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sábado, 20 de febrero de 2021

La pandemia como contraste

sábado, 20 de febrero de 2021


El contraste, llamado así en medicina, es una técnica que mejora la visibilidad de la estructura interna de un organismo. Se introduce un agente ―normalmente un líquido― que es fácilmente detectable por un instrumento ―habitualmente una radiografía de rayos x―. De esta manera, un posible obstáculo o elemento que interfiera en el normal fluir del líquido, se evidenciará de manera clara y ostensible. La pandemia, además de la tragedia en sí misma, se ha convertido también en un contraste que ha evidenciado de manera bochornosa los fallos, políticos, sociales y culturales de la sociedad occidental. Empezando por la española.

El relato político

El 8 de Marzo es el Día Internacional de la Mujer. Ese día se celebraron, como en años anteriores, multitudinarias manifestaciones en diversas ciudades y municipios de España. La pandemia en aquel entonces estaba en Italia, en la península apenas habían unos cientos de casos de una enfermedad de la que se conocía muy poco sobre cómo se transmitía y qué periodo de incubación tenía. Los confinamientos parciales de Italia y otras medidas se aparentaban como exageradas en aquel entonces,  prácticamente ningún partido ni ningún medio tan siquiera insinuaban la necesidad de paralizar mítines, manifestaciones y mucho menos, confinamientos. Más bien al contrario, se banalizaba con el problema como si fuera algo distante.

A los tres días, la incidencia de casos se había multiplicado por diez hasta que finalmente se decretó el confinamiento el 13 de marzo. España fue uno de los países que relativamente, más pronto aplicó esta drástica medida. Al principio del confinamiento domiciliario, existió un amago de unidad. Una corta semana en la que los mensajes de serenidad y firmeza eran unánimes por parte de los protagonistas políticos. Nadie se atrevía a criticar en aquella situación ante la falta de información y argumentos. Pero entonces alguien se acordó de aquellas manifestaciones ocurridas apenas unos días antes. Se elaboró una teoría en base a aplicar la Falacia del Historiador, es decir, haciendo uso de toda la información sobre la enfermedad que se fue desvelando en las dos semanas tras el confinamiento, para juzgar las decisiones que se tomaron entonces que indudablemente, fueron tardías y equivocadas, como difícilmente podría ser de otra manera. 

De repente, lo que sospechábamos se convertía en una evidencia: los políticos se distinguen por poco más que por su capacidad para fabricar relatos que resulten electoralmente efectivos, sin preocuparse de su veracidad, de dar soluciones o aportar ideas constructivas, prácticas, más allá de lo obvio. Más de un mes después, tras superar varias cuarentenas, todavía se seguía hablando del 8M como la causa de la pandemia sin haber dedicado un solo segundo a analizar la trazabilidad del virus para realmente conocer por dónde había entrado y cómo se había difundido. El problema del relato ―o lo bueno, según del lado que se mire― era precisamente que era creíble, pero para que esto sea así es necesario que la audiencia sea lo suficientemente crédula.

El problema social

Casi un año después de que todo comenzara, las principales medidas de protección contra una infección de este tipo de virus siguen siendo las mismas: distanciamiento social, lavado de manos y evitar tocarse ojos y cara. Estas normas se vienen recomendando ―y recordando, ya que son de aplicación genérica ante toda epidemia― desde al menos, un par de días antes de que se decretara el estado de alarma y con él, el confinamiento ¿Qué hizo la gente? ¿Hizo caso de esas recomendaciones de una manera mayoritaria y responsable? Nada de eso, sino más bien todo lo contrario. A lo largo y ancho del país se repitieron las avalanchas de gente, apelotonándose, pisoteándose, acudiendo en masa a supermercados, esparciendo el virus por todas partes, causando desabastecimiento al adquirir productos que no iban a consumir en esa semana y dejando las estantería vacías ¿De quién fue responsabilidad? 

El problema cultural

Meses antes de ser declarada la epidemia como global, cuando solo era una epidemia local de China, el mediático médico cirujano Cavadas ―de virus sabe tanto como cualquier otra persona medianamente formada― alertaba que algo gordo estaba ocurriendo. El principal argumento era que si un país se pone a construir en diez días un mega hospital, es que en efecto, la situación es grave. Meses después, cuando ya se conoce de manera trágicamente palpable, es cuando la sociedad reclama responsabilidades por haber actuado tarde y mal. Los argumentos arrojadizos de los políticos, la poca capacidad de la sociedad para asumir parte de la culpa y el estrés de la difícil situación por la que se está pasando, han generado un ambiente de confusión y de impotencia frente al problema que no ayuda nada, salvo para descargar la frustración de la gente. Sin embargo la cuestión es: aunque se hubiera decidido actuar antes, no estaba claro cuales eran las medidas a tomar, ya que como se ha estado diciendo, no había certeza de cómo se transmitía a humanos. Es más, meses después, a pesar de todas las medidas tomadas y por tomar, a pesar de que todos deberíamos conocer los riesgos y el mal al que nos enfrentamos, el virus continua esparciéndose con una facilidad pasmosa, así como las noticias falsas, las dudas y los negacionismos. Después de todo este tiempo una cosa parece clara, que las medidas que se tomen apenas pueden contener los contagios mientras no haya un policía vigilándonos a cada uno de nosotros, un trabajo que no debería hacer nadie mas que nuestra propia responsabilidad. Pero es más fácil echarle la culpa al vecino o a otros profesionales que entonces no eran mediáticos, ni salían en la tele, como Fernando Simón. Un especialista que no basa sus argumentos en intuiciones, sino en lo que se ha podido probar en base a los hechos conocidos. Los cuales por desgracia, llegan sólo después de haber pasado por enfrentarse al problema durante mucho tiempo.

La ignorancia de la ciencia

La ciencia puede parecer engañosa al profano en el sentido de que muchas cosas obvias parece pasarlas por alto. La gente suele decir en ciertas ocasiones cuando se anuncia algún resultado de un estudio, que «eso ya lo sabía, que no hacía falta que se lo demostraran». Pero si algo tiene especial la Ciencia es su grado de objetividad, es decir, que no depende de lo que «uno» ya sabe, sino que es un conocimiento que puede ser compartido por todo el mundo. Cuando el epidemiólogo Fernando Simón hacía sus estimaciones en las ruedas de prensa, estaba compartiendo lo que en ese momento se conocía objetivamente, independientemente de lo que él pensase o «supiese». Lo que Simón decía no era «su verdad» , ni ninguna otra «verdad», sino el conocimiento compartido de la comunidad científica. Un conocimiento que siempre está sujeto, y esta es otra de las grandezas de la ciencia, a nuevas aportaciones objetivas, que pueden refutar por completo lo conocido anteriormente. Las mentes más conservadoras, tanto de izquierda como derecha, no viven cómodamente en esta situación de eterna duda, necesitan de «verdades» en las que ellos puedan creer, sin importar si son o no, ciertas. Por eso, la propia Organización Mundial de la Salud no llegó a recomendar las mascarillas de manera decidida hasta que no se supo de manera científica y objetiva, cómo se transmitía la enfermedad. Por eso todas las indecisiones e imprecisiones que se han estado dando ha sido debido por un lado, al desconocimiento de la comunidad científica de una manera de proceder precisa y detallada ―aunque como se ha comentado a día de hoy las recomendaciones básicas del primer día continúan siendo válidas― para enfrentarse a un problema en parte nuevo. Y por otro, por que la mayor parte de la sociedad no quiere tener que responsabilizarse de sus actos y espera de brazos cruzados que le digan lo que hay que hacer, siguiéndolo al pie de la letra cuando les interesa y de manera laxa cuando no, sin intentar comprender e interiorizar los motivos que llevan a definir esas medidas, en definitiva, sin formar parte de la decisión colectiva de seguirlas.

La guerra de datos

Si bien a los demás países no les va mucho mejor, esta tercera ola ha sido especialmente dolorosa porque ya se tenía el aviso de Reino Unido o Alemania. Otros países como Chequia que alardeaban de pocos contagios gracias al uso de la mascarilla, continúan sin controlar la epidemia. Lo que se ha visto es que todos los países han pasado por los mismos problemas, tarde o temprano, independientemente de las medidas que haya tomado. Los casos de contagios se han equiparado, aunque a distinto ritmo y sobre todo, con una respuesta y gestión diferente. El virus no ha tenido una expansión uniforme, no todos los países tienen la misma afluencia de gente, ni los estilos de vida son equiparables, ni las familias se estructuran igual, por lo que la respuesta a la pandemia no puede medirse igual para todos los países. 

En lugar de señalar de manera coherente y constructiva dichos fallos de gestión o de diferencias en las circunstamcias, se han usado los datos interpretados parcialmente de manera arrojadiza como arma electoralista. El caso más llamativo es cuando se habla de fallecimientos por habitante como una manera de medir la eficacia de la gestión, cuando por lo que se está viendo, las características de la enfermedad la hacen prácticamente incontrolable una vez hay una fisura por la cual logra colarse el virus y durante quince largos días difumina su nefasta influencia. Este parámetro es desde luego una manera de comprobar cómo está siendo un país afectado por la enfermedad, pero dice poco de la gestión y eficacia en combatirla. Es decir, si no tienes contagios, es difícil que tengas fallecimientos, por lo que se hace indispensable hablar primero de contagios por habitante para saber el grado de incidencia del problema y a continuación, el de fallecimientos por contagiados ―no por habitante―. Dicho de otra manera, cuantos de esos contagiados han muerto. Los medios de comunicación, más preocupados por las audiencias que por la divulgación y la información, se interesan más por obtener alarma de los datos, que de la verdadera trascendencia de estos.

La rotura del vínculo político

Una cosa es saber como evitar un contagio, otra es traducirlo en medidas sociales de obligado cumplimiento, y otra es diseñarlas para que sean comprendidas, asimiladas y seguidas por la población. A la dificultad en sí del problema completamente nuevo al que nos estamos enfrentando ―no ya como sociedad sino como especie― se añade la de comprender cómo una sociedad va a ser capaz de interpretar dichas ordenes, asumirlas y llevarlas a cabo. No se trata simplemente de entenderlas, sino de aceptarlas, en un país como España donde las frases como «para que roben los políticos, que sean los míos» no sorprenden a nadie, donde la economía sumergida es de las más altas de Europa, donde el número de presos por habitante es de los más altos, donde en definitiva, los trapicheos, la prevaricación y el pelotazo están a la orden del día. 

Por el lado de los políticos se tiene la dificultad añadida del desconocimiento de la enfermedad, lo que hace que las medidas son decididas sobre la marcha en función de nuevos datos conocidos sobre la enfermedad. Las medidas son diseñadas de forma genérica, tal vez para no pillarse los dedos, pero el resultado es que en ciertos casos individuales concretos no tienen sentido. Hemos pasado de no tener que llevar mascarilla por la calle, a ser de obligado cumplimiento, aunque vayamos solos por en medio de una calle de cuatro metros de ancho. 

Y la población, acostumbrada a ser decepcionada por sus políticos, ya no se sorprende del despropósito de las vacunas donde no hay protocolos para su administración claros ni medios adecuados para aprovecharlas, responde de manera muy irregular. Los profesionales sanitarios han dado de sí todo lo posible, al igual que suele ocurrir en cualquier otro ámbito de trabajadores por cuenta ajena, que no están sometidos a necesidades políticas y que son los que hacen que todo funcione. Pero el resto de la población, son protagonistas de numerosas anécdotas que muestran su desconocimiento de lo que está pasando. Gente que no entiende lo que es el periodo de incubación, antes de tener síntomas pero potencialmente peligrosos para transmitir la enfermedad. Gente que todavía, tras meses de explicaciones en medios e instituciones públicas, continúa sin saber que los grupos burbuja no evitan el contagio, sino que acotan a un círculo controlado la difusión del virus si algún miembro del grupo lo contrae. O que el uso de las mascarillas más sencillas de tela o quirúrgicas, no es para protección personal sino para evitar, de nuevo, que el virus se transmita. La mayoría de medidas no son para evitar el contagio de los que las toman, sino para evitar que se transmita a los demás. Salvo una vez más, el distanciamiento y la higiene personal medidas que se vienen repitiendo desde hace décadas, en las sucesivas pandemias que llevamos ya a nuestras espaldas. Epidemias que apenas recordamos en las que nadie reparó en sus causas, lo que hace que el mal vaya a peor.

El fallo del sistema

Mientras la pandemia continua imparable y nos muestra todos los puntos débiles políticos, económicos y sociales, pocos se acuerdan que estos problemas llevaban ya con nosotros mucho tiempo. Tal vez muchos ni tan siquiera habían pensado en ellos. La cuestión es que es ahora, cuando no podemos salir de nuestras casas, cuando afecta a la propia consistencia de un sistema basado en el «bienestar», pero que no tiene en cuenta a costa de qué o quienes se logra dicha comodidad. Los políticos continúan interesados en su interés electoral, sean locales o de todo el Estado, lo único que cambia es el ámbito. Las guerras de partidos continúan prácticamente intactas. Toda la sociedad está compartimentada en sus ámbitos y responsabilidades. Los trabajadores, el pueblo de a pie, poco puede hacer más que preocuparse de su día a día. Mientras, los problemas generales han continuado su camino, poco a poco, hasta que los hospitales se han llenado. Y esta es al parecer la preocupación de los políticos ya que siempre han habido miles y miles de muertes al año por motivos como la gripe común, por ejemplo, pero en este caso al ser mayor el índice de letalidad y la necesidad de atención hospitalaria, la falta de recursos lo convierte en un problema de responsabilidad de gente con nombres y apellidos de polìticos. 

Lo preocupante de la pandemia no son sólo los fallecidos, sino que además de estos, está evidenciando la incapacidad de la sociedad para hacer frente a los problemas que están con nosotros desde hace décadas. Si en España son consecuencia de un sistema político creado en una coyuntura ya obsoleta, el mundo occidental en general, prepotente y engreído, achaca sus males a cabezas de turco señalando los síntomas en lugar de la causa. Se llega al punto del espantoso ridículo de unos EEUU, el supuesto faro de las democracias de occidente, convertido en una república bananera mientras pretenden echar la culpa a Trump, no a la decadencia de su meritocracia, victima de una pretensión de justicia buenista malentendida que en realidad instrumentaliza políticamente a las minorías para satisfacer el interés particular de grupos de activismo ruidosos. Lo preocupante es que quien se ríe de todo es una dictadura como China que no necesita justificarse ni pedir permiso para tomar medidas. Una dictadura China que puede permitirse el lujo de elaborar estrategias con una proyección de décadas en el futuro, mientras que en el mundo occidental el principal interés es ganar las elecciones siguientes cada cuatro años, mientras los problemas se enquistan y meten bajo la alfombra. Lo preocupante es que después de siglos de renacimiento, de ilustración, de revoluciones y de peleas por la igualdad y los derechos, cuesta entender para que se está aprovechando lo que en teoría, se ha aprendido.

Más información:
  • Cómo modelizar una pandemia. Investigación y Ciencia. Mayo, 2020 <enlace> [acceso 20/02/2021]
  • El virus también ataca a la democracia. The Conversation. 31 de Marzo de 2020 <enlace> [acceso 20/02/2021]

viernes, 7 de octubre de 2016

La España que estámos construyendo

viernes, 7 de octubre de 2016
La España que construimos o más bien lo contrario

¿Ha fracasado el llamado «espíritu de la transición»? ¿cuál es la España que se ha construido desde entonces? ¿son los parámetros de convivencia actuales, la mejor alternativa a la guerra civil y la dictadura? Ya en se dijo que no era buen síntoma que en el 2004 un partido ganara contra pronóstico unas elecciones gracias a un atentado terrorista. Ni el partido que entonces estaba al frente del gobierno ni el aspirante habían presentado nada que realmente mereciera la pena. En la medida pudo influir aquel trágico y traumático suceso —que con toda probabilidad fue decisorio dada la igualdad de los rivales— significaba que el proyecto político de convivencia llamado España fracasaba... de nuevo.

Al hablar de proyecto político se habla de la creación de una serie de instituciones que representan a esa parte del pueblo que sí desea la convivencia. El problema es que en la construcción de ese proyecto y por mucho que sus protagonistas defiendan otra cosa, prevalecen sectores cuyos intereses no tienen nada que ver con la representación de la sociedad que aspira a construir un proyecto común, y sí más con el dogmatismo, las ansias de poder y de control. La España que estamos construyendo no se apoya sobre la convivencia, sino sobre el reparto de protagonismo. El que ocupan dos grandes partidos, uno de ellos infestado de mediocridad y de corrupción, pero que a pesar de ello continua logrando grandes resultados electorales, como si de esta manera los demás tuviéramos que aceptarlo.
La España del griterío y de la manifestación mediática pero inútil para lo que dice defender

Ante la ausencia de argumentos, la convivencia política en estos momentos consiste en el atropello y en la acusación, en muchas ocasiones de asuntos similares a los que el propio acusador comete. En el anuncio de casos de corrupción que llevan décadas siendo investigados, pero que salen a la luz pública únicamente cuando hace falta, cuando los mecanismos de pacto de no agresión ceden ante el exceso de una de las partes. Cuando la crisis económica complica que las bocas hasta ahora calladas lo continúen estando. Dos partidos que continúan ocupando la mayor parte de la escena política aunque no ofrezcan ninguna solución al problema de España, eternizando el enfrentamiento y viviendo de él. Son realmente los causantes del problema, avivándolo y viviendo a costa del apoyo logrado en base a transmitirlo a la sociedad.

Por un lado un Partido Popular cuyo núcleo es puramente dogmático, nacionalista, ultra-católico, de fe ciega en la jerarquía, sea militar o eclesiástica. Un partido en el que hay poca posibilidad para la disidencia, pero sí para la corrupción, salvo en la periferia, donde pueden existir ambas cosas. Y por el otro, de envidiosos ególatras cainitas, mentirosos y figurantes patológicos, que no dudan en darse codazos, zancadillas y puñaladas en cuanto se trata de estar al frente de un colectivo, aunque implique la práctica destrucción del mismo. Un Partido Socialista de más de un siglo de antigüedad que no es capaz de organizar un Comité Federal —su máximo órgano de gobierno interno— de forma racional y educada. Un partido que no se ha preocupado en absoluto de buscar constituirse como una alternativa sólida frente a la derecha que critican, tratando en verdad de colocarse a su lado. Hacerse un hueco en las estructuras de poder del sistema, sin aspirar a ser el necesario ejemplo de organización política de ciudadanos.

La España de la telebasura y la España real cada vez son más indistinguibles
GH se derrumba en audiencia: la competencia es muy fuerte, mejor ver las noticias
Pero el verdadero problema es lo que ocurre al margen de estas dos organizaciones reclutadoras de enfermos, ansiosos por el protagonismo y de colocarse en un estrado para sentirse importantes. Al otro lado del televisor, la sociedad asiste a este lamentable espectáculo como si estuviera viendo la enésima edición de la tele-basura de Gran Hermano. Pensamos que no tenemos nada que ver con eso, sin darse cuenta que se trata de las dos principales organizaciones de las cuales surgen los representantes políticos que deciden todos los aspectos que acaban influyendo de forma determinante en nuestra vida cotidiana: nuestra salud, nuestros servicios públicos, la educación de nuestros hijos, nuestra cultura, nuestra convivencia, todo, depende de gente que se mueve en los mismos círculos de que protagonizan los casos de corrupción o los poco edificantes y bochornosos recientes espectáculos políticos.

 El 15M —en concreto, las manifestaciones multitudinarias y transversales que se dieron en varias ciudades de España, precedidas en los meses anteriores de diversas iniciativas similares aunque menos multitudinarias— fuera o no organizado por grupos de activismos de izquierdas, lo cierto es que reflejaban el malestar de la sociedad y su desacuerdo generalizado. De todo aquello se ha materializado una organización en forma de partido conocida como Podemos. En el sistema político español, la única posibilidad práctica para solucionar el problema que los dos grandes partidos no sólo no solucionan sino que la agravan, es sustituyéndolo por otro —u otros—. Y este partido, si bien comenzó con unas ideas aplicables como alternativa a la situación, en cuanto ha entrado en el congreso nos ha recordado a todos el circo que realmente ha sido durante estos más de treinta años. En su afán de conseguir votos, ha replicado las mismas y viejas tácticas políticas partidistas buscando atraer votantes del PSOE, sin darse cuenta que de esta manera se puede acabar convirtiéndose en lo mismo de lo que se pretende huir. Afortunadamente les ha salido mal, ya que atraer a un voto socialista anquilosado y sectario de décadas de fidelidad es prácticamente imposible.

Esta España del griterío, de la acusación, de la desconfianza, del enfrentamiento, del miedo, de las manifestaciones inútiles, de absurdo «meme» en la red social de turno, de los falsos debates, de la burda y sucia agitación política, cuya memoria no va más allá del último «barsa-madriz», es la que desgraciadamente vamos a dejar a nuestros descendientes. Porque de los que ahora mismo depende, no va parece que vaya a salir nada mejor. 


jueves, 24 de julio de 2014

Arqueología informativa

jueves, 24 de julio de 2014

«El millonario terrorista islámico Ben Laden amenaza con nuevos atentados contra objetivos norteamericanos» (año 1998)




  • Texto de la noticia: «El millonario terrorista islámico Ben Laden amenaza con nuevos atentados contra objetivos norteamericanos»
  • Medio: periódico «Las Provincias»
  • Fecha: Jueves, 20 de agosto de 1998
  • Lugar de la foto: en la vía pública de un pueblo de la Comunidad Valenciana    

martes, 15 de mayo de 2012

Intercambio de rumores

martes, 15 de mayo de 2012
Los rumores ya no tienen límite tecnológico para difundirse como antaño


Dicen que el rumor es «la antesala de la noticia», pero llamar así a los rumores cuyas principales características son sus dudosas fuentes y veracidad más que discutible, es con toda probabilidad un disparate. Debería ser justamente todo lo contrario de la noticia.

Lo que pasa es que todos quieren ser los primeros. Y la audiencia lo aplaude. Además, el boom de las redes sociales amplifica los rumores de forma descontrolada. La inmediatez de la información que brinda Twitter, por ejemplo, tiene la contrapartida de difundir a gran velocidad todo tipo de bulos y leyendas urbanas, medias verdades cuya condición de dudosas les aleja de lo que ha de ser una información en condiciones. Un ejemplo concreto que tuvo una gran repercusión pero cuya veracidad pasó rápidamente a segundo plano, es el de un vídeo de una pareja aparentemente practicando sexo en la Universidad Politécnica de Valencia.

¿Era real? Es decir, ¿les han pillado in-fraganti o es todo un montaje para viralizar un vídeo? 

¡Qué más daba!

El problema de la «prensa al servicio del poder político tradicional», es que no puede competir con esta rapidez en la difusión, a pesar de intentarlo «haciéndose eco» de muchos de estos rumores. Como si quitarse la responsabilidad de su origen, le eximiera de la de difundirlos.

Este problema de los grandes medios es muy similar a la de las grandes compañías distribuidoras de contenidos, cultura, e información, que no les gusta que la gente pueda compartirla. Música, libros,... ¿por qué no los «rumores» también? Y la ceguera a la hora de solucionarlo es muy parecida, que suele pasar por bloquear Internet y las redes con medidas de censura. El monopolio de los rumores también desean controlarlo.

En el caso de los medios de información, la solución debería pasar, en lugar de intentar competir en inmediatez con  las redes mucho más eficaces para ello, su oferta debería ser aquella que no pueden ofrecer las redes sociales y microbloggin: la de dar noticias objetivas, contrastadas y de fuentes fiables y conocidas.

Pero me temo que esto no les interesa.