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¿Qué es lo que pensaran los americanos tanto de una parte como de otra, de la situación en el Viejo Continente? Con la Unión Europea y el uso del inglés como segunda lengua esta situación está cambiando, pero queda mucho camino para poder hablar de una Europa en la que todos sus habitantes puedan entenderse a través de una o dos lenguas. Todo esto, por supuesto, a falta de determinar si esta situación es deseada, y por quien.
¿Es necesario buscar alguna unificación lingüística? Es complicado responder a esta pregunta ya que lo «necesario», es un concepto sujeto a una gran subjetividad. La gente se aferra al pasado más inmediato, a la época en la que surgieron los Estados actuales, y no cesa de reinterpretar el pasado para acomodarlo a su idea de nación. Pero lo importante es saber quien ha de decidir el futuro y en base a qué intereses.
Sin embargo, la pregunta de si Europa ha reproducido siempre el mito de la «babel» es más clara y evidente de responder. Por más intentos de reinterpretar el pasado, la Historia siempre da la misma respuesta, y esta es efectivamente, no: hubo un tiempo en que era posible recorrer la Europa Occidental y el resto de la cuenca mediterránea, con tan sólo necesitar una sola lengua: el latín. Todas las lenguas actuales de la Europa mediterránea provienen de la lengua utilizada en la Roma Clásica —salvo lógicamente, el griego y el vasco—. Todas por tanto, están emparentadas. Si retrocedemos un poco más, todas las lenguas europeas —incluidas las germánicas— tienen algún antepasado común, lo que conforma el bloque lingüístico indoeuropeo.
Estamos acostumbrados en Europa a que en Alemania se hable alemán, en Austria se hable austriaco, en Francia el francés, en Italia el italiano, y así sucesivamente. De esta manera se confunden lenguas con territorios creando asociaciones carentes de fundamento racional —falacia de la falsa analogía—. Por ejemplo, si asumimos, como la apariencia sugiere, que, todo país formado en base a una reglas —arbitrariamente establecidas— tiene «su» lengua; de la misma manera, para una lengua minoritaria hablada en un determinado «territorio» ha de corresponderle su propio país, delimitado con el mismo tipo de fronteras que separan España de Portugal o de Francia. No es necesario señalar que por motivos obvios, para ciertos intereses resulta conveniente fomentar y difundir dicha confusión.
El problema es que el proceso que dio lugar a las lenguas y el de formación de los países ha seguido caminos paralelos, pero realmente no hay ningún motivo para dar por hecho inevitable que dichos caminos están total e irremediablemente vinculados. No creo que en Hispanoamérica interpreten que hablar «español» implique «ser español», en absoluto. Aún así existe cierta insistencia —política— por llamarle «castellano» en recuerdo de sus orígenes, pero igualmente, no creo que el hacerlo les convierta —ni mucho menos— en «castellanos». Por algún extraño motivo en Europa este asunto está todavía más viciado, lo que hace que en algunos lugares puedas pertenecer a algún grupo étnico distinto creado «ad-oc», en función de la lengua que hables.
La cuestión es que si las fronteras actuales fueron decididas tras la caída de Roma en un proceso histórico en función de criterios coyunturales, arbitrarios y subjetivos —además de la influencia lógica de la situación geográfica como penínsulas, separación por ríos, cordilleras montañosas, etc.—, para las lenguas se puede aplicar lo mismo. Si ahora cruzamos una determinada línea y la gente habla algo distinto a lo que hablaban al otro lado de dicha línea, no es porque esa gente tenga una genética sustancialmente distinta, ni es porque sean de «otra tribu», ni es porque el aire que se respira es distinto.
Sólo es el resultado de un azaroso proceso histórico en donde una serie de personas en un lado de la línea acumularon cierto poder y decidieron que en «su» trozo, las cosas se hacían de una manera distinta a la del otro lado de la línea, afectando, normalizando y regulando todo lo que entendían requería serlo, contando para ello, unas veces más y otras menos, con la participación de la gente. Y la lengua era tan susceptible de ser regulada como cualquier otra cosa.
Y así es como en cada lugar, los señoríos feudales fueron acumulando poder y territorios y decidiendo las cosas como les venía en gana dentro del ámbito geográfico de su influencia. En un proceso similar al de la formación de grumos en nuestro desayuno, se fueron creando diferencias cada vez más grandes hasta que, tal vez inadvertidamente, acabaron por no entender a su vecino.
Llegados a esta situación se generó lo que en física se denomina una ruptura de la simetría: dos territorios antaño unidos y con una sola lengua, se separan y se identifican cada uno con ideas distintas de «nación» vinculada a la lengua, de forma que no pueden volver a unirse sin pasar por un proceso social complicado más o menos traumático. Traumas que hoy en día lejos de intentar solucionar más bien al contrario se alimentan, con claros objetivos políticos.
Por esto, es muy probable que las lenguas habladas en la península ibérica tuvieran en su momento un antepasado común llamado en la actualidad «latín vulgar» —en la antigüedad a nadie se le ocurría llamarle así, claro—, inteligible por sus habitantes y relativamente homogéneo. Si como es previsible en algún momento necesitaron denominar a la lengua que hablaban, a falta de acuerdo o de norma establecida, en cada zona le llamaron como creyeron conveniente, generándose así el germen de las diferencias actuales.
No se trata de míticas cualidades ancestrales, sino simplemente porque la gente, condicionada por el propio lenguaje vivo y cambiante, llamó a las mismas cosas de diferente manera, entre ellas a la propia lengua. De esta manera, inconscientemente, las hicieron distintas.
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