¿Son los roles de género una construcción cultural o dependen de nuestra biología? ¿Qué diferencias hay entre hombres y mujeres en cuanto a desempeño? ¿Son adecuadas las normas «de paridad», solucionan realmente algo? ¿Existe el llamado «techo de cristal» para las mujeres? Si el lector comparte la inquietud por entender estas y otras cuestiones relacionadas y no está satisfecho con las respuestas polarizadas y maniqueas que habitualmente se escuchan en los medios tradicionales, se le anima intentar descubrir algo más, indagando en las profundidades de nuestra naturaleza, hasta donde seamos capaces.
Cuando la sociedad piensa en como han llegado a ser las cosas como son ahora, se remonta primero a sus abuelos y luego como mucho al Imperio Romano. Esto puede servir para entender el origen de monarquías y religiones, pero estas son construcciones culturales muy posteriores a la aparición del ser humano. La sociedad otorga a la historia escrita, un papel fundacional de la cultura humana probablemente exagerado. Mucho antes de la aparición de estos conceptos socioculturales, nuestra especie llevaba ya cientos de miles de años con una organización social previa, que no era fruto de ninguna decisión de ninguna autoridad «terrenal» ni mucho menos «divina», sino como se ha mostrado, de una característica natural de nuestra biología. ¿Cómo eran aquellas sociedades de nómadas cazadores-recolectores, cuya organización social ya venía definida por su pasado evolutivo inmediato? La paleo-antropología tiene cierta seguridad de las características básicas de aquellas sociedades, basándose en sus restos. En líneas generales, aquellas sociedades se agrupaban en tribus, en grupos donde encontraban seguridad, protección y el calor del prójimo ¿Cómo se organizaban para subsistir y llegar hasta donde hoy estamos?
Repitiéndose un patrón que llevamos dentro desde mucho antes de que se inventasen las palabras para definirlo, otro sector de la sociedad muestra sus prejuicios equivalentes para afirmar que las sociedades se organizaban de manera «paritaria», como intentando legitimar a su vez ciertas políticas en las que se obliga a que el número de representantes políticos sea igual en cuanto al sexo —como ocurre en algunos países de Escandinavia—. Sin embargo, mirando con algo más de detalle los datos, se observa que las proporciones siguen dando más peso al sexo masculino en las tareas de caza, siendo la participación femenina no mayor al 40% ¿Qué puede significar esto? Lo que mejor explicaría aquella situación es que el sexo como tal no tenía más que una influencia colateral, solo observable por mera estadística. Es decir, que aquellos grupos no estaban para políticas ni igualitarias ni discriminatorias, sino que simplemente a todo aquel que tuviera la suficiente destreza, fuerza y disponibilidad para empuñar una lanza, era seleccionado para ayudar a la subsistencia del grupo. La idea de discriminación sexual, ni positiva ni negativa, probablemente no existiese para aquellos individuos.
La excepcionalidad del ser humano
Hasta aquí todo parece ir dentro de los mismos parámetros evolutivos que el resto de las especies. Pero el ser humano, por motivos que todavía hoy en día son objeto de discusión, desarrolló una conciencia y unas capacidades simbólicas y cognitivas que a medida se iban desarrollando y se convertían en herramientas útiles para la supervivencia del grupo, no se puede descartar que de alguna manera, fueran añadiéndose al acervo genético del ser humano. De hecho, hay una ciencia que estudia precisamente cómo nuestras capacidades y sentidos para percibir el mundo que nos rodea pueden haber afectado a la formación de nuestra propia condición como especie: la
psicología evolucionista.
Es muy probable que, durante todos esos miles y miles de años de los que apenas se tiene constancia debido a la ausencia de registros, y en los que nuestros antepasados aprendieron a vivir y convivir en este planeta, las necesarias diferencias biológicas debidas al ineludible hecho de la reproducción, imprimieran diferentes formas de comportarse. Hábitos instintivos que se pueden observar y que permiten distinguir desde pequeños, a grandes rasgos, a niños y niñas. Cambios sutiles, probablemente triviales, pero existentes.
Estas diferencias de comportamiento entre hombre y mujer serían una consecuencia de la distinta producción hormonal debido a la función reproductiva, que por no aburrir al lector se resume en la producción de
testosterona. Consisten en una mayor competitividad, visceralidad e intensidad emotiva en el hombre que a su vez, tiene como consecuencias una menor capacidad social, emocional y flexibilidad mental. Es decir, al contrario de la mujer, al hombre le cuesta dejar de poner todo su esfuerzo en una única tarea con la que puede llegar a obsesionarse. Es por este motivo por lo que los hombres han sido capaces de conquistar el átomo, el Everest, el Polo Norte o cruzar el Atlántico con un barco a vela sin conocimiento seguro del destino, pero al mismo tiempo, capaces de atrocidades cómo genocidios o dictaduras totalitarias.
Hay que apuntar que no se trata de que el sexo masculino no sea capaz de
la multitarea o como se ha visto, del cuidado de la descendencia, sino que ha de hacerlo a través de otros mecanismos o caminos que en el sexo femenino parecen más evidentes. Como en todo, con el adecuado entrenamiento y educación, todo parece indicar que las capacidades son equivalentes en ambos sexos. Sin embargo, tal vez podría decirse que a grandes rasgos, el ser humano tiene a consecuencia de su dimorfismo sexual dos grandes grupos definidos por su sexo y el resto de parámetros biológicos que lo acompañan. Hacia un lado se tendería a la acción, la épica y emociones intensas, mientras que hacia el otro, la relación social, las sensibilidad y la tranquilidad. Estos dos grandes grupos han acabado sucumbiendo a la tal vez inevitable tendencia al etiquetado y simplificación, reduciéndolo en exceso, probablemente, a un binomio «masculino/femenino» por el que el parámetro visible de la posesión de unos genitales, provoca que sean atribuidos al poseedor de los mismos el resto de parámetros normalmente asociados a cada una de las etiquetas. Pero la naturaleza no organiza las cosas de esta manera, sino que suele producir distribuciones que se representan con una gráfica llamada
campana de Gauss, de manera que para cada característica las probabilidades se incrementarían según el sexo, pero existiendo a ambos lados de la curva un amplio campo en el que ambos sexos comparten competencias en alto grado. Puede responder a una utilidad práctica dividir a la sociedad en función de la posesión de unos genitales para por ejemplo, hacer lavabos ―o
competiciones deportivas―, pero no tiene sentido extenderlo a más ámbitos. Lo «femenino» y lo «masculino» son dos etiquetas válidas pero no son propiedad de ningún sexo, son de toda la humanidad.
Como síntesis de lo expuesto hasta ahora, en el caso de nuestra especie ocurre que:
- Al igual que aquellas cuya reproducción se basa en dos sexos biológicos diferenciados, la evolución ha dotado a cada miembro según su sexo, con unas características determinadas para llevar a cabo dicha función. A consecuencia de esta divergencia biológica, cada individuo posee diferentes competencias en distintos ámbitos que logran optimizarse a nivel de grupo con una organización acorde.
- La naturaleza materializa dichas diferencias básicamente por la producción hormonal, que ocasiona un desarrollo de los órganos, de la masa muscular así como de un comportamiento instintivo primario diferenciado, fundamentado en la necesidad del cuidado de la descendencia, que en el caso del ser humano requiere de un periodo mucho mayor comparativamente. Por motivos biológicos obvios, en la mujer el cuidado de la descendencia implica durante la fase principal el cuidado de ella misma, mientras que en el hombre implica el cuidado de ambos.
- Las divergencias de competencias entre miembros según su sexo se restringen al ámbito reproductivo, siendo en el resto una consecuencia colateral que mediante un aprendizaje y entrenamiento adecuados pueden equipararse.
El amanecer de las culturas
Hasta ahora el ser humano se había dedicado a poco más que a sobrevivir en la naturaleza, adaptándose a la condiciones de su entorno, optimizando esfuerzos. Pero no de manera consciente, sino como resultado de la presión que las condiciones físicas ejercían sobre la existencia de los miembros de la especie, al igual que con el resto de las que poblaban nuestro planeta. Sin embargo, como se ha comentado, el ser humano desarrolló fortuitamente unas capacidades cognitivas que le permitieron establecer un particular diálogo con la naturaleza en forma de mitos y dioses. En ese dialogo, el ser humano desarrolló además de tecnología, una consciencia sobre si mismo. El punto de inflexión que lo cambió todo fue cuando nuestra especie fue
estableciéndose cada vez más tiempo a medida que perfeccionaba sus herramientas y técnicas de construcción, en aldeas donde almacenaba lo que recolectaba durante más tiempo. Finalmente, acabó desarrollando la agricultura y la ganadería, momento a partir del cual ya no necesitaba recolectar ni cazar preocupados por ver un nuevo amanecer. La humanidad podía planificar un futuro, sabiendo que podía garantizarse unas existencias de alimento.
La división del trabajo
Súbitamente en términos geológicos, las tareas diarias que nuestra especie debía desempeñar cambiaron para siempre. La organización de trabajo habitual debía de adaptarse a unas nuevas circunstancias con nuevas competencias y sin un apremio radical de la subsistencia. Si se parte del postulado de que las sociedades primitivas del paleolítico se organizaban por competencias, siendo definido el desempeño por las diferencias biológicas y las necesidades del entorno, el paso a una era de acumulación eliminaría el factor acuciante de la eficacia en el mismo. Dicho de otra manera, existía la posibilidad de poder escoger qué trabajos realizar. Según
un reciente estudio sobre las incipientes sociedades del Neolítico temprano donde se analizan los restos fúnebres, concluyen que hombres y mujeres comenzaron a dividir sus trabajos por sexos en el momento en el que aparece la agricultura. Aunque se admite que se desconocen los motivos culturales por los cuales se llegó a este reparto de tareas, sí que parece evidenciarse en función de los restos y objetos hallados en las sepulturas ―elementos simbólicos muy importantes para aquellas sociedades― que no existía una jerarquización entre ellas. Es decir, la división del trabajo por sexo no se originó por la imposición mediante el uso de la fuerza de tareas consideradas «menos importantes» por parte de los miembros de un determinado sexo sobre los del otro. Este fue un momento
pivotal, no de la
historia humana, sino de la propia
especie humana que posteriormente crearía la historia que hoy conocemos. Se hace necesario por tanto, recapitular lo expuesto antes de pasar al siguiente punto:
- Unos individuos evolucionados en entornos de recursos limitados que han de ser obtenidos en competencia con el resto de grupos y de especies, cuyos instintos se han creado sin la experiencia de la abundancia, optimizados para aprovechar cualquier circunstancia que les proporcione ventaja adaptativa en dicho entorno.
- Estos instintos se regulan mediante la producción de hormonas y otras sustancias, que en el caso de la nuestra cuyo mecanismo reproductor se basa en un dimorfismo sexual, cada miembro posee según su sexo unas diferencias de comportamiento.
- Esta divergencia no es significativa en el Paleolítico donde los grupos se organizan por la necesidad de optimizar los esfuerzos y recursos. La heterogeneidad de competencias es un valor adaptativo.
- Al pasar al Neolítico y la posibilidad de poder alcanzar ciertos niveles de abundancia, las tareas comenzaron a ser repartidas por unos incipientes criterios sociales o culturales, no por la necesidad de sobrevivir. Estos criterios estaban con toda probabilidad condicionados por las características que hasta entonces definían a aquellas sociedades.
La época de los Imperios
¿Qué criterios se iban a seguir a partir de aquel momento completamente distinto a lo que nuestra especie había experimentado? ¿Iba ser la vida tan satisfactoria como antes? ¿Era lo mismo pasarse el día arando la tierra o tejiendo pieles en un mismo lugar que recorrer montañas y bosques vírgenes en busca de alimento? Juan Luis Arsuaga y otros paleoantropólogos coinciden en que el paso al Neolítico significó un empeoramiento en la calidad de vida como individuos. Al parecer, este periodo de la prehistoria solo benefició a los asentamientos y a la formación de pueblos, los cuales iban aumentando de tamaño, haciéndose cada vez más poderosos a la vez que consumidores de los recursos del entorno circundante. Al principio, es de suponer que los asentamientos eran poblaciones en los que la vida transcurría con relativa tranquilidad. Nuestros antepasados poco a poco dejaban atrás una ajetreada vida por la supervivencia, para cambiarla por otra en la que no era necesario correr tras las presas ni recorrer largos trechos en busca de alimento para recolectar. La comida crecía y venía a los humanos, que solo debían seguir unas pautas rutinarias, día a día. Aquellas sociedades podrían haber seguido así, y probablemente la mayoría lo hicieron. Cómo transcurrió tal vez no lo sepamos con exactitud nunca, pero puede imaginarse que era inevitable que en alguna parte, por unos motivos u otros, comenzasen a crecer las poblaciones por encima de un cierto umbral. En ese instante histórico, la abundancia a la que se habían acostumbrado tras dejar la escasez del Paleolítico, se convertía en una prioridad para volver a ella. Nadie quería volver a cazar o a recolectar, entre otros motivos, porque era demasiada gente. El entorno no podía abastecer a todos. Había que ocupar nuevos territorios para llenar las insatisfechas vidas de los pobladores del Neolítico. Nadie lo sabía entonces, pero aquello iba a impactar definitivamente en el destino de la Humanidad.
Hasta aquel momento todas las funciones que desarrollaban los miembros de los grupos sociales eran igual de importantes. La naturaleza era la que imponía las necesidades y el rumbo hacía donde había que dirigirse. Pero a partir de aquella época, cuando se hizo necesario ocupar otros territorios para mantener el modo de vida, a base de obtener recursos usados en otra parte por otras gentes y pueblos, el ámbito que adquiría importancia era el de la violencia intrapersonal, el cual estaba ocupado por hombres. Probablemente esta no fue la conclusión inmediata a la que se llegó en todas partes, pero bastaba con que hubiera ocurrido en un lugar, bastaba con que un pueblo se convirtiese en invasor y acaparador de recursos para hacerse más y más grande, poderoso e imparable, para iniciar un camino sin vuelta atrás. De esta manera se iniciaba un largo dominio del sexo masculino de las nuevas jerarquías militares no solo sobre el sexo femenino, sino sobre el resto de la especie, sus congéneres. Se había creado una casta de gobernantes cuya legitimidad residía en su valía para obtener nuevos territorios, es decir, se había creado el imperialismo.
Es importante destacar que la relegación de la mujer a trabajos domésticos no fue una imposición de un «patriarcado», sino que estos roles ya existían antes, por motivos sin determinar pero que con toda probabilidad están relacionados con nuestras características biológicas como especie. El auge del llamado patriarcado ha sido un suceso fortuito, un accidente histórico. Es decir, no es que la mujer se dedicara a trabajos de «menor importancia», sino que fue el ámbito que estaba dominado por los hombres el que adquirió importancia fortuitamente, obligado por el rumbo histórico al que la humanidad ―las mujeres también― se veía abocada debido a su inmadurez y
la ignorancia de las consecuencias de sus actos. Esta circunstancia se apoya en uno de los mayores experimentos sociales que la humanidad ha llevado a cabo jamás: el comunismo. Es conocido que en la antigua Unión Soviética existía una clara intención de dejar atrás todo lo que tuviera que ver con el imperialismo occidental. En aquel entonces —y aún hoy en día algunos sectores ideológicos— se estaba convencido de que la «opresión» de la mujer era causada por este imperialismo y manifestada a través de esa división de trabajo por sexos. Sin embargo, todos los intentos por crear una sociedad «igualitaria» fracasaron en cierta medida: la sociedad soviética persistía en mantener una tendencia a separar tareas por sexos, por más intentos por lo contrario desde el poder político. Otro caso paradigmático que ocurre actualmente es en Suecia: sus políticos han impuesto por ley unas
normas paritarias en la que los cargos y representantes públicos deben estar ocupados obligatoriamente manteniendo un criterio de paridad numérica entre hombres y mujeres. El resultado es que la sociedad ha respondido de manera espontánea con unas diferencias de tareas y hasta de ingresos en función del sexo,
abrumadoras. Los sociólogos de la URSS
concluyeron con un diagnóstico que se puede aplicar a Suecia y al resto de casos y que coincide con los estudios recientes:
la división del trabajo por sexos es anterior a la opresión de la mujer.
La opresión
¿Cuándo empezó la mujer a ser socialmente oprimida? Si se considera como concepto general habitual de esta opresión a la circunstancia de ser relegada a tareas secundarias o consideradas de una categoría más simple y a impedir que acceda a posiciones de mando y poder, no es posible situar el inicio de esta situación con la división del trabajo por sexos ya que como se ha visto, en aquel momento de la historia de nuestra especie no existía una posición jerárquica entre los distintos roles. Todo cambia cuando los asentamientos se hacen demasiado grandes y se comienza a tener una dependencia de unos recursos que hasta ese momento se obtenían con relativa facilidad. En ese momento, el protagonismo recae sobre los roles dedicados a tareas de violencia intrapersonal necesarios para sobreponerse a otros pueblos menos desarrollados y expropiar sus recursos, a la vez de usar a la población local para extraerlos u obtenerlos. Sin embargo, esta situación era consentida por el resto de los grupos sociales, fueran hombres o mujeres, ya que los problemas que el agotamiento de los recursos locales producía para alimentar a la descendencia, por ejemplo, eran solucionados trayéndolos de otras tierras. Visto con nuestros ojos, esta situación por la que un pueblo invade a otro nos resulta una barbaridad, pero en aquel momento era la solución tan inmediata como sabemos ahora equivocada. Por tanto, no se puede hablar de una opresión «contra la mujer» ya que solo se estaba continuando con la inercia que se había formado en los inicios del Neolítico.
En la nueva situación donde surgían pueblos con criterios culturales arbitrarios definidos por circunstancias locales que convertían en símbolos, leyes y normas sociales, la mujer continuaba con sus roles domésticos que de manera espontánea habían surgido siglos antes, cuando tenían una importancia equivalente a la del resto. Esta desigualdad legal no era entendida probablemente como tal, sino que era consecuencia de épocas en la que el cuidado de la descendencia frente a guerras, pestes y mortalidad prematura, era prioritario para la sociedad, recayendo en el hombre dicha responsabilidad en gran parte. Incluso en la democrática Grecia clásica y en la Roma preimperial, donde el matrimonio y la descendencia tenían un carácter sagrado, la mujer tenía un grado de dependencia del varón elevado. En definitiva, todavía no se puede establecer una opresión hacía la mujer vista como algo impuesto desde el hombre hacia ella como un menosprecio, más bien al contrario, era un concepto cultural, equivocado o no, en la que la mujer era un bien preciado que debía protegerse y cuidar, siendo el hombre el descartable en guerras como carne de cañón.
Llegados a la Edad Media, existe la tentación de proponer este malentendido periodo de la historia como el punto de inicio de la opresión de la mujer por parte del hombre. Sin embargo, en este intervalo histórico es difícil pensar en una sociedad con preocupaciones distintas a la de superar los retos diarios de alimentarse y cuidar de la familia, en continentes poblados por encima de su capacidad a causa de las acciones de épocas anteriores. En el resto del mundo no era muy distinta la situación ya que las sociedades feudales de Rusia, Japón, China o los imperios precolombinos de América, vivían unas similares precariedades en las que solo unos pocos vivían «a cuerpo de rey». Por otro lado, las castas gobernantes de tipo hereditario que iban a experimentar un auge que no disminuiría en mucho tiempo, no distinguían entre hombre y mujer permitiendo que esta accediera al poder en un régimen muy cercano a la igualdad con el hombre, solo alterado por normas como la
ley sálica, que daba prioridad al heredero varón. No obstante, se puede usar este ejemplo para mostrar un detalle que el atento lector probablemente habrá advertido: incluso suponiendo una casta gobernante hereditaria que fuera estrictamente igualitaria respecto al sexo, y en la que el acceso a las posiciones de poder fuera todo lo «paritario» posible, el resultado estaría perpetuando la injusticia social ya que continuaría existiendo una desigualdad y agravio comparativo enorme entre castas, clases y pueblos, que afectaría por igual a hombres y mujeres. Por tanto, la Edad Media tampoco puede establecerse inequívocamente como el punto de inicio de la opresión de la mujer por parte del hombre.
Para poder observar lo que está ocurriendo tal vez haya que abrir el foco de manera que pueda incluirse todo el periodo desde el Neolítico hasta incluso la actualidad: inadvertidamente, se estaba construyendo un perfil de «éxito» violento, arrogante, prepotente, narcisista, carente de empatía y escrúpulos, características que favorecían las actitudes necesarias para la guerra, la conquista, la invasión y la esclavización, que por circunstancias cuyo origen se remontaba al origen de los tiempos, estaba ocupado por personas de sexo masculino. Hay que señalar que el protagonismo otorgado a los hombres que entonces se encargaban de los conflictos con otros pueblos, era en sus inicios probablemente apoyado, consentido e incluso celebrado tal vez, por toda la sociedad. Pero a medida los pertenecientes a estas castas acaparaban poder y se volvían adictos a la dopamina que les proporcionaba su posición, fueron estableciendo barreras e impedimentos al resto para continuar en su status quo. De esta manera se configuraba una cultura de mando prepotente y megalomaníaca que eliminaba sin miramientos a todo aquel que le desafiase. El resultado es historia, y aunque han habido revoluciones y movimientos, todavía persiste esa cultura que define a la mayoría de líderes actuales de una u otra ideología y de uno u otro lugar del planeta... y de uno u otro sexo.
De nuevo, el lector habrá observado otro detalle que no ha sido mencionado: si el paso a una era de conquistas debido a la necesidad de obtener más recursos al haber agotado los propios fue un suceso fortuito ¿pudieron haber sido las cosas de otra manera? Solo bastaba un lugar del planeta para que se encendiese la chispa de la conquista de nuevas tierras. Una vez creado el imparable imperio, nada podía pararle salvo su propia autodestrucción al no saber como obtener nuevos recursos una vez no quedan tierras para conquistar. Pero tal vez en otros lugares apartados de la llegada del imperialismo, hayan otras culturas basadas en otros criterios como la familia, pueblos donde el perfil de hombre que se sobrepuso en la mayor parte de planeta cediera su protagonismo a la mujer o a otros perfiles masculinos. Esos lugares, en efecto, existen.
Los matriarcados
En algunas zonas aisladas ―literalmente, en este caso― como Indonesia y Nueva Guinea, se conservan las llamadas culturas matrilineales, en las que la protagonista es la mujer. Son zonas fértiles y que apenas han sido molestadas por pueblos occidentales. Gracias a su situación de aislamiento y bonanza orográfica, la cultura imperialista asociada a varones, no ha llegado a materializarse. Sin embargo, sus pueblos han quedado también aislados del progreso que finalmente llegó, aunque manteniendo sus costumbres milenarias, surgidas en tiempos anteriores a la escritura. Debido a esta ausencia de registros, se piensa que la actual cultura en la que la protagonista es la mujer en asuntos hereditarios, por ejemplo, provenía de otra puramente
matriarcal, donde la mujer además ostentaba el poder político. Es destacable el caso de las Islas Trobriand, otra cultura matrilineal en la que sin embargo, permanece la división del trabajo por sexos y en la que el hombre es el cazador y guerrero, pero no ostenta un dominio político. Esa situación refuerza la idea de que el advenimiento del patriarcado no fue por la división de sexos que ya existía, sino por una situación fortuita en la que los cazadores-guerreros se convirtieron en vitales para asegurar las necesidades de los grupos al agotarse los recursos, iniciando una dinámica que se transformaría en el imperialismo como forma de «progreso». En las
Islas Trobriand esto no ha llegado a cristalizar gracias a que ningún grupo llega a sobreponerse a los demás y a la continua existencia de alimento y recursos para continuar con sus monótonas vidas, tan solo agitadas por las continuas luchas, convertidas en tradición. Probablemente esto fuera así en una mayor parte de las culturas del planeta en los primeros tiempos del Neolítico: las mujeres ocupaban
un papel principal en la nueva cultura sedentaria y agrícola, pero esta preponderancia fue desplazándose hacia el mencionado perfil de hombre que se dedicaban en parte a la caza pero sobre todo, a la guerra. La ironía que impregna a a esta historia es que solo a través de la conquista de otros territorios el ser humano ha logrado salir del entorno rural y con ello, evolucionar. Actualmente, se ha alcanzado un estado que reconoce su anterior camino como erróneo. En definitiva, un proceso de maduración y aprendizaje, que todavía no ha concluido.
La vida en la urbe
Nuestra búsqueda de ese momento de la historia de occidente donde pueda ubicarse el comienzo de la opresión del hombre hacia la mujer como tal, sigue sin proporcionarnos un resultado claro. Desde los inicios de la llamada civilización hasta la sociedades rurales de principios del siglo XX, las sociedades han vivido con unas reglas y nivel de vida muy similares. Por ejemplo, en las poblaciones romanas se vivía de manera similar a las aldeas de la España profunda de hace tan solo unas décadas, puede que incluso mejor. En esos entornos, había muy pocas posibilidades de elegir. Si la mujer estaba en casa era porque alguien tenía que hacerlo. Que fuera la mujer era algo decidido antes de que existiesen la manera de dejarlo escrito. El ser humano todavía estaba sujeto a las condiciones del entorno y al devenir de los acontecimientos en un grado muy elevado. Sin universidades ni grandes empresas que liderar y con la mayoría de la población viviendo con recursos muy ajustados, difícilmente se puede habar de exclusión, simplemente se continuaba con la división del trabajo existente desde inicios del Neolítico. Pero hay otro momento clave de nuestra historia como especie: la Revolución Industrial. Llegados aquí el ser humano pudo moverse sin el uso de fuerza animal, comenzando a dominar la energía con una eficacia varios órdenes de magnitud mayor que en cualquier otro momento anterior. Se pudo crear entornos urbanos completamente a medida para su comodidad. En esas nuevas sociedades, la sociedad comenzó a cuestionar las cosas porque se tenía la posibilidad de elección. Porque ya no era necesario que fueran como habían sido desde hacía cientos de miles de años y sobre todo, porque empezó a existir la posibilidad de que en efecto, pudiera llevarse a cabo.
Pero claro, que fueran posibles otras formas de vida y otros métodos de organización social, no significa que pudiesen ser puestos en la práctica fácilmente. Todas las estructuras de poder que habían estado gobernando en el planeta, antecesoras por mucho que les pese, de las que se generaron en las colonias emancipadas que heredaban sus mismas estructuras, ostentaban un status quo que no iban a dejar ir fácilmente. En este momento, se genera una situación anómala en la que el poder, antaño conseguido por necesidad y oportunidad, iba a ser mantenido ahora como fuere, empleando el poder para mantenerse en el propio poder, sin que fueran las circunstancias las que auparan a unos o a otros y sin que importara su función. Aquel perfil masculino arrogante y narcisista, se había convertido un modelo a seguir en todas las jerarquías de mando en una época de la historia en la que no era necesaria tal cosa, pero que llevaba muchos siglos implantado. En la Modernidad y en las sociedades urbanas, comenzaron a existir ocupaciones y ámbitos en los que no era necesario continuar con una dinámica antigua, anacronismo por el que se convirtió en sexista. Fue en ese momento donde en estos casos, la mujer reclamaba una posición que la tradición y la defensa del protagonismo de las estructuras de poder clásicas no querían perder. Pero no se trataba probablemente de un patriarcado que tuviera como objetivo considerar discriminar a la mujer como un individuo de segunda, aunque usaran esta excusa, sino de unas oligarquías cuya finalidad era continuar ellos y sus descendientes en el poder.
En las sociedades urbanas del siglo XIX es cuando a la mujer se le niega una posición que merece, ya que una vez el ser humano ha logrado cambiar las condiciones del entorno, las costumbres antiguas no son válidas. Pero se le niega no por ser mujer, sino porque las posiciones de poder están ocupadas por hombres que no desean ver que el número de aspirantes se duplica súbitamente. La excusa es cualquiera que pueda ser utilizadas a su favor, y una de ellas es aprovechar la tendencia de siglos en mantener a la mujer en sus ocupaciones clásicas, negándoles participar en las nuevas profesiones y nuevos ámbitos que acabarían conformado el mundo actual. Pero el enemigo no es un «patriarcado», sino unas oligarquías impermeables y refractarias a nuevas ideas, innecesarias en un mundo que ya no necesita de nuevas conquistas, sino de gente emprendedora, imaginativa y creativa que sepa aprovechar los recursos existentes y no busque la solución fácil, rápida, pero nefasta en el largo plazo.
En esta tesitura, han surgido movimientos sociales y políticos que pretenden cambiar esta situación. Otro inesperado aliado han sido las nuevas oligarquías económicas que surgieron a mediados del siglo XX en EEUU, que al contrario que las clásicas, corporaciones como las tabacaleras aplaudieron con fuerza la duplicación de los consumidores sin más que relacionar el tabaco con la «liberación» de la mujer, aunque les produjera cáncer de pulmón. A esta situación de cierta confusión, se añade que las propuestas de solución son dispares, muy criticadas,
generadoras de rechazo, reivindicadas por grupos de claro corte político, ideológico y partidista, que muestran una escasa tolerancia a la crítica. La medida más notoria es una de la que ya se ha hablado, que consiste en una equiparación numérica entre los miembros de uno y otro sexo, en la mayor cantidad posible de ámbitos. ¿Qué efecto tiene esta medida? ¿es el sexo el parámetro más adecuado para optimizar el rendimiento de un grupo de por ejemplo, representantes políticos, un comité ejecutivo de una empresa, de la dirección de un hospital o de un colegio? ¿o es una excusa para desbloquear esas oligarquías ancladas en el poder desde hace siglos por otros grupos que aspiran a dichos puestos como principal objetivo?
El hombre mediocre
El país donde con más firmeza se han aplicado las cuotas de paridad en cargos y representantes políticos es en Suecia. Esta medida de claro corte intervencionista, obedece a un intento del Estado en forzar a que la sociedad actúe de manera «correcta», dando por indiscutibles los síntomas, causas y medidas correctoras a poner en práctica, sin más justificación que una legitimidad obtenida en las urnas. Por supuesto que esta legitimidad es incuestionable como responsables políticos que han de tomar decisiones, pero igualmente aceptables y sobre todo, necesarias, son las criticas a la supuesta idoneidad de estas acciones. El principal dato medible que se puede comprobar como consecuencia de la aplicación de estas medidas ideológicas es la
respuesta de la sociedad, que se resumen en que un 80% de cargos directivos son ocupados por hombres, ninguna de las principales empresas que cotizan en bolsa están dirigidas por mujeres, incluso el trabajo de cuidados domésticos es asumido mayoritariamente por las mujeres, con condiciones laborales peores que las de los hombres. Si nos atenemos al resultado, parece que cuanto mayor es la imposición por parte de políticos, mayor es la respuesta social en volver al modelo espontáneo que surgió en el inicio del Neolítico. La otra crítica habitual es que tomar la condición sexual como parámetro de selección de candidatos, parece ir en contra de los principios meritocráticos. En este caso, si bien la premisa parece ser aplastantemente correcta, se pueden
contraobjetar algunos detalles. El primero es que la meritocracia es una idealización que en la práctica apenas existe. Es decir, los candidatos son preseleccionados en base a su afinidad con los líderes de los partidos, sin más valoración que su capacidad para acatar ordenes y conseguir votos para su partido. En el resto de jerarquías, tanto públicas como corporativas —quedarían fuera, tal vez, las científicas, técnicas en algunos casos o las médicas— se puede decir prácticamente lo mismo. Por tanto, la existencia de un criterio objetivo no parece ser un problema si se parte de esta situación. Precisamente, según
un estudio, la existencia de una cuota de género no hace más que mejorar una selección de representantes sujetos a una meritocracia defectuosa. Al parecer, el aplicar un corte de selección provoca que los representantes más mediocres queden eliminados, llamándose a esta la «crisis del hombre mediocre», uno que contempla como su acomodada vida se ve comprometida.
Ahora bien, esta mejora no hace más que socavar las ya de por si escasas iniciativas para mejorar los criterios meritocráticos, que de esta manera parece convertirse en una aspiración inalcanzable. Por otro lado, estas cuotas solo pueden tener efecto de alguna manera si los representantes están sujetos a listas abiertas, ya que en otro caso, sean hombres o mujeres, su «competencia» seguirá estando decidida por las cúpulas de los partidos o en todo caso, por las posiciones altas de las jerarquías. Pero lo más pintoresco de esta conclusión es que en realidad, sea cual sea el parámetro aplicado sería igualmente efectivo, mientras sea objetivo. Es decir, si la cuota fuera de personas rubias y morenas, altas o bajas, en todos estos casos se efectuaría un corte de selección en el que se eliminaría un porcentaje de personal mediocre. En definitiva, si bien las cuotas no son un completo desastre, tampoco parece que san una solución a la que una sociedad deba aspirar, siendo realmente como matar moscas a cañonazos.
La elección de los líderes
«El siglo XXI será femenino o no será»
—Jean Claude Frappant
¿Deben ser las mujeres las que dominen las posiciones de poder? ¿debería la sociedad dirigirse hacia un matriarcado? En el mundo contemporáneo y con las aspiraciones del siglo XXI, los antiguos modelos de liderazgo arrogantes y autoritarios, influidos por la inercia de pasados imperialistas, no parece que en efecto, tengan utilidad en el mundo completamente abarrotado y exhausto de la actualidad. Parece razonable apostar por modelos de liderazgo cuyas características se alejen de las mencionadas y que hasta hoy en día, ocupan la mayoría de jerarquías del planeta. Por las circunstancias comentadas, eran hombres los que por razones culturales inscritas en nuestro acervo milenario, los que han ocupado estas posiciones de mando, siendo la excepción los casos que por razones dinásticas, fueron mujeres los que ocuparon las máximas alturas de las jerarquías. La dinámica de conquista de nuevas tierras además, seleccionaba a un perfil específico que por razones biológicas, los varones cumplían con mayor frecuencia. Es decir, que la pertenencia al sexo masculino no era condición suficiente, sino que debía cumplir con las características de prepotencia y abuso comentadas, habituales en ciertos ámbitos castrenses. Pero no todos los pertenecientes al mismo sexo cumplen un mismo perfil ¿verdad?
Existe una tendencia a considerar que la solución a estos problemas de organización y de liderazgo pueden solucionarse incluyendo a mujeres en las posiciones de mando, incluso se llega a decir que la sociedad debe ser «femenina». Coincidiendo en que los modelos de mando han de inclinarse a otros en los que la
empatía, la colaboración y el altruismo sean los preponderantes, ¿asegura la pertenencia al sexo femenino dichas características? ¿No hay hombres altruistas o empáticos? ¿son
Margaret Thatcher,
Esperanza Aguirre,
Isabel Díaz Ayuso,
Rocío Monasterio o
incluso
Irene Montero, o Mónica Oltra ejemplos de personas altruistas, colaborativas y con empatía? ¿Son estas virtudes «poco masculinas»? ¿No será que el problema es el excesivo fomento de un determinado tipo de perfil carente de ellas, que afecta en mayor número a hombres pero también a mujeres que son las que acaban en posiciones de mando? Se llega al punto de que
hasta las mujeres han de demostrar tener perfiles de liderazgo asociados normalmente al sexo masculino para «equipararse» a los hombres. Sin embargo, existen
en el día a día casos de los que poco se habla, en los que hombres y mujeres trabajan
en equipo, ayudándose mutuamente y mostrando empatía entre ellos. Sin embargo, este tipo de trabajo colaborativo en equipo solo es fomentado cara a la galería o para las bases sociales, ya que las jerarquías continúan con una feroz competencia.
Sustituir los líderes actuales por otros de distinto sexo pero igualmente individualistas y autoritarios, no va a solucionar el problema de nuestros días. Menos todavía asociar poca masculinidad a los valores que hacen falta fomentar. En este sentido se expresa el psicólogo
Tomás Chamorro-Premuzic cuando propone en
su trabajo que la solución no es optar por mujeres en las posiciones de mando, sino cambiar la manera en que se eligen los líderes, modificar las culturas jerárquicas por las cuales se da predilección a cierto tipo de cualidades a favor de unas y en detrimento de otras. Dejar atrás la inercia cultural de siglos basada en la imagen de un determinado tipo de líder, que dejó de ser conveniente y mucho menos necesario en la actualidad, y que allá donde está, provoca descontento e ineficacia en las organizaciones. De esta manera, fomentando las cualidades mencionadas de cooperación y empatía, lo más probable es que el número de mujeres en cargos de responsabilidad aumente y tal vez, sean mayoría, ya que por la distribución de características ―la definida por una campana de gauss― se presenta en las mujeres con mayor frecuencia. Características que también existen igualmente entre los hombres, sin que por ello haya que poner en duda su «masculinidad». Pero el objetivo no sería una equiparación numérica entre sexos, sino mejorar la gestión de las sociedades en el beneficio común.
Techo de cristal
Existe la creencia entre ciertos grupos sociales de que existe una especie de barrera invisible en las organizaciones donde las mujeres quedan estancadas, cerrándoles el paso a su desarrollo profesional. A esta barrera se le conoce como «techo de cristal» ya que parece estar colocada verticalmente, al ascender en las jerarquías organizativas. Una de las pruebas que suelen argumentarse a favor de este concepto es la escasa representación de personas de sexo femenino, cada vez menor a medida que se asciende de posición en las jerarquías. Esta situación parece que se la desea presentar como una construcción deliberada, es decir, como queriendo dar consistencia a la idea de una patriarcado masculino cuyo objetivo principal es mantener a las mujeres constreñidas. El problema de este esquema es que puede haber otras explicaciones menos «conspirativas», una de ellas sería, sin ir más lejos, que por lo que se ha visto en este texto todo parece responder a una inercia cultural que si bien no cabe duda que es anacrónica y desfasada, inscrita durante demasiado tiempo en nuestro acervo cultural; pero no necesariamente premeditada. Otra explicación, no excluyente a la anterior, es que las oligarquías formadas durante siglos y con una estructura de mando muy definida y conservadora a ultranza, van a poner todos filtros y medios posibles para impedir que suban al poder los individuos que no cumplan con los requisitos que imponen, que puede resumirse en una total lealtad y sumisión a dichas oligarquías, además de poseer las cualidades personales necesarias para llevar a cabo y ejecutar las ordenes que se les encomienden, no importa los resultados que se obtengan de ellos, mientras les sean beneficiosos a dicha oligarquía. Esto implica, como puede uno imaginarse, ser personas sin escrúpulos, narcisistas y egocéntricos de manera que necesitan ser protagonistas, poseer capacidad de mando y de sometimiento de otras personas de rango inferior. Cualidades que por desgracia se dan con mayor frecuencia en el sexo masculino pero que al igual que cualquier otra cualidad, también se dan en mujeres. En definitiva, no se trataría de una cuestión de género ni de sexo, sino de simple y llana obsesión por el poder.
Pero también es cierto que la sociedad asume ciertos roles y costumbres como preestablecidos, es decir, que el
dominio acumulado de unas mismas familias, dinastías y oligarquías —que afecta a toda la sociedad— acaba configurando una situación aparentemente inevitable, una especie de «indefensión aprendida» que acaba inscribiéndose en la cultura colectiva, convirtiendo lo que antaño respondía a una respuesta adaptativa a las necesidades del entorno, en un prejuicio social por el cual las mujeres quedan relegadas, en ocasiones hasta por ellas mismas, a unas tareas determinadas. Incluso en el ámbito científico, el más objetivo que podemos imaginar, se da el
efecto Matilda, por el que las mujeres científicas tienen más dificultades en ser escuchadas. En el mundo anglosajón han surgido términos para identificar estas actitudes de prepotencia y paternalismo masculinos como
mansplaining, hepeating y otros.
Sin embargo, estas actitudes suenan ya muy rancias y poco habituales. Hay que irse a entornos corporativos jerarquizados o a públicos muy politizados para encontrarse con un abierto rechazo a considerar a las mujeres como iguales. Ahora bien, ¿acaso en estos entornos no ocurre algo así también entre hombres? En esas jerarquías todo se mueve entre pasillos y sobres, habladurías e intereses, acuerdos a puerta cerrada y puñaladas traperas. Gracias a que las mujeres comienzan a acceder a los comités ejecutivos de las empresas, comienzan a experimentar
lo que muchos hombres han padecido y continúan haciendo, durante décadas. Una mujer que acaba de llegar, sin contactos y sin influencia en un mundo donde el amiguismo es el principal parámetro, no le queda más remedio que practicar un
corporativismo femenino para defenderse o hacerse oír. Es decir, combaten un mal con otro igual, pero creado a su medida.
La educación es la clave
El problema existe y hay que hacer algo para remediarlo. Desde hace mucho tiempo que la humanidad lleva recorriendo un camino que en su momento parecía, sino el adecuado, sí tal vez el único que en aquellos remotos tiempos se conocía. En épocas donde no se tenía consciencia de cómo nuestra naturaleza y nuestra sociedad estaban interrelacionadas. Esa situación ha cambiado, pero nuestro acervo cultural está grabado a fuego en nuestra memoria colectiva. ¿Se puede cambiar? Está es la pregunta principal, a la que deben seguirla cómo puede hacerse y cómo puede ponerse en práctica. Reivindicar el papel de la mujer de una manera que como principal resultado logra un aumento de rechazo social y un
aumento de los problemas que denuncian, no parece ser un resultado adecuado, salvo que el objetivo sea lograr puestos políticos como forma de vivir, a pesar de no solucionar nada de lo que prometen, algo que parece ser común a toda la clase política. El mero hecho de tener más mujeres en cargos políticos no va a lograr que la sociedad cambie, y si lo hace, como se ha demostrado, va a ser de una manera marcada por la biología, en un mundo y una época, en la que es lo último que nos hace falta. Mientras esto ocurre, nuestros hijos
no saben trabajar en equipo entre ellos, sean niñas o niños. No se prepara a nuestra descendencia a conocer su naturaleza para adaptarla a los tiempos, para manejarla y no ser esclavos de nuestra biología, que es lo que nos ha ocurrido desde que dejamos nuestro hábitat natural como especie y nos construimos un mundo alrededor que hasta ahora no ha sido otra cosa que una gigantesca trampa.
SI la obra de tu vida puedes ver destrozada y sin perder palabra, volverla a comenzar,
o perder en un día la ganancia de ciento sin un gesto o un suspiro.
SI puedes ser amante y no estar loco de amor,
si consigues ser fuerte sin dejar de ser tierno
y sintiéndote odiado, sin odiar a tu vez, luchar y defenderte.
SI puedes soportar que hablen mal de ti los pícaros, los que pretenden enfadarte,
y oír como sus lenguas falaces te calumnian, sin tú caer en la trampa y hacer lo mismo.
SI puedes seguir digno aunque seas popular,
si consigues ser pueblo y dar consejo a los reyes,
si a todos tus amigos amas como un hermano, sin que ninguno te absorba.
SI sabes observar, meditar, conocer, sin llegar a ser nunca destructor o escéptico;
soñar, mas no dejar que el sueño te domine; pensar, sin ser sólo un pensador.
SI puedes ser severo sin llegar a la cólera
si puedes ser audaz, sin pecar de imprudente,
si consigues ser bueno y lograr ser un sabio, sin ser soberbio ni pedante.
SI alcanzas el triunfo después de la derrota
y acoges con igual calma esas dos mentiras.
Si puedes conservar tu valor, tu cabeza tranquila,
cuando otros a tu alrededor la pierden.
ENTONCES los reyes, los dioses, la suerte y la victoria,
serán ya para siempre tus sumisos esclavos,
y lo que vale más que la gloria y los reyes,
SERÁS HOMBRE, hijo mío
—Rudyard Kipling
Rudyard Kipling fue un conocido escritor de habla inglesa, el primero en dicho idioma en ganar el premio nobel de literatura. Era hombre, era blanco, era heterosexual y nació en pleno auge del Imperio Británico. Tal vez muchos (o muchas) lo descarten por su condición, sin importar el mensaje que transmitía en sus textos de comprensión, de empatía, de amistad, aún siendo hombre pero sin dejar de ser también firme, valiente y decidido. Lo cierto es que ese incomprensible imperialismo hizo que su hijo muriera en la Primera Guerra Mundial, uno de los motivos que le llevó a aborrecer el camino que la sociedad occidental estaba tomando y que le otorga un valor especial a sus palabras. Tal vez sea el momento de dejar los prejuicios a un lado y, sin importar su sexo, convendría poner en práctica el fragmento mostrado justo antes de estas líneas, para llegar por fin a ser hombres, así como para llegar a ser mujeres. Pero sobre todo, tal vez algún día, para lograr ser personas.