martes, 7 de octubre de 2025

Síndrome de Inmunodeficiencia Intelectual

martes, 7 de octubre de 2025

Cómo la Crítica del Poder nos Dejó Indefensos

Foucault impidió el rechazo por parte del poder, pero nos dejó sin la capacidad de poder rechazar nada

Prólogo: la fiebre silenciosa

Hagamos un experimento mental e imaginemos que nuestra sociedad es un organismo y está enfermo. No es una enfermedad aguda y violenta, sino una fiebre lenta, un cansancio crónico que impregna nuestra cultura y nuestra política. La sociedad vive en un estado de agitación perpetua, de indignación constante en redes sociales, de interminables «guerras culturales», y sin embargo, nada parece cambiar. Sentimos una parálisis profunda, un agotamiento existencial. Estamos enfermos, pero el diagnóstico se nos escapa. No hay un tirano visible al que culpar, ni un enemigo claro al que combatir.

La razón es que no estamos sufriendo una simple infección. Estamos padeciendo una enfermedad mucho más compleja y siniestra: un colapso sistémico de nuestras defensas. Padecemos un Síndrome de Inmunodeficiencia Intelectual Adquirida. Y para entender cómo hemos llegado a este punto, debemos analizar la extraña historia de la medicina que hemos administrado a nuestra propia civilización.

I. El inmunosupresor: la medicina que se convirtió en veneno

En el siglo XX, un brillante doctor intelectual, Michel Foucault, diagnosticó una grave enfermedad en el cuerpo social de Occidente: una especie de rechazo autoinmune. Vio cómo el poder, a través de sus instituciones, creaba «normas» y luego atacaba y excluía brutalmente a cualquier «cuerpo extraño» que no se ajustara a ellas: los locos, los disidentes, los desviados.

Para combatir esta patología del rechazo, Foucault prescribió una medicina radical: un potente fármaco inmunosupresor filosófico. Su crítica del poder nos enseñó a desconfiar de todas las «verdades», a ver en cada norma una herramienta de opresión, a cuestionar la legitimidad de cualquier juicio. Su objetivo era noble: detener el rechazo del sistema a sus «otros».

Pero la medicina fue demasiado potente. El tratamiento fue tan agresivo que no solo detuvo el rechazo patológico, sino que aniquiló por completo nuestro sistema inmunitario intelectual. En su afán por combatir el «rechazo del poder», nos dejó sin la capacidad de rechazar nada. Nos arrebató los anticuerpos que nos permitían diferenciar lo bueno de lo malo, una idea sana de una idea tóxica, una organización funcional de una cancerosa.

II. El virus oportunista: la metástasis de la positividad

Un organismo inmunodeprimido es el caldo de cultivo perfecto para las infecciones oportunistas. Y en el vacío que dejó la crítica de Foucault, un nuevo y astuto patógeno comenzó a prosperar. Es el virus que Byung-Chul Han ha identificado: el virus de la positividad tóxica.

Este virus es el patógeno perfecto, una obra maestra de la evolución ideológica, por varias razones:

  1. Se disfraza de célula sana: no ataca con la negatividad del «no debes». Infecta con la seducción del «sí puedes». Es el relato del rendimiento, de la autorrealización, del «sé tu mejor versión». Es el dogma que susurra que «todas las opiniones son válidas». Nuestro sistema inmunitario, ya debilitado, es incapaz de identificarlo como una amenaza. Al contrario, lo confunde con la salud.

  2. No tiene un origen visible: no hay un «paciente cero» al que culpar. No es un «Gran Hermano» que nos inyecta el virus. Es una infección aérea, una lógica que emana del sistema económico y cultural en su conjunto. Se transmite a través de la publicidad, de los libros de autoayuda, de la cultura corporativa, de las redes sociales.

  3. Provoca una enfermedad autoinmune: el virus no nos destruye directamente. Nos convence de que nos destruyamos a nosotros mismos. El imperativo de la positividad y el rendimiento nos lleva a la autoexplotación, al burnout, al agotamiento. El cuerpo social, incapaz de atacar al virus, empieza a atacarse a sí mismo en una espiral de ansiedad y depresión.

Epílogo: la tarea de la inmunoterapia

Hemos llegado al diagnóstico. La filosofía crítica de Foucault actuó como un inmunosupresor que, sin quererlo, preparó el terreno. Y el relato de la positividad neoliberal, analizado por Han, es el virus oportunista que ha provocado una metástasis en nuestro cuerpo social, dejándonos en un estado de desgaste crónico, incapaz de crear normas sociales consensuadas.

Estamos en una sociedad sin anticuerpos, incapaz de rechazar los «bulos», los «fanatismos ideológicos» y las «células cancerosas» de las élites extractivas porque hemos sido entrenados para creer que el acto de rechazar es, en sí mismo, un acto de opresión. La sociedad descartó la herramienta del «no», quedando en un estado inmunodeprimido. En esta situación, una toxina que solo necesite un «sí», tiene vía libre para infectar a nuestro organismo social.

¿Cuál es la cura? Si el problema es la inmunodeficiencia, la solución debe ser una inmunoterapia intelectual. No necesitamos más deconstrucción. Necesitamos una reconstrucción de nuestras defensas.

Esta es parte de la tarea que se proponía en el «Manifiesto por la conexión». Es empezar a crear y a entrenar nuevos anticuerpos. Es volver a enseñar al cuerpo social a diferenciar, a juzgar, a decir «no». Es un trabajo lento y paciente para reactivar nuestra capacidad de identificar y rechazar los virus ideológicos, por muy positivos que parezcan, y de nutrir y proteger las células sanas de la funcionalidad, la evidencia y el propósito común. La tarea no es encontrar a quién culpar. Es empezar a curarnos.

lunes, 29 de septiembre de 2025

El Emperador Invisible

lunes, 29 de septiembre de 2025
Cómo Roma y el Papado explican el poder del siglo XXI


Vivimos en un mundo que se nos presenta como una red de naciones soberanas que compiten y colaboran en un mercado global. Creemos en la ficción de que nuestros gobiernos nacionales son los actores principales en el escenario de nuestro destino. Sin embargo, una sensación persistente de impotencia nos invade. Sentimos que las decisiones cruciales que afectan nuestras vidas —nuestros trabajos, nuestra cultura, nuestro futuro— se toman en otro lugar, por fuerzas que no hemos elegido y a las que no podemos pedir cuentas.

Como ya se exploró en La Sombra del Faraón, las raíces de esta tiranía meritocrática moderna se hunden profundamente en la confluencia de la Reforma, el capitalismo y la expansión anglosajona, dotando al poder económico de una legitimidad de apariencia casi sagrada. Michael J. Sandel en La tiranía del mérito, señala cómo el propio relato meritocrático se origina en gran parte con la escisión protestante: al sustituir la mediación de la Iglesia católica por una ética del llamado individual, las sociedades anglosajonas incubaron el sustrato cultural que hoy sostiene el neoliberalismo. 

Además, Sandel advierte que la narrativa meritocrática no sólo falla en su promesa de justicia, sino que crea una élite prepotente y una clase baja humillada, legitimando así la desigualdad. Ahora, en el siglo XXI, ese legado ha evolucionado hacia una forma aún más sofisticada y elusiva: el poder del «Emperador Invisible».

Esta situación se aclara si actualizamos nuestro mapa histórico. Para entender la naturaleza del poder hoy, debemos mirar más allá del siglo XX y reconocer la silueta de una estructura mucho más antigua. El poder global actual no es una red descentralizada; es un imperio híbrido que ha fusionado, de una manera innovadora y casi invisible, los dos grandes modelos de poder de Occidente: la potestas del Emperador Romano y la autoritas del Papado. Y su capital, su «Nueva Roma», son los Estados Unidos.

I. El Emperador: la potestas de las legiones invisibles

El rol imperial de Estados Unidos no se ejerce principalmente a través de la conquista militar. Aunque su ejército siga siendo la fuerza dominante del planeta, su papel queda restringido a «eliminar» las trabas políticas que puedan complicar la asimilación posterior del territorio. La innovación de este nuevo imperio ha consistido en sustituir las legiones de hierro por legiones económicas y tecnológicas de una eficacia aún mayor.

Esta potestas se manifiesta a través de sus principales herramientas estratégicas:

  • El dólar como estandarte: desde el fin del patrón oro, el control de la moneda de reserva mundial le otorga una potestas financiera sin precedentes, la capacidad de financiar sus déficits y de sancionar a sus enemigos con una eficacia devastadora.
  • El control de las rutas comerciales: no solo las marítimas (en las que China es cada vez más relevante), sino las digitales. Las grandes plataformas tecnológicas (Google, Meta, Amazon, Microsoft), nacidas y protegidas en su seno, controlan las autopistas de la información y el comercio por las que transita el mundo.
  • Las instituciones como guarniciones: organismos como el FMI o el Banco Mundial actúan a menudo como las guarniciones del imperio, imponiendo una ortodoxia económica que beneficia al centro imperial a cambio de «ayuda» y estabilidad.

Sin embargo, la verdadera fuerza coercitiva se ejerce a través de mecanismos más profundos y estructurales que someten a los países a un dominio del que es casi imposible escapar:

  • La potestas financiera: es la capacidad de desestabilizar una economía con un simple clic. La amenaza de una degradación de la calificación crediticia por parte de las agencias (ubicadas en su mayoría en el centro imperial) puede encarecer la deuda de un país hasta hacerlo quebrar. Los flujos de inversión, controlados por sus grandes fondos, actúan como el pulgar de un césar: pueden dar vida a una economía o condenarla a la asfixia.
  • La potestas de la dependencia tecnológica: no se trata tanto de una «sanción tecnológica» directa, que como se ha visto en Europa puede ser contestada en el terreno legal. Es algo mucho más fundamental. Las grandes corporaciones del imperio no solo invierten; construyen los ecosistemas digitales (sistemas operativos, redes sociales, servicios en la nube, infraestructuras de comercio electrónico) de los que el resto del mundo se ha vuelto dependiente y cuyos datos son manejados desde el centro imperial. Salir de estos ecosistemas ya no es una opción viable sin arriesgarse al aislamiento y al colapso funcional. La soberanía digital es, en gran medida, una ilusión.
  • La potestas sobre la soberanía local: se crea una dependencia que, aunque pueda parecer mutua, es profundamente asimétrica. Los gobiernos locales, para atraer y mantener las inversiones que garantizan el empleo y la prosperidad (y por tanto, su propia supervivencia política), se ven obligados a competir entre sí ofreciendo ventajas fiscales y regulatorias. En la práctica, subordinan su soberanía a las necesidades del capital transnacional, cuya lealtad última reside igualmente en el centro del imperio. El poder real no lo tiene el político que corta la cinta de una nueva fábrica, sino la entidad anónima que puede decidir, en cualquier momento, llevársela a otro lugar.

II. El Papado: la autoritas del relato universal

Pero la fuerza bruta, como ya sabían los faraones, no es suficiente. El poder, para ser estable, necesita legitimidad. Y aquí es donde el imperio ejerce su segundo rol, el del Papado: el monopolizador del relato universal.

El Vaticano exportaba un relato de salvación metafísica. La Nueva Roma exporta un relato de salvación terrenal, cuyo núcleo no son valores en sí reprochables —libre mercado, democracia liberal, derechos individuales—, sino la forma en que se los absolutiza y convierte en un evangelio incuestionable, útil para legitimar su propio poder:

  • El libre mercado: presentado como el único sistema natural y eficiente para generar prosperidad.
  • La democracia liberal: presentada como la única forma legítima de gobierno.
  • Los derechos individuales: presentados como el valor supremo de la organización social, pero ignorando a los del colectivo.

Este relato es increíblemente poderoso. Otorga al imperio la autoridad moral para juzgar al resto del mundo, para «excomulgar» a las naciones que no siguen sus dogmas (los «estados canalla») —mientras tolera a los que les son útiles («nuestros "hijos de puta"»)— y para bendecir a sus propios misioneros: los CEOs de las grandes corporaciones actúan como los «obispos» de esta nueva fe, expandiendo el evangelio del mercado por todo el planeta. 

Pero el rasgo más estremecedor de todos es la monopolización de ambos relatos: el de la potestas y el de la autoritas, un poder que no requiere permiso para dictar su moral, algo que, salvo la propia Inquisición, pocas instituciones han detentado.

III. La gran hipocresía: «mercado libre» para las provincias, proteccionismo para «Roma»

Y aquí llegamos al núcleo de la genialidad y la perversión del sistema. El dogma del «libre mercado» que el Papado imperial predica con fervor solo se aplica de verdad fuera de sus murallas.

En la Periferia (el resto del mundo), el «libre mercado» es un arma para «puentear» a los gobiernos locales. Se utiliza para forzar la apertura de sus economías, desmantelar sus protecciones y permitir que los «obispos» corporativos operen con ventaja sobre las empresas locales. Cualquier intento de un «monarca medieval» (un presidente o primer ministro europeo, asiático o latinoamericano) de proteger su industria o a sus trabajadores es inmediatamente condenado como un acto de herejía proteccionista.

En el Centro del Imperio (Estados Unidos), sin embargo, la realidad es la opuesta: las grandes corporaciones no serían nada sin el «marco seguro» que les proporciona su connivencia con el poder político. El gobierno estadounidense utiliza su potestas para darles ventajas competitivas, rescatarlas si caen, proteger su propiedad intelectual y usar su poder diplomático para abrirles mercados.

El «libre mercado» no es un principio; es una tecnología de poder imperial. Se impone a los demás para debilitar su soberanía, mientras que en casa se practica una estrecha alianza entre el poder político y el económico. 

IV. Los reyes vasallos y la confusión de la resistencia

Esto coloca a los líderes de los países periféricos en la posición de los antiguos reyes medievales. Tienen autoridad política en su feudo, pero saben que su prosperidad económica —y, por tanto, su capacidad para mantenerse en el poder— depende de no enfadar al Emperador Papal y de dar la bienvenida a sus «obispos» corporativos.

Esta situación genera la confusión que puede observarse en lugares como España: la izquierda local, a menudo usando un mapa ideológico obsoleto, ataca a un campeón nacional como Mercadona, sin darse cuenta de que el verdadero poder hegemónico reside en una estructura transoceánica que opera bajo un relato que su propio modelo de crítica posmodernista, inconsciente y negligentemente, ha contribuido a fortalecer.

El mapa, por tanto, queda mucho más claro. No vivimos en un mundo de iguales, sino en un imperio invisible, gobernado por una entidad de dos cabezas —una potestas económica y la autoritas de un relato de libertad, conceptos cuya apariencia de positividad obstaculizan una respuesta efectiva—. Este imperio ha perfeccionado el arte de la dominación, sustituyendo la conquista por la convicción y la fuerza bruta por la seducción de un relato que nos convence de que somos libres en la jaula más sofisticada jamás construida.

En definitiva, este fenómeno geopolítico no se sostiene por un «dominio colectivo» explícito como los totalitarismos de antaño. Se sostiene porque ha logrado inocular una ideología de atomización individual a escala masiva. El filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han ha descrito en La sociedad del cansancio cómo la lógica neoliberal transforma la coerción externa en autoexigencia voluntaria: la forma más eficaz de gobernar un bosque no es poner un guardia en cada árbol, sino convencer a cada árbol de que su única misión en la vida es crecer más alto que el de al lado, sin importarle si el bosque entero se está secando. 

El logro del dogma neoliberal es hacer creer que se compite por la luz, ignorando el suelo que alimenta las raíces de todos.

lunes, 22 de septiembre de 2025

El laberinto de la izquierda derrotada

lunes, 22 de septiembre de 2025
Cómo usar la crítica al poder para ocultar la inoperancia
Mucho ruido pero poco acuerdo

Prólogo: ruido de sables sin filo

Vivimos en una era paradójica. Por un lado, una estructura de poder económico global, el capitalismo tardío, se erige triunfante y aparentemente incuestionable en su lógica. Por otro, nunca antes había existido una crítica tan omnipresente, tan aguda y tan extendida a sus efectos culturales, sociales y morales. Nuestras redes y debates hierven con la deconstrucción de sus injusticias, la denuncia de sus privilegios y el análisis de sus mecanismos de opresión.

Y, sin embargo, el trono permanece intacto. La crítica, por muy certera que sea, parece rebotar contra los muros del sistema sin hacer mella. La izquierda, heredera histórica de la aspiración a un mundo más justo, se encuentra en una situación extraña: es omnipresente en el discurso cultural, pero a menudo impotente en la arena política. Habla mucho, pero propone poco. Grita con furia para destruir, pero se oculta en el agujero cuando hay que construir.

Para entender esta parálisis, debemos retroceder al momento en que la izquierda perdió su mapa y, en su desorientación, decidió que era más seguro criticar las paredes del laberinto que buscar una salida.

I. El derrumbe del templo

El siglo XX fue, en esencia, una guerra de relatos. Dos grandes teologías seculares, el capitalismo liberal y el comunismo marxista, se enfrentaron por el alma del mundo. Ambas ofrecían una «teoría del todo»: una explicación de la historia, un diagnóstico de los problemas y, lo más importante, la promesa de una salvación futura, ya fuera el paraíso del consumidor o el del proletariado. Un «fin de la historia» que ha resultado ser el inicio de una distopía interminable.

Con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, uno de esos templos se derrumbó de forma espectacular. La izquierda se encontró de repente huérfana de su relato principal. Su mapa de la historia parecía obsoleto, su brújula moral, desmagnetizada, y su tierra prometida, desacreditada. Se produjo un vacío inmenso, una derrota no solo política, sino existencial ¿Cómo seguir luchando cuando la propia fe se ha desvanecido?

II. El refugio del filósofo

Es en este desierto ideológico donde el pensamiento de filósofos como Michel Foucault (El orden del discurso, 1970) se convirtió en un oasis. Su análisis del poder, de una lucidez premonitoria, ofreció a una izquierda derrotada un nuevo arsenal, no para construir una alternativa, sino para llevar a cabo la deconstrucción perfecta del vencedor.

El marco foucaultiano era un refugio ideal por varias razones. Primero, permitía deslegitimar el triunfo del capitalismo sin tener que enfrentarlo en el terreno de la eficacia económica. Según este nuevo paradigma filosófico, el capitalismo no habría ganado por ser «mejor», sino porque había impuesto su relato, su «régimen de verdad». La lucidez del ensayo de Foucault permitió analizar la victoria del capitalismo no como una demostración de su idoneidad, sino como el resultado de unas fuerzas que imponían su realidad. Hasta aquí las personas que hayan tenido la amabilidad de llegar leyendo podrían estar de acuerdo, sino fuera por el segundo motivo por el que el discurso foucaultiano fue utilizado: inmunizar a las ideologías vencidas de la necesidad de hacer autocrítica. No cabía admitir que habían fracasado por sus contradicciones internas o su inviabilidad, sino porque habían sido aplastadas en un juego de poder.

La crítica del poder se convirtió en un fin en sí misma. Era un lugar seguro, un púlpito desde el que se podía mantener una superioridad moral e intelectual sin la incómoda obligación de proponer un modelo funcional que pudiera ser, a su vez, criticado. Mucho menos sometido a la propia autocritica.

III. La no-victoria del relativismo

Esta filosofía, al popularizarse, degeneró en el ethos que define nuestra era: la atomización de la oposición. Si la verdad no es más que el relato del poder, entonces todos podemos reclamar «nuestra verdad» con la misma legitimidad —o ausencia de ella—. Si el relato de la victoriosa democracia liberal tras la caída del muro de Berlín, es usado para justificar una multiplicidad de relatos en pugna contra una «verdad» impuesta desde el «discurso único» del poder económico, la búsqueda de la verdad deja de tener valor y el acto supremo de rebelión ya no es unirse bajo una bandera común para cambiar el mundo, sino crear y defender la propia identidad, un combinado propio cuyo único parámetro objetivo de validez, es el del poder que hay detrás para difundirlo.

De la «deconstrucción del poder» se pasó a la «guerrilla por la justicia social», fragmentada en una infinita «guerra de bandos» identitarios, algunos contradictorios entre sí —como el del feminismo hegemónico, que olvida minorías que no entran en el espectro occidental que a su vez, critican—. La energía que antes se dirigía a construir un proyecto colectivo se redirigió hacia la defensa de micro-relatos tribales y a la purga de la herejía interna. La izquierda se convirtió en un bullir de burbujas ideológicas, cada una convencida de su pureza moral y a menudo más beligerante con sus vecinas que con el fuego que las hacía hervir.

Y para las élites económicas del mundo neoliberal, no hay espectáculo más tranquilizador. Un poder hegemónico no tiene nada que temer de una oposición narcisista, fragmentada y más preocupada por vigilar sus propias fronteras ideológicas que por construir puentes para asaltar la fortaleza.

Epílogo: la tarea de la reconstrucción

La tragedia de la izquierda vencida no es su derrota, sino su enamoramiento del laberinto al que esa derrota la condujo. Al abrazar la crítica como un refugio y el relativismo como un dogma, ha renunciado a su vocación histórica: la de ser una fuerza de construcción.

El desafío de nuestra generación es inmenso. Requiere abandonar el confort cínico de la deconstrucción y atreverse a hacer la pregunta más difícil: «¿Qué construimos ahora?». Exige dejar de preparar cada uno su propio combinado, para empezar a compartir ingredientes y recetas.

La única forma de desafiar a un relato hegemónico no es con un millón de réplicas individuales que chillan desde su propio balcón, sino con la articulación de un nuevo relato común. Un relato que no sea un dogma cerrado, sino un marco funcional, abierto, autocrítico y anclado en las necesidades materiales y biológicas del ser humano. El primer paso para salir del laberinto no es analizar sus muros con más detalle. Es empezar a dibujar, juntos, un mapa hacia el exterior.


lunes, 15 de septiembre de 2025

La sombra del Faraón

lunes, 15 de septiembre de 2025

De los dioses del Nilo a los ídolos del mercado

Prólogo: la jaula invisible

Creemos vivir en una era de una libertad sin precedentes. Hemos derribado a los tiranos, decapitado a los reyes y encerrado a los dioses en los museos de la historia. Ya no nos arrodillamos ante el Faraón, cuya voluntad era ley porque su sangre era divina. Nos consideramos individuos soberanos, dueños de nuestro destino, en un mundo regido por la razón y los derechos.

Y, sin embargo, una inquietud nos recorre. Sentimos el peso de fuerzas que no controlamos, de decisiones tomadas en lugares que no podemos señalar en un mapa. Obedecemos a lógicas que nos empujan a competir, a consumir y a definir nuestro valor en términos de éxito material, como si siguiéramos un catecismo no escrito. Nos sentimos libres, pero a menudo nos descubrimos caminando por pasillos invisibles, tomando decisiones que no sentimos del todo nuestras.

¿Es posible que no hayamos escapado de la tiranía, sino que simplemente hayamos cambiado de tirano? ¿Es posible que la naturaleza del poder no haya cambiado, sino que tan solo haya perfeccionado su disfraz? Para entender la jaula invisible del presente, debemos primero recordar que las cadenas del pasado eran tiránicas, pero no escondían su naturaleza explícita.

I. El poder desnudo: el Faraón y su dios

En el mundo antiguo, el poder era visible, tangible y explícito en su arbitrariedad. El Faraón de Egipto es el arquetipo perfecto. Su capacidad para imponerse, su potestas, era absoluta: comandaba los ejércitos, construía pirámides y su palabra era ley de vida o muerte. Nadie lo dudaba. Pero su poder no se sostenía únicamente en la fuerza de sus lanzas.

Se sostenía en una justificación, en un relato que todo el mundo entendía: él era un dios en la Tierra. Su poder coercitivo y su legitimidad moral eran una y la misma cosa, fusionadas en su cuerpo divino. El pacto era claro: el pueblo ofrecía su obediencia total y, a cambio, el Faraón garantizaba el orden del cosmos, la crecida del Nilo y la protección contra el caos. Era una tiranía, sí, pero una en la que el responsable era visible y se sometía a sus propias creencias al asumir un papel, creyera en él o no. La jerarquía era un reflejo del orden divino, y el poder se ejercía desde la cima de una pirámide que todos podían ver.

Durante milenios, con diferentes variaciones, este fue el modelo. Reyes, emperadores y césares basaban su derecho a gobernar en una conexión privilegiada con lo sagrado. Su poder era arbitrario, sí, pero su justificación, el relato que les daba autoridad, también lo era, y nadie pretendía lo contrario.

II. La nueva magia: la aparición de los ídolos invisibles

Entonces llegó la Ilustración. Una formidable rebelión de la mente humana que se atrevió a decir «no». No al derecho divino de los reyes. No al dogma incuestionable de la Iglesia. Armados con la razón, los pensadores ilustrados declararon que la legitimidad del poder ya no podía venir de un Dios metafísico, sino del consentimiento de los gobernados.

Para derribar a los viejos dioses, crearon un nuevo panteón de entidades etéreas: la Libertad, la Igualdad, los Derechos del Hombre. Eran ideas poderosas, herramientas revolucionarias que demolieron el viejo orden. Pero toda revolución corre el riesgo de ser instrumentalizada. Mientras la potestas política de los reyes se desmoronaba, una nueva potestas, mucho más silenciosa y difusa, estaba acumulando una fuerza sin precedentes: el poder azaroso de la economía.

La Revolución Industrial y el auge del capitalismo no crearon una élite basada en la sangre o en la teología, sino en el capital. Esta nueva clase de poder, la burguesía, se encontró con un problema: no tenía dioses ni linajes para justificar su dominio. ¿Cómo podía una élite, cuyo poder era tan arbitrario como el de cualquier faraón —basado en la fortuna, la herencia y la explotación—, legitimarse en una era que supuestamente adoraba la Razón y la Igualdad?

No se trata de una cadena causal única, sino de corrientes históricas que, al confluir, han dado forma a un mismo imaginario de poder, llegando a una de las maniobras ideológicas más brillantes de la historia. Decidieron no inventar un nuevo dios visible, sino aprovechar que los ideales de la Ilustración coexistían con los antiguos dioses en ese mismo mundo ideal platónico, para apropiarse de ellos. Para ello, les vaciaron de su contenido original y los rellenaron con un nuevo evangelio secular.

III. El nuevo templo: cómo el mercado se convirtió en iglesia

El terreno para este nuevo evangelio ya había sido arado y sembrado un siglo antes, con la escisión de la Iglesia Católica. La Reforma Protestante, en su rebelión contra la autoritas de Roma, no solo fracturó la cristiandad; reconfiguró el alma de Occidente y le dio al capitalismo su teología. 

En el relato luterano y, sobre todo, calvinista, la relación con Dios se volvió personal, y la prueba de la fe se trasladó del monasterio al mundo. El trabajo dejó de ser una simple necesidad para convertirse en una vocación sagrada. El esfuerzo no era solo algo noble; era una forma de oración, un sacrificio terrenal para ganar el cielo. El éxito económico, la prosperidad material, dejó de ser sospechoso de avaricia para convertirse en la recompensa visible de la gracia divina, una señal de que uno pertenecía al grupo de los elegidos. Como ya intuyeron Weber o Russell, la confluencia de Reforma, capitalismo y misión imperial anglosajona acabaría dando al poder económico una legitimidad de apariencia casi sagrada.

Esta fue la mutación decisiva. Se creó un relato que sacralizaba las mismas virtudes que la nueva potestas económica necesitaba: la disciplina, la acumulación y la autoexigencia. Ya no se necesitaba a la Iglesia para obtener el perdón; el éxito en el mercado era la nueva absolución. Así nació el relato que aún hoy gobierna nuestras vidas. Es una teología secular que ha convertido los conceptos liberadores de la Ilustración en los mandamientos de una nueva religión:

  • La Libertad dejó de ser la libertad política de participar en el gobierno y se convirtió en la libertad de mercado: la libertad de comprar, vender y competir.
  • La Felicidad Individual dejó de ser un complejo estado filosófico y se transformó en la capacidad de consumo. Eres más feliz cuantos más bienes y experiencias puedas adquirir.
  • El Éxito, antes un concepto ligado a la virtud o al honor, se redefinió como éxito económico. Tu valor como ser humano se mide por tu cuenta bancaria y tu posición en la jerarquía corporativa.

Este nuevo poder hizo algo que el Faraón nunca pudo. Se presentó a sí mismo no como un poder, sino como la ausencia de él. Se describió como un orden natural, espontáneo, la «mano invisible» del mercado que, como la gravedad, simplemente es. Y, por tanto, oponerse a él no es un acto de rebelión política, sino una locura, un intento de negar la propia realidad.

Los nuevos faraones no portan coronas; dirigen fondos de inversión. Los nuevos sumos sacerdotes no leen las entrañas de los animales; leen los índices bursátiles. Y la prueba de su divinidad, de su «mérito», es su propia e inmensa riqueza, presentada como la justa recompensa a su esfuerzo y talento en un sistema supuestamente abierto a todos.

Epílogo: vivir bajo una sombra invisible

Hemos cerrado el círculo. Hemos vuelto a una fusión total del poder y su justificación. La potestas es el control casi absoluto del capital global. La autoridad es el relato cultural que nos convence de que este orden es justo, natural y el único posible.

La arbitrariedad del Faraón era la de un humano. La arbitrariedad del nuevo poder es la del azar de un mercado que reparte fortunas y miserias con la misma indiferencia de un dios antiguo. Creemos que hemos escapado de la pirámide, pero solo hemos hecho sus muros invisibles.

La sombra del Faraón es larga, y se proyecta sobre nosotros. Pero hay una diferencia fundamental. El poder del Faraón se basaba en la creencia en una entidad metafísica que hoy resulta absurda. Sin embargo, nuestra capacidad de creencia continúa en marcha, lo que nos hace igualmente manipulables a la desinformación, a los bulos y a los fanatismos ideológicos que se presentan como autoconclusivos, contenedores de una verdad total, sin ambages ni resquicios.

El poder actual ya no busca las miradas, aunque usa a aquellos que las desean como instrumentos para lograr sus fines. El poder actual se disfraza de merito laboral para legitimar sus nuevas dinastías. Sin embargo, afortunadamente, se basa en una complejidad que podemos empezar a desentrañar. 

El primer acto de rebelión en esta era no es tomar un castillo, sino hacer lo que estamos haciendo ahora: nombrar a los nuevos ídolos, analizar su teología y comprender la arquitectura de nuestra jaula invisible. Porque la libertad no se alcanza por no ver los barrotes que te encierran, sino cuando los dejas claramente a tu espalda.


miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la conexión

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Manifiesto por la Conexión: explorando nuevos vínculos entre los saberes humanos

Prólogo: el murmullo en la Biblioteca Global

Hay un silencio tenso en el mundo de las ideas. Un silencio que no es de paz, sino de estancamiento. Es el silencio de los feudos intelectuales, de las ciudadelas académicas y de los laboratorios corporativos, cada uno atrincherado tras sus murallas de jerga impenetrable, defendiendo su pequeño fragmento de la verdad como si fuera la totalidad. Nos han vendido una era de información sin precedentes, pero hemos acabado con un archipiélago de conocimientos aislados, de burbujas incapaces de hablar entre sí y todas creedoras de «su verdad».

Nos dijeron que la crítica nos haría libres, pero no hemos sabido salir de ella. Su abuso nos ha dejado cínicos y paralizados, expertos en deconstruir pero ineptos para construir. La especialización parecía que iba a traer el progreso, pero en su lugar ha traído una miopía colectiva, una incapacidad para ver el bosque porque estamos obsesionados con la taxonomía de una sola hoja. El poder, en su eterna astucia, no ha necesitado quemar los libros; le ha bastado con hacerlos irrelevantes, ahogando la sabiduría en un océano de datos inconexos y enfrentando a los sabios en una guerra de trincheras por la financiación y el prestigio.

Pero en medio de este silencio reglamentado, se escucha un murmullo. Es el murmullo de aquellos que han empezado a caminar por los pasillos prohibidos entre las bibliotecas. Es la voz de los que han descubierto que la clave para entender la célula puede estar en la historia de las ciudades, que la estructura de una galaxia puede enseñarnos sobre la dinámica de una red social, y que la biología evolutiva es el lenguaje olvidado que unifica todas las ciencias humanas.

Este es el manifiesto de esos nuevos exploradores. Es un llamado a un levantamiento, no de armas, sino de ideas. Una revolución ciudadana por el conocimiento. Este es el Manifiesto por la Conexión.

I. El camino olvidado desde el margen: la verdad como manera de caminar

Hay una idea que hemos olvidado, una lección fundamental de nuestra propia historia intelectual: la verdad no es un lugar al que se llega, sino una manera de caminar. Y ese camino suele iniciarse, con una frecuencia asombrosa, desde los márgenes del conocimiento establecido, lejos de los centros del poder consolidado. Las grandes estructuras del conocimiento, lo que el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn llamó «paradigmas», nacen de una revolución, de un descubrimiento que describe la realidad de una forma más precisa. Pero con el tiempo, corren el riesgo de fosilizarse. Lejos de ser foros abiertos al descubrimiento, a menudo se convierten en templos que custodian un dogma sagrado: el propio éxito pasado, codificado en un «relato oficial». La energía de la institución deja de orientarse a la exploración y se dedica a perpetuar y defender ese relato contra cualquier evidencia que lo cuestione, contra toda anomalía que amenace los cimientos del templo.

Y sin embargo, siempre caen. Caen no por un asalto frontal, sino porque un individuo o un pequeño grupo, a menudo en la periferia, sin los recursos del centro pero también sin sus prejuicios, propone un relato mejor. Lavoisier no necesitó el permiso del establishment del flogisto para descubrir el oxígeno; Darwin no pidió la aprobación de la teología natural para formular la selección natural; Wegener no esperó el consenso de los geólogos para proponer la deriva continental. Su autoridad no provenía de su fuerza, ni de su poder, ni de su influencia, sino de proporcionar una explicación que se ajustaba mejor a la realidad.

Estos pioneros partían de una humildad radical. No la falsa humildad de la corrección política, sino la humildad profunda del explorador ante lo desconocido. Comprendían que nuestro conocimiento es siempre una «verdad de trabajo», una explicación útil y provisional que damos a un universo cuya complejidad nos desborda. La ciencia, en su forma más pura, no es la posesión de la verdad, sino el arte de convivir con nuestra ignorancia de una manera cada vez más sofisticada. Es esta aceptación de la ignorancia fundamental la que nos mantiene en movimiento, la que garantiza que el cambio no sea la excepción, sino la norma. Porque, tarde o temprano, la realidad, terca e indiferente a nuestros dogmas, siempre se acaba abriendo paso.

II. El diagnóstico: la captura de la ciencia y la tiranía del especialista

El problema es que hoy, esa norma ha sido subvertida. El mecanismo que garantizaba la revolución perpetua del conocimiento ha sido saboteado. La ciencia como método sigue siendo nuestra herramienta más afilada, pero «la Ciencia» como institución ha sido capturada.

Lo que antes era un campo abierto a la exploración se ha convertido en un complejo industrial-académico, financiado por intereses económicos y gubernamentales que no premian la audacia, sino la conformidad. La potestad de la financiación y la publicación ha aplastado a la autoridad de la evidencia. El descubrimiento ya no es un acto de un individuo solitario con una idea brillante; es el producto de equipos enormes y laboratorios multimillonarios que, por su propia naturaleza, son conservadores. El riesgo no se recompensa. La disidencia se castiga con la irrelevancia.

El síntoma más visible de esta patología es la compartimentalización. El conocimiento ha sido dividido en feudos cada vez más pequeños, cada uno con su propio lenguaje, sus propios sumos sacerdotes y sus propias barreras de entrada. El biólogo no habla con el economista, que a su vez desprecia al historiador, que ignora al físico. Cada especialista cava más hondo en su túnel, perdiendo de vista no solo a los demás, sino al cielo que hay sobre todos ellos.

Esta fragmentación no es un accidente. Es la estrategia de dominación más eficaz jamás concebida. Un poder centralizado no tiene nada que temer de un millón de especialistas que no pueden comunicarse entre sí. Al destruir la visión de conjunto, se destruye la capacidad de una crítica sistémica. Nos encontramos en la paradoja de saber más que nunca sobre las partes, y menos que nunca sobre el todo. La Ciencia, que una vez fue la mayor fuerza liberadora de la humanidad, corre el riesgo de convertirse en el engranaje más eficiente del «saber/poder» que Foucault describió: una jaula de oro construida por expertos.

III. La propuesta: la rebelión por la conexión y la interdisciplinariedad radical

Si la revolución ya no puede nacer dentro de los laboratorios fortificados, entonces debe nacer en el espacio que hay entre ellos. Si la nueva frontera ya no está en el descubrimiento de nuevos datos, entonces debe estar en el descubrimiento de nuevas y profundas conexiones entre los datos que ya tenemos.

Ha llegado la hora de la Rebelión por la Conexión.

El nuevo revolucionario no es el especialista, sino el generalista radical. No es el que tiene el microscopio más potente, sino el que tiene la visión más amplia. Su laboratorio no es una sala estéril, sino la biblioteca global a la que una revolución tecnológica —impulsada, irónicamente, por intereses comerciales— nos ha dado acceso. Su autoridad no proviene de una credencial institucional, sino de su habilidad para construir puentes, para traducir entre disciplinas y para revelar el patrón oculto que los especialistas, en su visión de túnel, no pueden ver.

Este es nuestro llamado a las armas. Es un llamado a los biólogos a leer historia, a los economistas a estudiar termodinámica, a los programadores a aprender neurociencia, a los artistas a entender la teoría de juegos. Es un llamado a realizar el acto más subversivo en una era de fragmentación: pensar de forma holística.

La iniciativa ya no puede ser de las instituciones; debe ser nuestra. Es un levantamiento ciudadano por el conocimiento. No necesitamos permiso para leer los papers que ya están publicados. No necesitamos financiación para detectar las contradicciones entre lo que nos dice la biología evolutiva sobre la naturaleza humana y lo que asumen nuestras teorías políticas. No necesitamos un título para señalar que los modelos económicos de crecimiento infinito violan las leyes fundamentales de la física.

La misión es clara: derribar las barreras de los feudos. No quemando las bibliotecas, como haría un bárbaro, ni deconstruyéndolas hasta el cinismo, como haría un posmoderno. Lo haremos de una forma mucho más elegante y poderosa: tendiendo puentes sobre sus murallas.

IV. Un manifiesto para la construcción de puentes del saber

Esta no es una revolución de la negación, sino de la síntesis. No buscamos el vacío, buscamos la integración. Por eso, nuestro método debe ser diferente:

Rechazamos el falso dilema: nos negamos a elegir entre el dogmatismo ciego del cientificismo y el cinismo corrosivo de la crítica que afirma que todo es un juego de poder. Afirmamos que la búsqueda de la verdad es un principio digno y necesario, y que la mejor defensa contra la instrumentalización de la verdad es, precisamente, una búsqueda más honesta, abierta y autocrítica.

Abrazamos la complejidad: huimos de las explicaciones que buscan un culpable y de las soluciones simples. El mundo es un sistema complejo, y solo un pensamiento sistémico, que reconozca las interacciones y la influencia mutua entre sus partes, puede empezar a comprenderlo.

Construimos sobre hombros de gigantes: no desechamos el conocimiento de los especialistas. Lo honramos. Pero nos negamos a que su especialización se convierta en una prisión. Tomamos sus ladrillos, fruto de un trabajo riguroso, y los usamos para construir un edificio que ellos, desde el interior de sus talleres, no pueden imaginar.

La autoridad se gana, no se impone: nuestra única arma es la fuerza del argumento, la coherencia de la síntesis y la evidencia recopilada de múltiples campos. No pedimos que se nos crea por quiénes somos, sino que se examine la validez de los puentes que construimos.

El futuro no será moldeado por aquellos que cavan más profundo, sino por aquellos que conectan más lejos. La próxima gran revolución del conocimiento no será el descubrimiento de un nuevo planeta o una nueva partícula. Será el redescubrimiento de una idea antigua, pero hoy revolucionaria: que todo está conectado.

La tarea es inmensa. El camino es largo. Las ciudadelas del saber establecido no caerán en un día. Pero, como dice el proverbio, todo camino comienza con un primer paso. Ese paso no es un evento futuro que debamos esperar. Es una decisión que tomamos ahora. La decisión de leer fuera de nuestra disciplina. La decisión de hacer una pregunta ingenua que conecte dos ideas que nadie había conectado antes. La decisión de empezar a tejer vínculos de conexión entre ideas.

Únete. La nueva frontera no comienza fuera, sino dentro, en la arquitectura de nuestro conocimiento. Seamos los exploradores de los espacios intermedios. Seamos los Conectores, los constructores de vínculos. En un mundo que se desmorona en fragmentos, construir puentes entre ellos es uno de los actos más revolucionarios.



miércoles, 20 de agosto de 2025

Cuando la cultura duele

miércoles, 20 de agosto de 2025


Trabajo publicado en ResearchGate: DOI


¿Qué nos hace ser como somos? Durante mucho tiempo se pensó que las dos fuerzas que dibujaban nuestro destino seguían caminos separados: la genética como manual biológico que marca lo esencial, y la cultura como escritura paralela sobre ese guion. La primera pone las bases; la segunda nos permite aprender, adaptarnos y evolucionar a un ritmo que la biología por sí sola jamás alcanzaría.

La cultura es fruto de una combinación de capacidades humanas: la cognitiva y la simbólica, originalmente desarrolladas como mecanismos de adaptación al entorno. Sin embargo, esas mismas facultades terminaron transformándolo hasta tal punto que ya no necesitamos adaptarnos a él del mismo modo que al principio. La biología quedó rezagada en un mundo que se desfiguraba, mientras la humanidad elaboraba un sistema paralelo de transmisión de información —lenguaje, costumbres, tecnología— que nos permitió una adaptación vertiginosa a los cambios que nosotros mismos desencadenábamos. Sin embargo, ni la biología ni la cultura por sí solas logran explicar plenamente la adaptación humana.

Pero ¿y si la frontera entre biología y experiencia no fuera tan clara como se ha querido representar? Tal vez nuestra ignorancia sobre ciertos mecanismos biológicos ha hecho que pasemos por alto hasta dónde llega realmente su influencia. En algunas especies, por ejemplo, se observa cómo ciertas conductas aparecen de forma automática poco después del nacimiento, integrándose en su repertorio instintivo. Aquí es donde la ciencia moderna está desvelando un puente fascinante entre ambos mundos: un mecanismo biológico que permite que factores ambientales —desde la dieta y el estrés hasta las interacciones sociales— dialoguen directamente con nuestro código genético.

Esta tercera vía, que conecta nuestra herencia con nuestra historia personal, es la epigenética. Este mecanismo biológico permite que los seres vivos, incluidos los seres humanos, se adapten a las circunstancias sin necesidad de un aprendizaje consciente. Sin embargo, lo que en el pasado fue un mecanismo de adaptación, en el mundo que hemos construido puede dar lugar también a respuestas disfuncionales. La ciencia ha reservado para ese fenómeno una etiqueta concreta: el trauma.

Por tanto, si bien la epigenética no altera las palabras de nuestro libro genético, sí decide qué capítulos se leen en voz alta y cuáles permanecen en silencio. Actúa como un conjunto de interruptores que, sin cambiar la estructura fundamental de nuestro ADN, modula su expresión para adaptarnos mejor al mundo que nos toca vivir. Este descubrimiento nos abre a una metáfora poderosa para entender nuestra propia existencia: la idea de que el ADN es, en realidad, la partitura de la vida.

La partitura de la vida

Se ha descrito al ADN como una molécula compleja que, mediante mutaciones aleatorias y selección natural, adquirió la capacidad de autorreplicarse y dar origen a la vida. Sin embargo, la información genética de esta molécula necesita ser interpretada y ajustada en cada individuo. Aquí entra en juego la epigenética: un conjunto de mecanismos bioquímicos que, sin alterar la secuencia del ADN, lo «instancia» en cada ser vivo. Factores como la dieta, el estrés o las interacciones sociales actúan como señales que permiten a la epigenética «activar» o «silenciar» genes específicos. Esta plasticidad fue una ventaja evolutiva crucial, pues permite adaptar la expresión genética al entorno concreto en el que un organismo nacerá y crecerá.

Siguiendo una poderosa metáfora musical, podemos decir que el ADN es la partitura donde está escrita la sinfonía de la vida. Pero una partitura, por sí sola, es inerte; necesita de un intérprete que la convierta en sonido. Ese intérprete biológico es la epigenética, que «moldea» la información del ADN para adecuarla a su auditorio: el entorno. Al igual que un músico ajusta su interpretación a la acústica de la sala o a la reacción del público, la epigenética «escucha» las señales del ambiente para decidir qué notas genéticas enfatizar y cuáles amortiguar, logrando así que la melodía de la vida se adapte con la mayor eficiencia posible.

Por tanto, además de las mutaciones aleatorias en los genes, el posterior proceso de selección natural determinado por la supervivencia y la reproducción puede influir en el resultado final a través de otros factores, no solo en el momento de la fecundación, sino el de la posterior gestación y desarrollo vital del sujeto. Debido a esto, la especie humana ha mostrado una gran variación morfológica[1], aparentemente debido a los diferentes entornos de la geografía terrestre. Estas variaciones en cuanto a color de piel, de ojos o tamaño físico, entre otras, se les llaman fenotípicas[2] y se considera que surgen en función del ambiente, aunque los mecanismos no están todavía completamente claros. Las posibilidades van desde la deriva genética, por la que una mutación azarosa podría perdurar en un ambiente aislado aunque no fuera especialmente favorable, hasta la propia selección sexual[3], por la que unos rasgos culturales aceptados como atractivos o deseables, se verían favorecidos en la reproducción. 

La epigenética también es otro factor a tener en cuenta: aunque no está comprobado que las características adquiridas sean heredables, un cierto entorno cultural persistente podría mantener una impronta en la manifestación genética en las sucesivas generaciones que crezcan bajo esas mismas condiciones[4]. En resumen, la epigenética sería una capa adicional en la que el entorno puede «modular» la expresión de nuestra herencia genética, de manera que no solo los factores ambientales, sino también los culturales —como el estilo de vida, las relaciones sociales o incluso los traumas— pueden dejar una huella duradera en la biología de un individuo.

De hecho, se ha sugerido que experiencias traumáticas no tratadas pueden transmitirse a lo largo de generaciones, afectando la salud mental y física de los descendientes[5]. Esto convierte a la epigenética en un terreno fértil para repensar problemas sociales como la desigualdad, la pobreza crónica o incluso el clima emocional colectivo. Así, una sociedad atravesada por el miedo, la inseguridad o el estrés estructural no solo estaría moldeando subjetividades, sino también —potencialmente— la configuración biológica de las siguientes generaciones. 

Si bien su carácter hereditario —influencia transgeneracional—no está comprobado —algunos estudios de hecho, apuntan a que los mecanismos operan en sentido contrario, precisamente para evitar la transmisión de características que no serían adecuadas a nuevos entornos[6]— otras investigaciones, sin embargo, continúan explorando los posibles mecanismos moleculares a través de los cuales esta herencia podría ocurrir, sugiriendo que el debate científico sigue abierto[7]

Independientemente de esta discusión, lo que es innegable y de enorme relevancia es la influencia intergeneracional: las condiciones ambientales vividas por una madre durante la gestación (como el estrés o la dieta) afectan directamente al desarrollo del feto, dejando marcas epigenéticas duraderas en su descendencia. Esta influencia, sumada a la que ejerce un entorno cultural persistente que puede replicar las mismas marcas en cada generación, le otorga al epigenoma una importancia imposible de ignorar.

Las primeras herramientas creadas por los humanos no llegaban a modificar el entorno, sin embargo, sí cambiaban nuestra relación con él, de manera que se formó un bucle de realimentación evolutiva mutuamente influyente. Esta cultura primitiva, impulsada por la tecnología, se perfeccionó hasta un punto de inflexión: empezamos a crear un mundo artificial. Fue entonces cuando la cultura se transformó en algo nuevo, más complejo y de un alcance sin precedentes, imponiendo una presión selectiva novedosa que ya no provenía de la naturaleza, sino de nuestra propia creación. 

Mientras la presión del entorno natural disminuía, emergía una nueva presión artificial o cultural. Nuestra biología genética, adaptada a un ritmo evolutivo lento, no podía seguir la velocidad de estos cambios. Es aquí donde mecanismos de adaptación más rápidos, como la epigenética, pudieron cobrar un protagonismo esencial. Por tanto, aunque no se conocen todos los mecanismos precisos, resulta irresponsable ignorar la repercusión directa que la cultura humana —incluyendo las primeras manifestaciones de herramientas construidas por los homínidos— tiene sobre nuestra biología, hasta el punto de que podríamos estar asistiendo a nuestra propia autodomesticación como especie.

Investigaciones sobre este ámbito sugieren que los «humanos anatómicamente modernos», en contraste con nuestros parientes extintos como los neandertales, exhibimos rasgos característicos del llamado «síndrome de domesticación», análogos a los observados en animales domesticados: un perfil craneofacial más grácil y juvenil, reducción del prognatismo — menor proyección de la mandíbula hacia adelante— y del tamaño de los dientes, y una disminución general del dimorfismo sexual. La hipótesis principal es que este cambio fue impulsado por una selección a favor de la prosocialidad —sociabilidad— y en contra de la agresión reactiva; es decir, nos «amansamos» a nosotros mismos para poder cooperar en sociedades cada vez más complejas y tecnológicamente dependientes. En este sentido, la cultura no solo fue un producto de nuestra mente, sino que se convirtió en la principal fuerza que modela nuestra evolución reciente[8].

Si este entorno cultural puede moldear nuestra biología a escala evolutiva, generando cambios anatómicos y de comportamiento a lo largo de generaciones, es lógico pensar que las experiencias ambientales intensas y directas tienen un poder aún más inmediato sobre la biología de un individuo. El mismo sistema de plasticidad biológica que permite la adaptación a largo plazo es también vulnerable a las huellas de eventos agudos. Es en esta confluencia donde la «interpretación» de la partitura genética se ve alterada de la forma más dramática. La huella que deja el entorno no es una sutil modulación, sino una nota discordante y persistente que puede distorsionar la melodía de una vida: el trauma.

La subjetividad del trauma

Imagina a un niño pequeño que queda encerrado en un ascensor. Aunque logre salir sin sufrir daño físico, la experiencia puede dejarle una huella persistente: miedo o incluso pánico cada vez que tenga que entrar en uno. Esa reacción automática —sudoración, bloqueo físico, ansiedad intensa— no responde a un peligro real, pero se activa como si lo fuera[9]. En psicología, a este fenómeno se le conoce en concreto como trauma[10]. Este se entiende como una respuesta automática e involuntaria del organismo ante ciertos eventos que lo «disparan». Estas reacciones suelen remontarse a un suceso pasado que dejó una huella profunda y difícil de borrar. 

El rango de situaciones es amplio, pero la probabilidad de adquirir un problema de este tipo es directamente proporcional a lo impactante del suceso e inversamente proporcional a la edad: a menor edad, más fáciles o más leves pueden ser las experiencias que generen este efecto. De hecho, es conocido que cualquier humano en sus primeros años ha de recibir afecto y calidez emocional en su cuidado. La simple ausencia de afectividad en estas etapas puede causar la enfermedad del infante e incluso su fallecimiento[11]Efectivamente, como la persona que lea este trabajo habrá imaginado, los traumas se consolidan en los individuos a través de mecanismos epigenéticos[12], En otras palabras: la experiencia no solo queda registrada en la memoria psicológica, sino también en los interruptores moleculares que regulan la expresión de los genes, fijando esa huella como una respuesta automática.

En un entorno natural, este mecanismo tenía un claro valor adaptativo: generaba respuestas rápidas ante peligros reales del ambiente. Pero en el mundo artificial que hemos construido, los estímulos cambian de naturaleza. Así, ascensores, tráfico o incluso la vida urbana pueden activar respuestas que ya no resultan útiles, sino desadaptativas. Ahora bien, como se puede observar, la circunstancia que lo califica como tal es debida únicamente a que los ascensores son un elemento habitual en nuestras sociedades. Es decir, que  el «factor trauma» está condicionado por la cultura y la tecnología usada en dicho ámbito. Es por tanto un criterio subjetivo. Esta circunstancia hace plantearse la posibilidad de que puedan existir otros factores que, si bien quedan fuera de dicha definición al no presentar un carácter patológico, sí que son consecuencia de interiorizar una experiencia siguiendo un mecanismo equivalente.  El campo de estudio, por tanto, no debería enfocarse únicamente en lo patológico, sino en lo sociológico. Es aquí donde la biología puede tender un puente entre la psicología y la sociología, solapando sus fronteras para ofrecer esta nueva perspectiva.

En función de lo visto, cabe preguntarse la inquietante cuestión de qué otros sucesos en el periodo de formación de un individuo podrían, en lugar de causar una respuesta desadaptativa al medio social en el que se desarrolla, sea adaptativa y, por tanto, haya pasado desapercibida. Por ejemplo, ¿Podrían ciertos modelos autoritarios o carentes de empatía dejar una impresión perdurable en los habitantes de manera que genere o catalice ciertas respuestas sociales que, sin embargo, se consideren de éxito? Tal vez los modelos de liderazgo o el mismo concepto de éxito social están influido por estos condicionantes, de una manera mucho más profunda y que sin duda, merecerían una mayor atención.

La construcción del individuo

La famosa frase atribuida a Fredric Jameson y Slavoj Žižek[13] —«resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo»— ilustra a la perfección cómo un entorno socio-cultural puede influir en las características de sus individuos. En la práctica, parece existir una incapacidad colectiva para concebir alternativas al sistema económico vigente, incluso en un Occidente en claro declive.

En contraste, en China un 70% de los jóvenes cree que vivirá mejor que sus padres[14]. Esto abre la pregunta: ¿acaso, al no haber pasado por los filtros culturales del capitalismo, su imaginación de futuros posibles sea distinta? Quizá las diferencias no se deban solo a la cultura, sino también a factores más profundos, moldeados por mecanismos biológicos que no se han considerado hasta ahora. Mientras que Occidente parece haber alcanzado un punto de inflexión en su ideario colectivo, la respuesta que China está teniendo a los problemas globales y a su propio impacto sobre ellos, dan muestra de que su cultura milenaria no ha llegado todavía a tal extremo.

Aunque las investigaciones en el campo epigenético no son concluyentes, abre un campo de posibles explicaciones a la actual situación y explicaría las diferencias de comportamiento. Si bien sus implicaciones serían reversibles al no persistir en la herencia genética, no parece haber impedimento a pensar que un entorno cultural persistente pueda acabar modelando el comportamiento automático o instintivo, como un filtro supuestamente protector,  afectando de manera significativa a porcentajes importantes de la población. Si la epigenética muestra cómo la experiencia moldea al individuo, cabe preguntarse si entornos culturales persistentes podrían hacer lo mismo a escala colectiva.

Algunos estudios apuntan en este sentido y afirman que un entorno cultural —abiótico—persistente podría moldear la biología, no solo morfológicamente debido al cambio de hábitat, sino también a nuestro comportamiento en sociedad más allá de un cambio cultural externo (Seebacher & Krause, 2019) [15] . Estos cambios se evidenciarían en nuestra respuesta biológica interna, al estar condicionados a la activación inconsciente y automática de neurotransmisores que regulan nuestro comportamiento[16].

La buena, pero al mismo tiempo inquietante noticia, es que se puede postular que una vez se conozca este proceso teórico que podría llamarse de autodomesticación, sería factible configurar una intervención en él para evitar la propagación de culturas que no supongan un perjuicio para nuestra especie. De manera objetiva, podría decirse que se ajusten más a nuestro origen evolutivo del Paleolítico, sin renunciar a los progresos tecnológicos que la capacidad racional humana puede producir. Esto abre el debate, de nuevo, sobre si somos capaces de contener y moderar nuestra singularidad cognitiva. Esa misma singularidad que permite a la naturaleza crear, mediante el ingenio humano, soluciones que por sí sola no podría alcanzar, pero que al mismo tiempo puede ocasionar los más terroríficos problemas.

  


[1] Es lo que se ha denominado tradicionalmente como «raza», un término que se intenta evitar debido a que ha adquirido connotaciones negativas por las que se malinterpretaban estas diferencias.

[2] Steven Pinker, La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana (Barcelona: Paidós, 2003), 48.

[3] Ibíd, 241-242.

[4] Ibíd, 33-34.

[5] Sandro Casavilca-Zambrano et al., «Epigenética: la relación del medio ambiente con el genoma y su influencia en la salud mental», Revista de Neuro-Psiquiatría 82, no. 4 (2019): 266–273, https://doi.org/10.20453/rnp.v82i4.3648.

[6] Adrian Bird, «Transgenerational Epigenetic Inheritance: A Critical Perspective», Frontiers in Epigenetics and Epigenomics 2 (2024): 1434253, https://doi.org/10.3389/freae.2024.1434253.

[7] Yuqian Fan y Leping Li, «Transgenerational Epigenetic Inheritance: Potential Mechanisms and Implications for Human Health», Genes 13, no. 7 (2022): 1209, https://doi.org/10.3390/genes13071209.

[8] Constantina Theofanopoulou et al., «Self-domestication in Homo sapiens: Insights from comparative genomics», PLoS ONE 12, no. 10 (2017): e0185306, https://journals.plos.org/plosone/article?id=10.1371/journal.pone.0185306 .

[9] Yuting Nie et al., «Emerging Trends in Epigenetic and Childhood Trauma: Bibliometrics and Visual Analysis», Frontiers in Psychiatry 13 (2022): 925273, https://doi.org/10.3389/fpsyt.2022.925273.

[10] Pinker, La tabla rasa, 243-244. Pinker relata en su obra el experimento de Harry Harlow con monos, donde se confirmaban los devastadores efectos de privar de contacto emocional a crías, replicando el terrible caso con el que Federico II sometió a unos recién nacidos.

[11] Yuting Nie et al., «Emerging Trends in Epigenetic and Childhood Trauma: Bibliometrics and Visual Analysis», Frontiers in Psychiatry 13 (2022): 925273, https://doi.org/10.3389/fpsyt.2022.925273.

[12] Este es uno de los motivos por los que se aconseja que no vayan personas de poca edad solas en los ascensores.

[13] Alejandro Bonada Chavarría, «Venimos a hablar de lo imposible, porque lo posible ya se ha hecho», Temas Antropológicos. Revista Científica de Investigaciones Regionales 40, no. 2 (2018): 139, https://www.redalyc.org/journal/4558/455859449008/html/. En este enlace, Bonada Chavarría hace referencia a esta cita como atribuida a Fredric Jameson y Slavoj Žižek.

[14] Jaime Santirso, «China ante el espejo de la ciencia ficción», El Mañana, 21 de Febrero de 2021, https://www.elmanana.com/suplementos/dominical/china-ante-el-espejo-de-la-ciencia-ficcion/5257762

[15] Frank Seebacher y Jens Krause, «Epigenetics of Social Behaviour», Trends in Ecology & Evolution 34, no. 9 (2019): 818–30, https://doi.org/10.1016/j.tree.2019.04.017.

[16] Pinker, La tabla rasa, 85.

      


Trabajo publicado en ResearchGate: DOI

jueves, 22 de mayo de 2025

Una mirada a la antigua Grecia

jueves, 22 de mayo de 2025

Cuando se habla de la antigua Grecia probablemente lo primero con lo que se la identifica es con el «nacimiento de la democracia». Es también habitual acompañar esta descripción con matizaciones cuyo objetivo parece que sea minimizar o relativizar el logro que supuso aquella transformación política, al recordar el «trato a las mujeres» o la «existencia de esclavización». Si bien esto es cierto, también lo es que estos conceptos no eran lo que caracterizaba a la Democracia Ateniense, sino que formaba parte de un legado de miles de años anterior, en el que los atenienses no tuvieron nada que ver. El siguiente es un fragmento adaptado extraído del documento El origen del patriarcado que intenta arrojar algo de luz sobre esta aparente confusión, difundida habitualmente desde todo tipo de medios:

Hay un momento en la historia de nuestra especie en la que ocurrió algo significativo. Tras la caída del Imperio Acadio, otros imperios fueron formándose y cayendo siguiendo un mismo patrón[1]. Lo positivo que tenía este proceso es que durante los periodos de relativa estabilidad y calma, florecían las artes, la cultura y la filosofía. Si bien el modelo patriarcal y jerarquizado continuaba en la misma medida —la fuerza continuaba siendo el parámetro decisivo, con el hombre como protagonista, situación fomentada además desde las creencias religiosas— sin embargo, los colectivos eran cada vez más cultos y sofisticados. En la zona que hoy se conoce como Grecia, florecieron unas ciudades-estado cuyas jerarquías —que dependían al fin y al cabo de la mano de obra de sus ciudadanos— perdían poder e influencia en la misma medida la población era cada vez más culta, mejor formada y con mayor autonomía[2]. En definitiva, la dinámica inversa a la [que había caracterizado a los colectivos humanos desde su expansión desde Oriente Medio]. Esto es importante porque demuestra que, si bien el desarrollo conllevó sobrepoblación, crisis y gobiernos autoritarios, con el tiempo y gracias a la eficaz pacificación que supone un imperio durante su periodo de expansión y sostenimiento, se alcanza otro umbral de prosperidad basado en la razón, el orden y el conocimiento. En este nuevo paradigma, los colectivos humanos reclaman una nueva manera de gobernar en la que la fuerza no sea el parámetro principal y en su lugar, una mayor eficiencia del gobierno en la mejora del bien común. 

En las ciudades-estado de la antigua Grecia se vivía con relativa prosperidad, pero eso no significaba que no tuvieran problemas. Uno de ellos eran los conflictos bélicos debidos entre otros motivos, al deseo de expandir su territorio, no tanto por los suyos sino también por los de las ciudades y pueblos vecinos[3]. En aquel momento, la división de trabajo por sexos y el modelo patriarcal ya venían ocurriendo en los colectivos humanos desde hacía unos cuantos siglos con anterioridad. Es decir, eran conceptos ya arraigados en los colectivos humanos. En este contexto, los responsables de la defensa de la ciudad y la gestión de la propiedad eran los hombres, teniendo las mujeres como principal función la reproducción y el cuidado doméstico.

El concepto de privilegio

Si «democracia» es el gobierno del pueblo según la etimología griega, según la romana «privilegio» es una «ley» (legium) «privada» (privi). Es decir, una ley que considera solo a un sector de la población. Si se tiene en cuenta para este propósito la definición proporcionada en la RAE[4], esta norma sería un privilegio si establece un beneficio sin tener que prestar un servicio que lo justifique. Sin embargo, cuando se define en medios de amplia difusión la «democracia ateniense» como[5] un sistema donde «solo los hombres tenían todos los derechos y las ventajas, y solo ellos se beneficiaban de tener acceso a la educación y el poder», llama poderosamente la atención la ausencia de la mención a las obligaciones que debían atender, en ocasiones, con su propia vida. Para evitar esta parcialidad marcada por los prejuicios de nuestro contexto actual, es justo tener en cuenta el contexto de entonces y el legado del cual se provenía.

Por una parte, el ciudadano varón no tenía otra opción más que prestar servicio militar y participar en los habituales conflictos bélicos que se sucedían, naturalmente, si deseaba continuar con su condición como tal. Además, eran los responsables de la manutención y de la educación de la familia, mujer e hijos. Debían participar en la esfera pública en asambleas que podía durar varios días, y hacerse cargo de las decisiones que se tomasen. Asumir cargos, así como los conflictos y responsabilidades derivados por este motivo. La mujer, por otro lado, tenía una función reproductiva insustituible que el hombre no podía cumplir. Por este motivo, como se ha visto, al aparecer los problemas de abastecimiento y crisis debidas por los conflictos en la competencia por controlar los recursos para asegurarlo, desde hacía siglos que el constructo social imponía a las mujeres una obligación a tal fin reproductivo, de la misma manera que imponía a los hombres la obligación de defender la sociedad de la que surgía. Estas obligaciones, sin embargo, dependerían del nivel de estabilidad y prosperidad económica así como de la formación y cultura del colectivo.

Con esta descripción se pretende relacionar de una manera más matizada y dentro de su contexto, la relación entre «derechos políticos» y «responsabilidades», que no obedecían simplemente a una cuestión de sexos o de roles de género. Por ejemplo, no todos los hombres podían participar en las decisiones políticas, de la misma manera que no tenían la misma obligación de prestar un servicio militar. Ahora bien, en caso de problemas, los hombres libres, que no tenían la condición de ciudadano, podían verse llamados a filas[6], cosa que no se daba con las mujeres, las cuales también tenían un papel aunque alejado del enfrentamiento violento. En definitiva, todo el asunto de la participación política en la antigua Grecia y en concreto, en Atenas, reviste de mucha mayor complejidad que la habitual simplificación que se ofrece en la actualidad. Por añadidura, alguien podría pesar que la mujer en Atenas seguía estando relegada y supeditada a depender de un varón a pesar de toda esta relación entre derechos y responsabilidades. Sin embargo, la realidad añade un singular matiz con la figura de las heteras [7], mujeres que gracias a disfrutar de una condición favorable —familia, educación, inteligencia, atractivo físico y otros condicionantes— decidían convertirse en mujeres libres que podían ejercer normalmente de bailarinas o maestras, hasta participar en los simposios al mismo nivel de debate que cualquiera de los filósofos de la época. Todavía más sorprendente se hace cuando a poco que se investiga se descubre que no solo hacía falta pertenecer a una buena familia o ser atractiva, sino que si una mujer era hábil —circunstancias muy similares en definitiva, a las de cualquier otra época— podía dedicarse a la medicina, artesanía y comercio como principal sustento, sin necesidad de supeditarse a un varón[8].

Tampoco hay que excederse e idealizar en exceso aquella época, marcada por temporadas de escasez y conflictos bélicos que forzaban al varón a dedicarse a actividades militares y a la mujer, por su condición biológica, a la labor reproductiva por la que debía supeditarse a un varón. Constructos sociales que marcaban una desigualdad, pero esta ya no era definida tanto por un deseo de someter a la mujer o de permanecer en el poder, como por las posibilidades de la época y por el legado previo de siglos de condicionamiento biológico en un entorno definido por el inapelable crecimiento exponencial y las leyes de la termodinámica. Ámbito científico cuya evolución marcaría siglos más tarde, durante la Revolución Industrial, la posibilidad de redefinir estas dinámicas de poder, recursos y uso de la fuerza por primera vez en la historia del ser humano.

Durante todo este tiempo, a lo largo y ancho del planeta, diferentes modelos de patriarcado han existido. Además de en Roma, pilar de la cultura occidental donde continuó un similar modelo patriarcal —en el que la mujer tenía más derechos que en épocas posteriores[9]—, otras expresiones se dieron en la Confederación Iroquesa o el Pueblo tlaxcalteca de América, patriarcados que también supusieron ejemplos de gobierno más participativos e inclusivos una vez alcanzaron un desarrollo. Y no se puede pasar por alto a China, cuyas raíces de su particular patriarcado se remontan a Confucio, basado en la armonía y el orden, todavía vigente hoy en día a pesar de la revolución que parece haberse circunscrito al ámbito político, adaptando las tradiciones culturales a las circunstancias del Partido Comunista Chino[10]. Las mismas condiciones se han dado en todas partes y una misma especie humana ha tenido que optar por soluciones muy similares. La principal diferencia es que Occidente ha alcanzado una hegemonía que le ha hecho ser el blanco de todas las protestas y reivindicaciones. La pregunta que cabría realizarse ahora sería qué han ganado realmente las mujeres en todos estos siglos de avances. Es decir ¿por qué en la era de las «democracias liberales» se continúa hablando de este asunto?

Para más información consultar el documento adjunto o la entrada anterior.

[1] "Así fue el final del primer gran imperio, y nos enseña una buena lección", El Confidencial, 6 de enero de 2019, https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2019-01-06/imperio-historia-cambio-climatico_1739066/.

[2] Solón y Clístenes como filósofos, y Pericles como estratega político y militar.

[3] Guerras Médicas y del Peloponeso

[4] "Privilegio", Diccionario de la lengua española (DLE), Real Academia Española, acceso 5 de marzo de 2025, https://dle.rae.es/privilegio.

[5] "¿Cuál fue la primera civilización de la historia?", Muy Interesante, acceso 16 de febrero de 2025, https://www.muyinteresante.com/historia/62537.html.

[6] "Conflictos armados en la antigua Mesopotamia", World History Encyclopedia, acceso 5 de marzo de 2025, https://www.worldhistory.org/trans/es/1-21541/conflictos-armados-en-la-antigua-mesopotamia/. Esta fuente muestra que en las ciudades-estado, antes de los imperios, los reyes mantenían guardias personales principalmente como símbolo de autoridad más que como cuerpos defensivos ante amenazas externas. En tiempos de conflicto, se recurría al alistamiento de ciudadanos.

[7] "Heteras y cortesanas en la Grecia clásica", Historia National Geographic, acceso 21 de febrero de 2025, https://historia.nationalgeographic.com.es/a/heteras-cortesanas-grecia_17148.

[8] "La mujer en la antigua Grecia", World History Encyclopedia, acceso 21 de febrero de 2025, https://www.worldhistory.org/trans/es/2-927/la-mujer-en-la-antigua-grecia/.

[9] Domínguez Arranz, Almudena, y Vanessa Puyadas Rupérez. "Más allá de la domus: experiencias femeninas en espacios masculinos". Dialnet, acceso 21 de mayo de 2025, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=7526679.

[10] "Xi Jinping is trying to fuse the ideologies of Marx and Confucius", The Economist, acceso 12 de febrero de 2025, https://www.economist.com/china/2023/11/02/xi-jinping-is-trying-to-fuse-the-ideologies-of-marx-and-confucius.