 de octubre de 2025

Síndrome de Inmunodeficiencia Intelectual

martes, 7 de octubre de 2025

Cómo la Crítica del Poder nos Dejó Indefensos

Foucault impidió el rechazo por parte del poder, pero nos dejó sin la capacidad de poder rechazar nada

Prólogo: la fiebre silenciosa

Hagamos un experimento mental e imaginemos que nuestra sociedad es un organismo y está enfermo. No es una enfermedad aguda y violenta, sino una fiebre lenta, un cansancio crónico que impregna nuestra cultura y nuestra política. La sociedad vive en un estado de agitación perpetua, de indignación constante en redes sociales, de interminables «guerras culturales», y sin embargo, nada parece cambiar. Sentimos una parálisis profunda, un agotamiento existencial. Estamos enfermos, pero el diagnóstico se nos escapa. No hay un tirano visible al que culpar, ni un enemigo claro al que combatir.

La razón es que no estamos sufriendo una simple infección. Estamos padeciendo una enfermedad mucho más compleja y siniestra: un colapso sistémico de nuestras defensas. Padecemos un Síndrome de Inmunodeficiencia Intelectual Adquirida. Y para entender cómo hemos llegado a este punto, debemos analizar la extraña historia de la medicina que hemos administrado a nuestra propia civilización.

I. El inmunosupresor: la medicina que se convirtió en veneno

En el siglo XX, un brillante doctor intelectual, Michel Foucault, diagnosticó una grave enfermedad en el cuerpo social de Occidente: una especie de rechazo autoinmune. Vio cómo el poder, a través de sus instituciones, creaba «normas» y luego atacaba y excluía brutalmente a cualquier «cuerpo extraño» que no se ajustara a ellas: los locos, los disidentes, los desviados.

Para combatir esta patología del rechazo, Foucault prescribió una medicina radical: un potente fármaco inmunosupresor filosófico. Su crítica del poder nos enseñó a desconfiar de todas las «verdades», a ver en cada norma una herramienta de opresión, a cuestionar la legitimidad de cualquier juicio. Su objetivo era noble: detener el rechazo del sistema a sus «otros».

Pero la medicina fue demasiado potente. El tratamiento fue tan agresivo que no solo detuvo el rechazo patológico, sino que aniquiló por completo nuestro sistema inmunitario intelectual. En su afán por combatir el «rechazo del poder», nos dejó sin la capacidad de rechazar nada. Nos arrebató los anticuerpos que nos permitían diferenciar lo bueno de lo malo, una idea sana de una idea tóxica, una organización funcional de una cancerosa.

II. El virus oportunista: la metástasis de la positividad

Un organismo inmunodeprimido es el caldo de cultivo perfecto para las infecciones oportunistas. Y en el vacío que dejó la crítica de Foucault, un nuevo y astuto patógeno comenzó a prosperar. Es el virus que Byung-Chul Han ha identificado: el virus de la positividad tóxica.

Este virus es el patógeno perfecto, una obra maestra de la evolución ideológica, por varias razones:

  1. Se disfraza de célula sana: no ataca con la negatividad del «no debes». Infecta con la seducción del «sí puedes». Es el relato del rendimiento, de la autorrealización, del «sé tu mejor versión». Es el dogma que susurra que «todas las opiniones son válidas». Nuestro sistema inmunitario, ya debilitado, es incapaz de identificarlo como una amenaza. Al contrario, lo confunde con la salud.

  2. No tiene un origen visible: no hay un «paciente cero» al que culpar. No es un «Gran Hermano» que nos inyecta el virus. Es una infección aérea, una lógica que emana del sistema económico y cultural en su conjunto. Se transmite a través de la publicidad, de los libros de autoayuda, de la cultura corporativa, de las redes sociales.

  3. Provoca una enfermedad autoinmune: el virus no nos destruye directamente. Nos convence de que nos destruyamos a nosotros mismos. El imperativo de la positividad y el rendimiento nos lleva a la autoexplotación, al burnout, al agotamiento. El cuerpo social, incapaz de atacar al virus, empieza a atacarse a sí mismo en una espiral de ansiedad y depresión.

Epílogo: la tarea de la inmunoterapia

Hemos llegado al diagnóstico. La filosofía crítica de Foucault actuó como un inmunosupresor que, sin quererlo, preparó el terreno. Y el relato de la positividad neoliberal, analizado por Han, es el virus oportunista que ha provocado una metástasis en nuestro cuerpo social, dejándonos en un estado de desgaste crónico, incapaz de crear normas sociales consensuadas.

Estamos en una sociedad sin anticuerpos, incapaz de rechazar los «bulos», los «fanatismos ideológicos» y las «células cancerosas» de las élites extractivas porque hemos sido entrenados para creer que el acto de rechazar es, en sí mismo, un acto de opresión. La sociedad descartó la herramienta del «no», quedando en un estado inmunodeprimido. En esta situación, una toxina que solo necesite un «sí», tiene vía libre para infectar a nuestro organismo social.

¿Cuál es la cura? Si el problema es la inmunodeficiencia, la solución debe ser una inmunoterapia intelectual. No necesitamos más deconstrucción. Necesitamos una reconstrucción de nuestras defensas.

Esta es parte de la tarea que se proponía en el «Manifiesto por la conexión». Es empezar a crear y a entrenar nuevos anticuerpos. Es volver a enseñar al cuerpo social a diferenciar, a juzgar, a decir «no». Es un trabajo lento y paciente para reactivar nuestra capacidad de identificar y rechazar los virus ideológicos, por muy positivos que parezcan, y de nutrir y proteger las células sanas de la funcionalidad, la evidencia y el propósito común. La tarea no es encontrar a quién culpar. Es empezar a curarnos.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la conexión

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la Conexión: explorando nuevos vínculos entre los saberes humanos

Prólogo: el murmullo en la Biblioteca Global

Hay un silencio tenso en el mundo de las ideas. Un silencio que no es de paz, sino de estancamiento. Es el silencio de los feudos intelectuales, de las ciudadelas académicas y de los laboratorios corporativos, cada uno atrincherado tras sus murallas de jerga impenetrable, defendiendo su pequeño fragmento de la verdad como si fuera la totalidad. Nos han vendido una era de información sin precedentes, pero hemos acabado con un archipiélago de conocimientos aislados, de burbujas incapaces de hablar entre sí y todas creedoras de «su verdad».

Nos dijeron que la crítica nos haría libres, pero no hemos sabido salir de ella. Su abuso nos ha dejado cínicos y paralizados, expertos en deconstruir pero ineptos para construir. La especialización parecía que iba a traer el progreso, pero en su lugar ha traído una miopía colectiva, una incapacidad para ver el bosque porque estamos obsesionados con la taxonomía de una sola hoja. El poder, en su eterna astucia, no ha necesitado quemar los libros; le ha bastado con hacerlos irrelevantes, ahogando la sabiduría en un océano de datos inconexos y enfrentando a los sabios en una guerra de trincheras por la financiación y el prestigio.

Pero en medio de este silencio reglamentado, se escucha un murmullo. Es el murmullo de aquellos que han empezado a caminar por los pasillos prohibidos entre las bibliotecas. Es la voz de los que han descubierto que la clave para entender la célula puede estar en la historia de las ciudades, que la estructura de una galaxia puede enseñarnos sobre la dinámica de una red social, y que la biología evolutiva es el lenguaje olvidado que unifica todas las ciencias humanas.

Este es el manifiesto de esos nuevos exploradores. Es un llamado a un levantamiento, no de armas, sino de ideas. Una revolución ciudadana por el conocimiento. Este es el Manifiesto por la Conexión.

I. El camino olvidado desde el margen: la verdad como manera de caminar

Hay una idea que hemos olvidado, una lección fundamental de nuestra propia historia intelectual: la verdad no es un lugar al que se llega, sino una manera de caminar. Y ese camino suele iniciarse, con una frecuencia asombrosa, desde los márgenes del conocimiento establecido, lejos de los centros del poder consolidado. Las grandes estructuras del conocimiento, lo que el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn llamó «paradigmas», nacen de una revolución, de un descubrimiento que describe la realidad de una forma más precisa. Pero con el tiempo, corren el riesgo de fosilizarse. Lejos de ser foros abiertos al descubrimiento, a menudo se convierten en templos que custodian un dogma sagrado: el propio éxito pasado, codificado en un «relato oficial». La energía de la institución deja de orientarse a la exploración y se dedica a perpetuar y defender ese relato contra cualquier evidencia que lo cuestione, contra toda anomalía que amenace los cimientos del templo.

Y sin embargo, siempre caen. Caen no por un asalto frontal, sino porque un individuo o un pequeño grupo, a menudo en la periferia, sin los recursos del centro pero también sin sus prejuicios, propone un relato mejor. Lavoisier no necesitó el permiso del establishment del flogisto para descubrir el oxígeno; Darwin no pidió la aprobación de la teología natural para formular la selección natural; Wegener no esperó el consenso de los geólogos para proponer la deriva continental. Su autoridad no provenía de su fuerza, ni de su poder, ni de su influencia, sino de proporcionar una explicación que se ajustaba mejor a la realidad.

Estos pioneros partían de una humildad radical. No la falsa humildad de la corrección política, sino la humildad profunda del explorador ante lo desconocido. Comprendían que nuestro conocimiento es siempre una «verdad de trabajo», una explicación útil y provisional que damos a un universo cuya complejidad nos desborda. La ciencia, en su forma más pura, no es la posesión de la verdad, sino el arte de convivir con nuestra ignorancia de una manera cada vez más sofisticada. Es esta aceptación de la ignorancia fundamental la que nos mantiene en movimiento, la que garantiza que el cambio no sea la excepción, sino la norma. Porque, tarde o temprano, la realidad, terca e indiferente a nuestros dogmas, siempre se acaba abriendo paso.

II. El diagnóstico: la captura de la ciencia y la tiranía del especialista

El problema es que hoy, esa norma ha sido subvertida. El mecanismo que garantizaba la revolución perpetua del conocimiento ha sido saboteado. La ciencia como método sigue siendo nuestra herramienta más afilada, pero «la Ciencia» como institución ha sido capturada.

Lo que antes era un campo abierto a la exploración se ha convertido en un complejo industrial-académico, financiado por intereses económicos y gubernamentales que no premian la audacia, sino la conformidad. La potestad de la financiación y la publicación ha aplastado a la autoridad de la evidencia. El descubrimiento ya no es un acto de un individuo solitario con una idea brillante; es el producto de equipos enormes y laboratorios multimillonarios que, por su propia naturaleza, son conservadores. El riesgo no se recompensa. La disidencia se castiga con la irrelevancia.

El síntoma más visible de esta patología es la compartimentalización. El conocimiento ha sido dividido en feudos cada vez más pequeños, cada uno con su propio lenguaje, sus propios sumos sacerdotes y sus propias barreras de entrada. El biólogo no habla con el economista, que a su vez desprecia al historiador, que ignora al físico. Cada especialista cava más hondo en su túnel, perdiendo de vista no solo a los demás, sino al cielo que hay sobre todos ellos.

Esta fragmentación no es un accidente. Es la estrategia de dominación más eficaz jamás concebida. Un poder centralizado no tiene nada que temer de un millón de especialistas que no pueden comunicarse entre sí. Al destruir la visión de conjunto, se destruye la capacidad de una crítica sistémica. Nos encontramos en la paradoja de saber más que nunca sobre las partes, y menos que nunca sobre el todo. La Ciencia, que una vez fue la mayor fuerza liberadora de la humanidad, corre el riesgo de convertirse en el engranaje más eficiente del «saber/poder» que Foucault describió: una jaula de oro construida por expertos.

III. La propuesta: la rebelión por la conexión y la interdisciplinariedad radical

Si la revolución ya no puede nacer dentro de los laboratorios fortificados, entonces debe nacer en el espacio que hay entre ellos. Si la nueva frontera ya no está en el descubrimiento de nuevos datos, entonces debe estar en el descubrimiento de nuevas y profundas conexiones entre los datos que ya tenemos.

Ha llegado la hora de la Rebelión por la Conexión.

El nuevo revolucionario no es el especialista, sino el generalista radical. No es el que tiene el microscopio más potente, sino el que tiene la visión más amplia. Su laboratorio no es una sala estéril, sino la biblioteca global a la que una revolución tecnológica —impulsada, irónicamente, por intereses comerciales— nos ha dado acceso. Su autoridad no proviene de una credencial institucional, sino de su habilidad para construir puentes, para traducir entre disciplinas y para revelar el patrón oculto que los especialistas, en su visión de túnel, no pueden ver.

Este es nuestro llamado a las armas. Es un llamado a los biólogos a leer historia, a los economistas a estudiar termodinámica, a los programadores a aprender neurociencia, a los artistas a entender la teoría de juegos. Es un llamado a realizar el acto más subversivo en una era de fragmentación: pensar de forma holística.

La iniciativa ya no puede ser de las instituciones; debe ser nuestra. Es un levantamiento ciudadano por el conocimiento. No necesitamos permiso para leer los papers que ya están publicados. No necesitamos financiación para detectar las contradicciones entre lo que nos dice la biología evolutiva sobre la naturaleza humana y lo que asumen nuestras teorías políticas. No necesitamos un título para señalar que los modelos económicos de crecimiento infinito violan las leyes fundamentales de la física.

La misión es clara: derribar las barreras de los feudos. No quemando las bibliotecas, como haría un bárbaro, ni deconstruyéndolas hasta el cinismo, como haría un posmoderno. Lo haremos de una forma mucho más elegante y poderosa: tendiendo puentes sobre sus murallas.

IV. Un manifiesto para la construcción de puentes del saber

Esta no es una revolución de la negación, sino de la síntesis. No buscamos el vacío, buscamos la integración. Por eso, nuestro método debe ser diferente:

Rechazamos el falso dilema: nos negamos a elegir entre el dogmatismo ciego del cientificismo y el cinismo corrosivo de la crítica que afirma que todo es un juego de poder. Afirmamos que la búsqueda de la verdad es un principio digno y necesario, y que la mejor defensa contra la instrumentalización de la verdad es, precisamente, una búsqueda más honesta, abierta y autocrítica.

Abrazamos la complejidad: huimos de las explicaciones que buscan un culpable y de las soluciones simples. El mundo es un sistema complejo, y solo un pensamiento sistémico, que reconozca las interacciones y la influencia mutua entre sus partes, puede empezar a comprenderlo.

Construimos sobre hombros de gigantes: no desechamos el conocimiento de los especialistas. Lo honramos. Pero nos negamos a que su especialización se convierta en una prisión. Tomamos sus ladrillos, fruto de un trabajo riguroso, y los usamos para construir un edificio que ellos, desde el interior de sus talleres, no pueden imaginar.

La autoridad se gana, no se impone: nuestra única arma es la fuerza del argumento, la coherencia de la síntesis y la evidencia recopilada de múltiples campos. No pedimos que se nos crea por quiénes somos, sino que se examine la validez de los puentes que construimos.

El futuro no será moldeado por aquellos que cavan más profundo, sino por aquellos que conectan más lejos. La próxima gran revolución del conocimiento no será el descubrimiento de un nuevo planeta o una nueva partícula. Será el redescubrimiento de una idea antigua, pero hoy revolucionaria: que todo está conectado.

La tarea es inmensa. El camino es largo. Las ciudadelas del saber establecido no caerán en un día. Pero, como dice el proverbio, todo camino comienza con un primer paso. Ese paso no es un evento futuro que debamos esperar. Es una decisión que tomamos ahora. La decisión de leer fuera de nuestra disciplina. La decisión de hacer una pregunta ingenua que conecte dos ideas que nadie había conectado antes. La decisión de empezar a tejer vínculos de conexión entre ideas.

Únete. La nueva frontera no comienza fuera, sino dentro, en la arquitectura de nuestro conocimiento. Seamos los exploradores de los espacios intermedios. Seamos los Conectores, los constructores de vínculos. En un mundo que se desmorona en fragmentos, construir puentes entre ellos es uno de los actos más revolucionarios.



martes, 17 de marzo de 2015

La voluntad de la masa

martes, 17 de marzo de 2015


¿Cuándo hay democracia? ¿es cuando una minoría decide la forma de un sistema político? ¿o es por el contrario cuando la mayoría aplica su criterio como un rodillo sobre los discrepantes y las minorías? ¿puede alcanzarse, si no hay una democracia previa para decidir? aunque ¿no es precisamente cuando no hay democracia, cuando se desea alcanzar?

La democracia es un concepto pintoresco que es usado actualmente para todo. Desde decidir cuál es la octava maravilla del mundo hasta la independencia de territorios. Pasando por las definiciones de la Wikipedia. La democracia es usada al parecer, como una especie de «agua bendita» con la que todo adquiere mágicamente legitimidad inapelable y se convierte en «la verdad absoluta». Esto ocurre seguramente en las sociedades en las que se acostumbra a seguir a líderes mesiánicos como borregos, con la simple diferencia de que ahora la religión a la que adoran la llaman de otra manera.

Ha llovido mucho desde que en la Grecia Clásica se inventaran el concepto. Las sociedades son ahora mucho más grandes y heterogéneas que las Ciudades Estado helenas, y por tanto, más complicadas de gobernar. Afortunadamente, desde hace unas décadas se puede decir que están mucho mejor comunicadas. En cualquier caso, ha sido necesario estrujarse la cabeza bastante ingeniando métodos para que, la aspiración de algunas sociedades en dejar atrás el pasado tribal de la especie humana, se lograse.

El problema es que en efecto, la democracia no puede ser cualquier cosa que se decida por mayoría. El gobierno del pueblo sólo puede ser digno de tal nombre si cumple necesariamente unos mínimos lógicos. Y al hablar de lógica nos referimos a esos conceptos universales que precisamente comenzaron a manejar en aquella lejana época en la Antigua Grecia. Y esa lógica nos dice que para que haya un «gobierno del pueblo», primero hay que definir este. La manera más sencilla de hacerlo sin meterse en extraños recovecos es la de definir al pueblo como el conjunto de todos y cada uno de los individuos libres e iguales que existen en un momento determinado, dentro de un área geográfica —limitada en un primer momento— sin distinción alguna de raza, sexo o ideología. Personas, simple y llanamente personas. Recordemos, hablamos de lógica, no de ideologías.

Pero no iba a ser tan sencillo como coger un papel y ponerse a resolver un problema de matemáticas. El problema al introducir la variable «personas» en nuestra definición tiene el problema de que estas, las personas, no somos conceptos plenamente definidos mediante la ciencia. No es posible garantizar que el funcionamiento «lógico» de un sistema político sea comprendido y llevado a la práctica por todo ese conjunto de individuos que forman «el pueblo».

Por tanto, para hablar de democracia es necesario tener en cuenta de forma inseparable dos cosas: la definición lógica del sistema en cuanto trate a las personas como individuos iguales y libres, y les dote de los mecanismos adecuados para que la sociedad que forman se autogobierne, como el grado de conocimiento, responsabilidad y necesidad social de usar correctamente dichos mecanismos. Cualquier vende-motos que nos hable de un aspecto sin tener en cuenta el otro, pues eso, nos está vendiendo la moto. O se la vendieron a él antes.

Los límites de la democracia 

Todos tendrán en mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer siempre la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima, pues la minoría posee derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y violar esto sería opresión.

De todo esto se deduce que no se debe valorar de la misma manera el método utilizado para lograr un resultado, que las consecuencias del mismo. Una decisión tomada por mayoría puede tener consecuencias que afecten al propio método que la ha hecho posible. ¿Cómo se defiende un sistema de las decisiones tomadas gracias al propio sistema? Se pueden imaginar que esta es una paradoja que tiene difícil solución y peor explicación, pero este es tal vez el principal motivo por el que la separación de poderes es un pilar fundamental en toda democracia. Opine lo que opine la mayoría.

El huevo o la gallina

El Siglo XX estuvo cargado de grandes descubrimientos, logros y también como sabemos, de grandes y desgraciados errores. Un siglo de grandes contrastes, en el que la Humanidad tenía el mundo ya completamente descubierto y a sus pies. Si la relatividad de Einstein destrozó el concepto de realidad absoluta y la mecánica cuántica el determinismo, los sistemas lógicos sufrieron también una gran conmoción cuando el matemático checo Kurt Gödel pronunció una serie de enunciados que volverían a tambalear los cimientos del mundo mecanicista, ordenado y predecible que desde Isaac Newton, la humanidad creía tener a su alrededor: los Teoremas de incompletitud de Gödel.

Gödel demostró que por esfuerzo que pongamos intentando definir cualquier sistema lógico —la lógica no deja de ser un sistema matemático— nunca jamás de los jamases, este podrá ser al mismo tiempo, coherente y completo. Nuestro estupendo y flamante sistema político podrá ser completamente coherente, pero por mucho aprecio que le tengamos, no podrá demostrarse a sí mismo. ¿Donde debemos buscar pues su fundamento? ¿cómo se demuestra que es el «menos malo»?

El aspecto más sorprendente que se deduce de lo comentado es que todas las cosas deben su fundamento a una causa externa. No me pregunten cómo es posible aplicar esto para el universo al conjunto —¿qué clase de «causa externa» puede demostrar o «crear» el Universo?—. Más que nada porque ya he comentado antes —con toda la intención— que hablamos de un área limitada. No obstante si la duda les corroe la existencia pueden preguntarle a científicos y divulgadores como Paul Davies, Stephen Hawkins o Roger Penrose, que llevan varias décadas intentando darle respuesta. Si aún así no les satisface la que puedan darle, saben que existen otro tipo de instituciones que vienen dando respuestas a estas incógnitas desde hace milenios, pero aquí si que ya, si no les importa, les dejo que sean ustedes los que tomen la decisión. No es cosa mía.

Otro de los grandes retos que quedan por descubrir es uno que llevamos dentro de nuestra cabecita: la consciencia. Resulta que esto que nuestra mente realiza sin relativa dificultad, no ha logrado ser reproducido en ningún sistema tecnológico, por complicados y potentes que seanAlan Turing «sabía» que la máquina que construyó para descifrar el Código Enigma lograría tarde o temprano su objetivo. Si embargo, esa consciencia que el gran científico y matemático había alcanzado enlazando proposiciones lógicas y matemáticas en principio, inconexas entre sí, no la podía tener su máquina. Gracias a nuestra consciencia, de alguna manera, en determinadas condiciones tras un largo proceso de experimentación y estudio, logramos ser nuestra propia «causa externa» por la cuál el conocimiento llega hasta nosotros.

En nuestro caso particular, la elección del sistema político no depende tanto del propio sistema como de nosotros mismos. Las antiguas tribus, las monarquías absolutistas y aún hoy en día los regímenes teocráticos, «justifican» su sistema político por la acción de una «causa externa» de origen místico o divino —en los nacionalismos es «la nación» lo que está por encima del individuo—. De esta manera, nuestra democracia llegará no por su infalibilidad, sino por ser el más lógico —por no decir el único— de los sistemas que no implican ninguna causa externa más que a los individuos que lo forman. Sólo hace falta que seamos conscientes de su necesidad.

La masa

Ahora viene la pregunta clave del asunto ¿cómo se logra la democracia en los parámetros mencionados? ¿puede venir la democracia de una decisión no democrática? Una vez más volvemos a la pregunta inicial ¿cuándo hay democracia?

Aunque parezca una perogrullada, si se desea la democracia es porque el sistema que hay, no lo es. Tanto este motivo como la forma del nuevo sistema político, no tienen mayor veracidad y justificación que la que cada uno de nosotros deseemos darle. Se trata en efecto, de que tras muchos años de experiencia y de sufrir decepciones, un buen día, sin poder explicar cómo, «sabemos» que hay que hacer algo. Y que ese algo ha de ser compartido, ya que de otra forma, ni sería lógico ni sería democrático. Imponer soluciones, por buenas que parezcan —incluso si realmente lo son— no va a ser aceptado y no funcionará si el resto no comparten el mismo optimismo. Porque la democracia, además de cumplir con esos mínimos lógicos, ha de ser aceptada para que funcione.

Durante los sucesos del 15M y de los movimientos #ocupalaplaza, una persona que participó activamente en ellos me dijo que al final, todo era una cuestión de voluntad de las masas. La verdad, no suena bien que una «masa» sea la que decida. Pero lo cierto es que ¿acaso somos nosotros mejores para imponer sobre los demás? El pueblo entendido como masa es la manera en cómo los regímenes totalitarios —absolutismos, dictaduras, nacionalismos— tratan a las personas que forman una sociedad. Cuando el pueblo carece de los mecanismos adecuados —cuando no hay democracia— sólo puede expresarse inicialmente como masa. Esta puede ocasionar revoluciones, derrocar dictaduras o lograr independencias, para traer algo igual o peor. La masa puede equivocarse, y seguramente lo hace casi siempre. Pero quizás, pasado un tiempo considerando a todos y a todas las opciones, la masa aprenda. Tal vez la masa pueda acertar. Entonces y sólo entonces, cuando esto ocurre, se le puede llamar democracia.