viernes, 9 de agosto de 2024

La hegemonía imperialista (occidental)

viernes, 9 de agosto de 2024


Aunque poca gente se acuerde, en el primer cuarto del siglo pasado países como Rusia, China o Japón, vivían en modelos de sociedad feudales. En Rusia y China derrocaron a sus gobiernos basados en dinastías hereditarias, pero lo que ha venido después no ha sido cualitativamente diferente en cuanto a la rigidez jerárquica[1]. Japón fue de hecho un imperio —hasta el final de la 2GM— en Gran Bretaña todavía resonaban las fanfarrias y España acababa de perder sus últimas colonias en Cuba y Filipinas. Naturalmente, no hay grandes ejércitos desembarcando en lejanas tierras dispuestos a asimilar a la población local «en nombre de la civilización», esta práctica dejó de ser bien vista desde que un señor con bigote decidió antes de mediados de siglo pasado conquistar más de media Europa de maneras nada sutiles y educadas. Desde entonces, si bien los despliegues militares han continuado sucediéndose, se ha evitado mostrar de manera tan explícita los deseos de acaparar recursos de otros territorios y sobre todo, de su población. Pero detrás de lo que parece ser una mera fachada mediática, hay claros indicios de que gran parte de aquella ansia imperialista continúa vigente hoy en día en las principales culturas del planeta, si bien, trasladadas al ámbito de lo económico o al llamado poder blando. Desde la occidental[2] hasta la del bloque de los países emergentes, con Rusia y China a la cabeza, se mantiene una dura competencia que emula a las de antaño y que manifiesta dichas ansias de dominación por ambas partes. Algunos de esos indicios serían:

·   Nostalgia del pasado imperialista romano. Repetición de sus mismos errores.

Ese Imperio romano en el que piensan los [hombres] es una versión muy limitada de lo que fue la antigua Roma

Mikel Herrán, arqueólogo y divulgador[3]
 

·    Uso del ideario nazi en estrategias y propaganda en la política y en los medios de comunicación actuales.  

Lo único que conocemos del nazismo por la literatura y el cine es la Shoah, la matanza de judíos. Pero el ideario nacionalsocialista estaba formado por muchos elementos más que hoy se desconocen y que han acabado hibridándose con el capitalismo tecnológico. Hoy los asumimos como rasgos básicos del mundo actual y, sin embargo, proceden de la Alemania nazi

José Manuel Querol, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid[4]

 

·     Culturas corporativas y políticas basadas en el culto al líder, normalmente de perfiles prepotentes. Trabajadores y ciudadanos permanentemente disgustados e insatisfechos, adictos al consumismo o a la búsqueda de un éxito laboral que transcurre por someterse a filosofías corporativas abusivas.

Las personas con un desarrollo profesional caracterizado por el exceso de confianza −aquellos empleados que se creen mejores que los demás, aunque la evidencia sugiera lo contrario− pueden alcanzar el éxito con relativa facilidad aunque sean unos incompetentes

Margaret Ann Neale, profesora emérita comportamiento organizacional Univ. Stanford[5]

 

La patocracia corporativa. Tiene mucho que ver con los políticos porque, al fin y al cabo, es el mismo tipo de personalidad haciendo trabajos distintos. Quizá los políticos tengan rasgos más narcisistas porque buscan el aplauso, la atención mediática, mientras que los CEO son más del tipo psicópata. A ellos les importa menos la atención o la admiración, quieren poder y riqueza

Steve Taylor, profesor de Psicología Univ. Manchester[6]

 

Occidente tiene muchas trampas. Te animan a maximizar y te dan muchas opciones, y eso te hace sumamente infeliz

José Manuel Rey Simó, doctor en Matemáticas y profesor Univ. Complutense de Madrid[7]

 

La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado

Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo[8]

 

·   Políticas exteriores (Reino Unido, Francia, EEEUU, Bélgica, Rusia, China, India etc.) basadas en el despliegue de tropas para controlar militarmente una zona con objetivos económicos no reconocidos, o acuerdos con dictadores locales para someter a la población en la extracción de minerales y otros recursos que no se invierten en economía local (Irán, Irak, Afganistán, Congo Belga, Argelia, Marruecos, Arabia Saudí). En otros casos como el de Rusia, uso de la fuerza militar para invadir y controlar un país vecino.

Más de un siglo después de que Europa deforestase África en busca de caucho la historia se repite. Con China

—Fuente: Xataca[9]

Hace sesenta años, China e India se enzarzaron en una corta guerra por una disputa fronteriza que terminó con China como ganador y una tregua provisional

—Fuente: La Razón[10]

 

·     Cultura del narcisismo, egoísmo e individualismo en redes sociales como Instagram, Facebook, YouTube, X (ex-Twitter)… Uso de datos para fines estadísticos, publicitarios y de control de tendencias sociales aprovechando vacíos legales y la laxitud de políticos poco diligentes.

Desde la década de los 80 hasta nuestros días el comportamiento narcisista está aumentando en nuestra sociedad al mismo ritmo que lo hace la obesidad

(Twenge & Campbell, 2009)[11]

Empresas como Facebook y YouTube diseñaron sus redes sociales para atraer a la gente hacia la versión más dañina y destructiva de este impulso de creación de comunidades, porque es más eficaz para generar compromiso y aumentar sus ingresos

Max Fisher, periodista The New York Times[12]

 

El capitalismo, al igual que el feudalismo en la década de 1780, está siendo sustituido por un nuevo sistema extractivo mucho más explotador y distinto

Yanis Varoufakis, economista y activista político[13]

·   Países emergentes como China que hacen uso de su diferente legado cultural y filosófico para proyectar constituirse como imperios mediante estrategias no previstas en el ideario caduco y rancio occidental, aprovechando las flaquezas y debilidades de sus competidores. Apertura al mercado capitalista externamente, pero empleando fuertes regulaciones internas de mercado, control poblacional, limitación de la privacidad y autocracia política.

Este aburguesamiento de un sector de la burocracia fue visible en la China imperial, estuvo presente durante el gobierno del Kuomintang y reapareció bajo el PCCh a partir de 1979, para finalmente convertirse en un rasgo dominante del capitalismo chino

Au Loong-Yu, activista político internacional[14]

Las herramientas políticas actuales han demostrado ser vulnerables a las amenazas internas y externas: desinformación, propaganda política en los medios, desigualdad económica, y una ciudadanía cada vez más desconectada de unas instituciones que dicen defender más de palabra que con los actos, los valores clásicos de la Ilustración occidental. Pero para reformar estas herramientas son necesarias unas condiciones previas de estabilidad social, que el actual sistema no puede proveer, encontrándose occidente en un círculo vicioso creado por su propio éxito (Douthat, 2021). La hegemonía de la que Occidente disfrutaba durante tanto tiempo le permitió descuidar estos aspectos, pero este período de dominio está llegando a su fin. Otros imperios, que hasta ahora actuaban como observadores, aprovechan el declive de Occidente para salir de su ostracismo y comenzar a ocupar un papel más protagónico en el escenario global.



[1] Hubo revoluciones en cuanto significaron un derrocamiento del régimen político, pero no ha existido una revolución social como ocurrió en Europa con los modelos liberales.

[2] Es la que ha acabado alzándose como la de mayor influencia mundial siguiendo con la inercia imperialista desde el Neolítico.

[14] https://rebelion.org/es-china-una-potencia-imperialista/ [acceso 26/05/2024]


·   Twenge, J. M., & Campbell, W. K. (2009). The narcissism epidemic: Living in the age of entitlement. Free Press. https://psycnet.apa.org/record/2009-05058-000

·   Douthat, R. (2021). La sociedad decadente: Cómo nos hemos convertido en víctimas de nuestro propio éxito. Editorial Ariel (ePub)

jueves, 27 de junio de 2024

La caída de Occidente

jueves, 27 de junio de 2024

 
La caída de Occidente [Bing Image Creator]


Los inicios (1950~1970)

Al acabar la Segunda Guerra Mundial e iniciarse el periodo de la Guerra Fría, el mundo comenzó a iniciar un lento pero imparable proceso marcado por el enfrentamiento entre dos grandes potencias y la carrera armamentística, que nos llevaría a la situación actual. Es difícil determinar hasta qué punto se era consciente de lo que implicarían las decisiones tomadas entonces, pero sí se puede advertir una intencionalidad y un patrón de comportamiento. La dinámica de gasto e intervencionismo militar con fines políticos, se enfrentó en el caso Occidental con el auge económico europeo y asiático con Alemania y Japón como principales exponentes. En esta tesitura, el bloque capitalista demostró que en el corto plazo tenía mayor flexibilidad para encontrar alternativas —no vamos a llamarlas «soluciones»a su problema. Mientras ocurría todo esto, Occidente desatendía las crecientes demandas de las sociedades que se recuperaban tras el periodo de postguerra, asumiendo que el ciudadano era una entidad que ejercía su libertad y decidía en democracia disponiendo de toda la información necesaria para hacerlo, consecuencia de aplicar ؅؅—erróneamente— la teoría económica al modelo social[1].

El fin del patrón oro (1971)

Determinados actores económicos y corporativos en el bloque occidental capitalista, principalmente vinculados a la industria manufacturera y financiera estadounidense, comenzaron a expresar su descontento con la erosión de sus beneficios. Principalmente, la emergencia de países como Alemania y Japón que habían experimentado un rápido crecimiento tras la Segunda Guerra Mundial, representaba un desafío para la hegemonía económica estadounidense. Esto provocó que la financiación de costosas campañas militares como la Guerra del Vietnam, exacerbara aún más las tensiones dentro del sistema de Bretton Woods. La rigidez del sistema de cambio monetario fijado en el patrón oro y con el dólar como «moneda de cambio», acabó con el presidente Richard Nixon asesorado por el influyente diplomático Henry Kissinger, decidiendo eliminar dicho estándar fijo internacional. Esto permitió iniciar una era de mayor flexibilidad monetaria, pero también de mayor volatilidad e incertidumbre en los mercados financieros. La inflación sufrió un aumento como consecuencia de la mayor facilidad de los gobiernos para imprimir dinero. Además se abrió la puerta a la especulación con la deuda soberana, ya que la desvinculación del dólar del oro por el que se regulaba el sistema de cambio de divisas, sufrió una importante alteración. Esta nueva dinámica financiera permitió a países como China, con sus crecientes exportaciones hacia Estados Unidos, acumular grandes reservas de dólares que invertían en bonos del Tesoro de dicho país, convirtiéndose en uno de sus mayores acreedores y adquiriendo un considerable poder económico sobre esta nación.

La crisis del petróleo (1973)

Poco después de eliminar el patrón oro, la OPEP —una formación de países, en su mayoría dictaduras islamistas— bloqueó el consumo de crudo de los países occidentales en respuesta a su apoyo a Israel en la Guerra de Yom Kipur. Este embargo provocó una crisis de grandes dimensiones debido a la dependencia de Occidente del consumo de combustible fósil y puso de evidencia la vulnerabilidad de su modelo económico. Además, la crisis exacerbó las tensiones geopolíticas entre Oriente Medio y Occidente, y contribuyó a un aumento del sentimiento antiamericano en el mundo árabe. El «modelo occidental» comenzó a evidenciarse como una fachada de «libertad y democracia» mientras ocupaban con tanques y rociaban con napalm territorios enemigos solo por su ideología e interés geopolítico. La división entre los intereses geopolíticos de los gobiernos y las ilusiones y sueños de «paz y armonía» en las que creían los ciudadanos tras la propaganda aliada consecuencia de la victoria en la 2GM, comenzó a ser abrumadoramente divergente, provocando la aparición de movimientos de protesta y activismo social.  ¿Cómo respondió occidente ante esta coyuntura?

La respuesta occidental: Reunión de la Comisión Trilateral (1973)

Llama la atención que precisamente en la reunión de las personas más «influyentes» del planeta en el año 1973 en la llamada Comisión Trilateral, algunas de las conclusiones a las que llegaron como respuesta a la difícil situación de aquel momento fue la de la «ingobernabilidad de la sociedad» y el «exceso de democracia» (Crozier et al., 2012) como unos de los principales problemas. La respuesta occidental no se basó en un cambio del modelo social y económico. En lugar de asumir que el problema global era demasiado grande para que los ciudadanos de a pie lo manejaran, lo que implicaba aceptar que el modelo democrático —«el menos malo», recuerden— tenía deficiencias que debían ser corregidas, se optó por una mayor opacidad y reducción de la participación del ciudadano, sin que este fuera pleno conocedor. A tenor de todas las evidencias que han surgido desde aquella fecha, incluidas un renacer de la teoría política «práctica»[2], no cabe duda de que aquellas personas influyentes no perdieron el tiempo en aquella reunión y sus conclusiones han logrado llegar, en su mayor parte, al lugar que previeron. 

Globalización y deslocalización (1980)

Tras la caída de la Unión Soviética implosionada por su propia combinación de ineficiencias económicas, rigidez política y crecientes tensiones internas, el bloque Occidental dispuso de mayor libertad a la hora de «expandir» su ámbito de actuación. Con Margaret Thatcher y Ronald Reagan como principales protagonistas, Occidente inició un imparable proceso de privatización de servicios públicos, eliminación de políticas antimonopolio, creación de mercados en países ahora controlados económica, política y militarmente si llegaba el caso, aumento de la especulación financiera, control de los medios de comunicación a través de intereses económicos, control de partidos políticos por el mismo mecanismo y para redondear la maniobra, reformas para aumentar el protagonismo de dichos partidos. Al igual que en la crisis del petróleo, nadie puso pegas a deslocalizar las principales empresas tecnológicas e industriales occidentales a países asiáticos con quienes se compartía dicha tecnología y sus secretos industriales, a nadie pareció importarles que las principales materias primas se continuasen obteniendo en dictaduras de África, Medio Oriente y Asia. La mayoría de los principales responsables de evaluar los resultados trimestrales estaban satisfechos por los resultados. De momento.

La era de las burbujas (1990~2008)

Basar la economía en la especulación financiera y el ahorro de costes momentáneo que supone deslocalizar las empresas a países donde sus empleados trabajan más horas y cobran menos, con quienes se comparte la tecnología desarrollada en las propias fronteras pero que para fabricarla hacen falta materiales que se obtienen en países foráneos que han acabado controlando y monopolizando el transporte de mercancías a nivel global gracias a una falta de regulación que los mismos países han promovido, no parece una buena idea. Sin embargo, así es como la economía occidental comenzó a funcionar a finales del siglo pasado, en base a decisiones tomadas desde las altas cúpulas corporativas y políticas, las que se supone disponen de la información suficiente y han llegado hasta ahí «por méritos». La realidad es que comenzó a surgir un «patrón» de actividad empresarial basada en el supuesto del «crecimiento ilimitado» y un mantra «filosófico» conocido por el «falla, rápido, falla barato», que consistía en ofrecer productos de eficacia incierta y poco realista que parecían funcionar… hasta que dejaban de hacerlo. Fruto de este patrón surgió la burbuja de las «punto.com», de las renovables[3], de los bienes inmobiliarios, de los productos financieros, que alcanzó su punto máximo en 2008. Esta crisis fue alimentada por una combinación de factores, entre ellos la fácil disponibilidad de crédito y las bajas tasas de interés, como otra consecuencia de la situación que comenzó a generarse a principios de los 70, que fue la demanda insaciable de bonos del Tesoro por parte de China. La estrategia de este país de aprovechar la debilidad de Occidente en su fijación en el corto plazo, no solo incentivó la toma de riesgos y la formación de la burbuja, sino que también consolidó su posición como potencia económica global y le otorgó una influencia significativa sobre la economía estadounidense. Cuando estalló la crisis en Occidente, la sólida posición financiera de China le permitió seguir comprando bonos del Tesoro, perpetuando una dinámica de dependencia mutua que ha moldeado las relaciones económicas y geopolíticas actuales. De esta manera, las burbujas continuaron con las de los estudios universitarios[4], siguiendo por el arte contemporáneo, por las criptomonedas, la de los NFT. Todo era susceptible de convertirse en burbuja porque… bueno, las causas de las burbujas pueden variar desde el optimismo irracional vendido detrás de grandes estrategias de marketing hasta la corrupción económica y política, pero todas tienen en común que proporcionan interés económico en el corto plazo. La cuestión es que el modelo económico actual desregulado apenas puede contener la fuerte tendencia a su creación.

La pandemia y el coche eléctrico (2020~)

La principal innovación de las décadas recientes ha sido la de la creación de un modelo de negocio basado en la comunicación móvil y los dispositivos portátiles. Si bien este modelo ha generado beneficios económicos, también ha traído consigo una serie de consecuencias negativas:

En primer lugar, este modelo se basa en gran medida en la importación de materias primas y la fabricación de dispositivos en países como China, lo que genera una dependencia excesiva de estos países. En segundo lugar, el modelo de suscripción y demanda ha llevado a la proliferación de servicios que no presentan una innovación tecnológica real y que, en algunos casos, incluso han empeorado la calidad de los trabajos y aumentado la huella de carbono. Casos como canales de streaming —series, música, etc. —, de influencers, de venta en-línea, de tarifas de datos a los operadores de comunicación,  de almacenamiento por cuotas en «la nube» —en realidad, en costosos servidores de datos centralizados que generan un consumo de energía elevadísimo—, y de ahí se ha extendido a otros ámbitos como los de la vivienda —Airbnb—, transporte —BlaBlacar, Uber, Cavify—, envíos a domicilio —Glovo—. Un tercer caso sería el de la creación de  un sistema de publicidad supuestamente a medida del usuario pero que implica el espionaje continuo y el uso opaco de todos los datos recogidos, incluidos los de la localización del usuario, para fines comerciales y potencialmente lucrativos en la medida todos estos datos son manejados por empresas privadas en connivencia con poderes políticos, dando lugar al llamado Tecnofeudalismo.

Pero lo peor es que se ha ignorado casi por completo la necesidad de innovación[5] en la mayoría de ámbitos, principalmente el del transporte. Tras evidenciarse la influencia negativa del consumo de combustible fósil tras la aparición de la pandemia del COVID-19, la exigencia social por un cambio en la movilidad ha sido abrumadora, cambio que una industria automovilística occidental muy conservadora y jerarquizada, no ha sabido asimilar. Mientras tanto, China, que se ha mantenido aislada siguiendo con su tradición, ha innovado en este ámbito, dejando pasar con un filtro preciso aquellos elementos de la cultura occidental que han funcionado, manteniendo una estricta censura con los que no, lo que les ha conllevado duras críticas. Sin embargo, el resultado es que en estos momentos, monopoliza la extracción y exportación de las principales materias primas así como su transporte, ha mejorado tecnológicamente gracias a aprovechar la poca tecnología innovadora desarrollada por occidente recientemente, desde smartphones hasta tecnología aeroespacial. En estos momentos BYD es el mayor productor mundial de automóviles eléctricos y China ha traído a la Tierra por primera vez minerales de la cara oculta de La Luna.

En definitiva, esta cronología parece evidenciar de manera inevitable que Occidente lleva desde inicios de la década de los 70 con un modelo social basado en una jerarquía o «élite económica» establecida en EE.UU. que impone mediante su influencia en el ámbito político una serie de medidas cuyo único o principal objetivo es mantener su estatus, sin atender las necesidades reales que todo modelo requiere a pesar de las consecuencias de esta negligencia.



[1] «a partir de los años sesenta se produjo una desgracia para el planteamiento sociológico tradicional: el desembarco de la teoría económica en la teoría sociológica» (Paramio, 2005, p. 14)

[2] «En general, en la literatura anglosajona referente a la historia reciente de la Teoría Política [práctica] se comienza siempre hablando de la resurrección de la disciplina en los años setenta» (Rivero, 2001, p. 84)

[5] https://www.wired.com/2011/10/stephenson-innovation-starvation/ [acceso 29/07/2024]


·  Paramio, L. (2005). Teorías de la decisión racional y de la acción colectiva. Sociológica, 20(57), 13-34. https://www.redalyc.org/pdf/3050/305024871002.pdf


·   Rivero, Á. (2001). La objetividad en el estudio de la política. Daimon: Revista Internacional de Filosofía, 24, 81-92. https://tinyurl.com/cczbka3b


·    Crozier, M. J., Huntington, S. P., & Watanuki, J. (2012). The Crisis of Democracy. Report on the Governability of democracies to the Trilateral Commission. Sociología Histórica, 1(1), 311-329. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/4554297.pdf

miércoles, 22 de mayo de 2024

¿Ser positivo es negativo?

miércoles, 22 de mayo de 2024


Desde hace unas décadas, probablemente desde la crisis del 2008, que el mercado laboral está sufriendo serias convulsiones. Si a esto se le añade que desde entonces una serie de apariciones tecnológicas han trastocado la solidez que algunos sectores disfrutaban, el resultado va desde la gran renuncia hasta la renuncia silenciosa, pasando por las actitudes de las recientes generaciones como la Z, que no ven en sus entornos laborales nada o poco que les atraiga, no logrando el arraigo con la empresa que los entornos corporativos clásicos esperan de sus trabajadores. Mucho se puede hablar de cómo se ha llegado hasta aquí, pero poco que no se haya dicho ya. Desde modelos productivos absurdos donde la «productividad» consiste en hacer trabajar más horas cobrando menos, a objetivos empresariales muy cortos de miras, incapaces de ver más allá del trimestre siguiente. Si es que llegan a tanto. En este ambiente tóxico laboral, la salud mental de los trabajadores se resiente. 

Pensemos por un momento que estamos entrenando para correr los 3000 metros (por ejemplo). Puede que por no hacer estiramientos nos de un tirón o tengamos una pequeña lesión ¿Cuál sería la acción a tomar: cambiar nuestra rutina de entrenamiento y estiramiento, o tratar la lesión? El ávido lector habrá advertido que se está incurriendo en una falsa dicotomía. La acción correcta incluye ambas cosas. Es decir, un fisioterapeuta probablemente diría que hay que aplicar hielo en la lesión para reducir la inflamación al acabar los entrenamientos y aplicar calor antes de ellos para aumentar la flexibilidad. Además de todo ello, un entrenador probablemente diría que hay que reacomodar la intensidad del entrenamiento, incluso posponerlo, para no aumentar el problema.

Por algún extraño motivo no se considera algo equivalente cuando alguien tiene una «lesión» de ánimo y entusiasmo en un trabajo donde se le exige demasiado o de una manera inadecuada. Por muchas que sean las necesidades de la empresa, las personas seguimos siendo personas, y mientras la primera necesite a las segundas, se deberían atender sus necesidades. Normalmente se presta atención a la ergonomía, pero pocas veces a la salud mental. Puede que el gran prejuicio que existe con este ámbito no ayude. Como se decía, según el sector y las implicaciones o intereses que tenga involucrados en la situación, solo denunciará la parte que le interese.

Por un lado, el sector ideológico de izquierdas, normalmente no alineado con los intereses de las empresas, se desgañitará diciendo que es un problema que se ha de resolver mediante la acción sindical. Que el trabajador ha de ejercer una acción de protesta y de reivindicación, «luchar» por un entorno laboral más «humano», manteniendo la ira, la preocupación y dejando que el estrés le mantenga en constate enfado y depresión.

Por otro lado, ha surgido una nueva oportunidad de «negocio» que consiste en vender «felicidad». Curiosamente, el principal e incluso único responsable de la misma es el propio afectado. Además, se lanzan mensajes cargados de «positividad» intentando convencer que «puedes conseguir lo que deseas», lo que algunos interpretan como que si no lo consigues es que no lo has intentando con la suficiente fuerza. Todo olvidando la obligación de los empleadores a mantener un entorno laboral adecuado.

Esto es un autentico disparate, reflejo del mundo polarizado, dicotómico, sectario y dogmático en el que vivimos.

Por lo visto a casi nadie se le ha ocurrido que, al igual que hacemos con una lesión atendiendo a causa y efecto simultáneamente, se pueden reivindicar unos ambientes laborales más justos, más amables y más eficientes (para lograr lo mismo con menos esfuerzo, no para lograr todavía más, con el mismo exceso de trabajo que antes) y a la vez, sobrellevar mientras la situación, logrando lo anterior mediante técnicas de relajación y resiliencia. Y de paso, evitar tomar decisiones de las que luego te arrepientas.

De nada.

jueves, 6 de julio de 2023

Desmontando mitos de la política en España

jueves, 6 de julio de 2023
Congreso de los Diputados

Es habitual pensar que en España vivimos en el «menos malo» de los sistemas políticos conocidos. Con esta afirmación parece que se intenta zanjar toda posibilidad de modificar ni una sola coma al actual sistema. Sin embargo, nuestro sistema de representación política no está carente de extrañas y retorcidas peculiaridades, causa de muchas de las habituales discusiones polarizadas sobre temas políticos que parecen aprovechar la circunstancia de que un buen número de personas desconoce su funcionamiento en detalle, y ha asumido cierto relato construido desde la Transición. «Mitos» con los que en algún momento en el pasado la sociedad soñó y creyó haber alcanzado, pero la realidad parece indicar otra cosa:

Nuestro voto vale igual: FALSO

Una democracia representativa se supone que se distingue básicamente por dos cosas. Una de ellas es que el voto de todos los ciudadanos vale lo mismo. Lamentablemente no se puede decir esto del caso español porque no se cumple: el valor del voto es diferente ya que el reparto de escaños se realiza por cada circunscripción —la provincia— la cual tiene asignada una cuota mínima fija de escaños que no depende de su población. Esto provoca que las provincias con poca densidad de habitantes determinen con mayor peso el número de escaños asignados, es decir, los votos tienen mayor valor que en el resto del país (¡¡La primera condición importante ya no se cumple!!) Bueno, pero al menos podremos decir que ese reparto de escaños se hace a representantes elegidos por el pueblo. Pues no.

Elegimos a nuestros representantes: FALSO

Otra de las características de un sistema representativo es que se asume que los ciudadanos pueden elegir a sus representantes. Sin embargo, resulta extraordinariamente difícil poder decir eso de nuestro sistema. Parémonos a pensar por un momento: ¿A quién de los que componen esas listas de partido han puesto ustedes en ese lugar? Ninguno de cada uno de los concejales o diputados que se sientan a cobrar de nuestro dinero sin cumplir la mayoría de las promesas realizadas y no arreglar prácticamente ninguno de los problemas a los que se enfrentan —por no hablar de los que provocan— es elegido por los ciudadanos (¡¡La segunda condición tampoco se cumple!!) Cuando se acude a votar se ha de hacer a unas listas prestablecidas, cerradas y bloqueadas, con candidatos elegidos a dedo por las direcciones internas de los partidos, completamente opacas al ciudadano. Lo único que puede hacer este es delegar su voluntad a unas siglas de partido, el cuál propone una listas llenas de nombres que sea lo que sea promuevan en nosotros, no podemos hacer más que aceptarla o rechazarla, en cuyo caso deberemos aceptar la impuesta por otro partido. En definitiva, listas cuyo carácter anónimo solo es roto por su asociación con el candidato principal a jefe del ejecutivo. Alguien podrá pensar que por lo menos este candidato, una vez ganadas las elecciones, sí que es elegido por el pueblo. Pues tampoco.

El que gana las elecciones es elegido: FALSO

Este y el siguiente son casi el mismo punto pero es necesario puntualizar un par de cosas. Cuando vamos a las urnas vamos convencidos de que «vamos a elegir» a «alguien». Bueno, una cosa es cierta, en función del resultado electoral «alguien» será elegido, pero desde luego que no será el que hayamos podido decidir los ciudadanos. Por un lado porque como se ha visto nuestro voto va a parar a una lista completamente refractaria a nuestra decisión salvo para rechazarla —y que la acepte otro— y por otro lado porque los votos obtenidos son solo un primer paso para el reparto final de asientos en el Congreso. Este reparto se realiza mediante la conocida Ley d'Hont supuestamente para plasmar la territorialidad, al prevalecer los votos locales sobre los obtenidos en el conjunto del Estado. Sin embargo, al final lo que prevalece sobre todo lo demás son el número total de escaños de cada formación en el Congreso, da igual quien esté en la lista ni de dónde venga, porque por lo visto anteriormente, el ciudadano no lo ha elegido. En función de este resultado final en el Congreso, se ha de realizar una votación para entonces sí, elegir al presidente. Por tanto, «ganar» unas elecciones en función de los votos obtenidos, sea lo que sea que signifique este término en este contexto, no garantiza en absoluto qué candidato va a ser investido presidente.

Elegimos al presidente: FALSO

Poniendo por caso las elecciones generales, lo habitual venia siendo en las convocatorias que desde 1978 hemos estado asistiendo los que ya tenemos cierta edad —y desde que tuvimos la suficiente para hacerlo— que el partido que obtenía más votos colocaba al principal candidato como Presidente del Gobierno. Esto ocurría porque lo hacía con tal holgura que lograba también una mayoría en el Congreso, que es el órgano que cumple la función de representar a la ciudadanía española —lo que no significa que lo haga—. Pero el constante y paulatino aumento en el descontento de los ciudadanos con los partidos en el gobierno en su gestión legislativa, provocó la aparición «en el escenario» de otras fuerzas políticas, no necesariamente como solución, sino simplemente como única herramienta posible que la sociedad dispone para reaccionar de alguna manera a la situación que se interpretaba como lamentable. El resultado es que una vez repartidos los escaños, ya no era posible colocar al presidente propuesto por el partido ganador —insistimos, de haber un ganador es un partido, no un candidato, los ciudadanos no eligen a ni uno solo de los candidatos propuestos que aparecen en las listas— al no poseer la mayoría necesaria. La cuestión principal es que al presidente lo eligen los representantes en el Congreso, no los ciudadanos, y lo hacen unos diputados que tampoco los han podido elegir, sino más bien al contrario, es el candidato a presidente —que suele coincidir con el jefe absoluto del partido, algo que no tendría que ser así si existiesen unas primarias correctamente establecidas— el que con toda probabilidad los ha puesto en la lista para que ahora le elijan a él. Es aquí cuando el público advirtió el protagonismo adquirido por los llamados «pactos» de gobierno post-electorales. Estos pactos, en efecto, se hacen sin la intervención en absoluto de los ciudadanos y se asume que se hacen entre partidos «similares», en todo caso, esta interpretación es a expensas de la que decidan los jefes de partido. La cuestión es ¿En qué medida es democrático algo hecho a espaldas de los ciudadanos sin contar con su aprobación?

Los pactos de gobierno son democráticos: FALSO

Hasta aquí ha sido fácil, pero ahora viene la parte complicada. Aunque estos pactos tras la jornada electoral —cuando los ciudadanos ya no pueden decir nada— han adquirido relevancia y son objeto de titulares en los últimos tiempos, lo cierto es que ya se habían estado haciendo hace décadas en diversas ocasiones con los partidos independentistas de Cataluña y País Vasco principalmente —los llamados «bisagra», en concreto, tanto PP como PSOE, han tenido que pactar con PNV, CiU, ERC, CC principalmente—. Sin embargo, es recientemente cuando son objeto de esas discusiones que ocupan titulares y #trendingtopics, aunque no sirvan más que para polarizar y definir el voto de los usuarios, a costa de nuestro ambiente social de convivencia, cada vez más sujeto a visceralidades y carga emotiva. Parece claro que los medios de comunicación y ahora las redes sociales se encargan de maximizar de manera artificial cierto tipo de debate que eclipsa la cuestión de fondo: es así como funciona el sistema. Por enumerar las características que describen la situación, paradójica y en cierta forma, contradictoria:
  • Los ciudadanos depositan su voto en las urnas con una creencia mayoritaria —aunque en paulatina disminución— de que van a «decidir» sobre «algo», creencia alimentada por todo el aparato mediático que opera en esta misma dirección de escenificar una «representatividad de la sociedad civil».
  • La evidencia sin embargo, muestra que esa «voluntad» depositada en las urnas difícilmente puede asociarse con ese cometido, siendo usada en su lugar para legitimar un reparto de poder acorde a unas reglas.
  • Este reparto de poder resultante muestra un «criterio de representatividad» basado en un «mapa ideológico» de la sociedad, que combina criterios de territorialidad y proporcionalidad.
  • La contradicción es que dicho criterio ideológico está apoyado en la ocupación de unos escaños por personas, las cuales han de renunciar a sus propios criterios a favor de los programas de sus partidos —que tampoco cumplen— a pesar de que el sistema en teoría defiende su independencia.
  • La paradoja aparece cuando un sistema supuestamente representativo y democrático ha de necesitar de pactos posteriores para lograr un gobierno «estable», que en términos prácticos significa que del reparto resultante surgen dos «bloques»: uno el que gobierna y decide absolutamente todo, y otro que se dedica a dinamitar ideológica y sistemáticamente —aunque infructuosamente la gran mayoría de ocasiones— lo que hace el primero, llamado oposición.
  • La mayoría de estos problemas son consecuencia de un sistema ideológico cuyo diputado está sometido a la disciplina de partido. La solución que nadie propone sería, o bien liberar al diputado de esta cadena, o bien se establece un sistema de segunda vuelta en la que participen solo los más votados (actualización 07/07/2023)
Los políticos son conscientes de este funcionamiento incongruente basado en la representatividad ideológica en lugar de en la política. No pasaría —casi— nada si esto fuera asumido por todos, conscientes de sus limitaciones pero adaptándonos a su funcionamiento. El problema es cuando se usa como argumento político y objeto de crítica dichas inconsistencias del sistema, sin proponer su reforma y usándolas al mismo tiempo cuando les es oportuno, siempre basado en el propio criterio ideológico pero demonizando lo mismo cuando lo hace el oponente, lo que ocasiona debates circulares interminables. Por ejemplo:
  • Criticar los pactos con otro partido por motivos ideológicos —pactar con «la ultraderecha», con «los radicales» o con «los que desean romper España»— pero hacer lo propio en cuanto se tiene la más mínima ocasión —porque cuando «lo hago yo» está bien—
  • Cuando lo anterior no es suficiente al comenzar a volverse cotidiano y evidenciarse que es consecuencia del funcionamiento del propio sistema, se emplean argumentos ad hominem arbitrarios contra los integrantes de las listas —los «asesinos de BILDU», los «maltratadores de VOX»—.
  • Proponer la creación de «cordones sanitarios» que consisten en cancelar, excluir e incluso atentar contra los derechos de un grupo de personas por motivos ideológicos —solo escribir esto me ha parecido espeluznante—.
  • Criticar el uso de recursos públicos para la creación de instituciones culturales minoritarias o discutibles en algunos casos —los llamados «chiringuitos»— para luego hacer exactamente lo mismo cambiando tan solo el criterio ideológico —porque el mío «es el bueno»—.
  • En todos estos casos se superponen los criterios ideológicos, intereses partidistas y «rentabilidades electorales» a lo que marcan las normas que supuestamente, legitiman todo el sistema, sin que nadie proponga su reforma.
Muchos de estos problemas que son origen de muchas horas perdidas en discusiones de ciudadanos que creen estar solucionando algo, podrían desaparecer de la escena simplemente dejando que sea el ciudadano el que pueda intervenir en la formación de las listas electorales, descartando o colocando en última posición los candidatos menos deseados. Igualmente, debería establecerse un criterio de selección basado en parámetros objetivos —antecedentes legales, conflicto de intereses, etc.— que no se lleva a cabo nunca porque, en ambas medidas, los propios partidos deberían someterse a ellas, lo que conllevaría perder su capacidad de controlar al representante.

La lealtad al partido es democrática: FALSO

Lo único que es democrático es la lealtad a los que te han votado. Pero claro, como en realidad no se ha establecido esa relación entre la sociedad y sus representantes ya que no es posible que un ciudadano elija a una persona con nombre y apellidos, no es posible tampoco crear ese vínculo democrático. De hecho, la lealtad al partido no solo es antidemocrática, sino que además es anticonstitucional ya que esta situación por la que el voto de un representante está condicionado se denomina «mandato imperativo», el cual está explícitamente prohibido en la Constitución de 1978. Ni siquiera los que se rasgan las vestiduras en la defensa de «la Constitución que nos dimos los españoles» son fieles a sus propios principios. Con esta guisa se entiende que independentistas y otros grupos de activismo se estén riendo a carcajadas un día si, y otro también.

sábado, 1 de octubre de 2022

Cómo arreglar el Mundo

sábado, 1 de octubre de 2022
La resignación parece haberse convertido en el mantra de nuestro tiempo. Aceptamos un futuro gris como la mejor de las opciones, renunciando incluso a soñar con alternativas. La sociedad actual, rígida y carente de imaginación, nos empuja hacia una distopía que se presenta como inevitable. Sin embargo, un pequeño grupo de personas, rebeldes con causa, se alza contra la resignación y apuesta por la imaginación como herramienta de cambio. Imaginar un futuro mejor es un acto de rebeldía en sí mismo, una afrenta al poder establecido que busca mantenernos dóciles y conformes. Este proyecto se llama Tecnofuturos, un espacio donde la imaginación desafía al fatalismo y construye un futuro alternativo, donde la justicia social, la sostenibilidad y la colaboración sean los pilares fundamentales. Este artículo es mi pequeña contribución a este proyecto colectivo. Una invitación a rebelarte contra la resignación, a soñar con un futuro mejor y construirlo juntos:

Cómo arreglar el mundo

Por Lino Moinelo

Versión final del artículo publicada originalmente en Tecnofuturos.

Una persona sosteniendo un globo terráqueo

Un viaje de mil millas comienza con un primer paso. 

Lao-Tse

Nuestro planeta tiene una población de varios miles de millones de personas y ninguna de ellas sería capaz por sí misma de arreglar los problemas que con toda seguridad le afectan en el día a día. Es decir, puede hacer frente a ellos como individuo, puede solucionar sus necesidades inmediatas personales o tal vez, las de su familia. Si es un jefe de estado, entre los viajes en avión oficial para asuntos random y las vacaciones en yate, igual le da por arreglar alguno de los problemas que afectan al territorio en el que dice que trabaja. El resultado es que nadie está ocupado en resolver de origen los problemas que, aunque nos afectan localmente, sin embargo, tienen una causa global. Naturalmente que el peso de la participación en el problema no es igual para todos. Es decir, hay incluso individuos que no solo no hacen nada para solucionar ciertos problemas, sino que su forma de vida está directamente relacionada con actividades que se ha acabado evidenciando que son dañinas[i], como, por ejemplo, consumo de tabaco, consumo de combustibles de origen fósil o especular con el dinero, el cual debería ser un medio de intercambio, no un fin en sí mismo. Actividades para las que ya existía en su día la suficiente información como para poder prever los problemas que podría ocasionar en un futuro pero que, a pesar de todo, acabaron sucediendo. Debido a esta situación, definir cuáles son los problemas se convierte un acertijo circular en el que parece que nos atascamos cada vez que se intenta dar un paso en su solución. El problema de definir el problema.

Porque si se desea arreglar algo, será necesario identificar primero aquello que se desea resolver. Este es un punto decisivo ya que según como se defina el resultado va a depender enormemente de ello. Además de que cualquier sesgo ideológico o preferencia cultural, económica o social que se filtre, va a marcar como a una res la propuesta y va a ser rechazada por aquellos que la identifiquen con una ideología  ajena. A pesar de que una solución a un problema no debería tener impedimentos subjetivos o  ideológicos. Si tienes una tubería rota en casa no contratas a un fontanero que tenga tus mismas opiniones, sino a uno que te arregle el problema. Obviando la necesaria educación y amabilidad que cualquier profesional debe tener ¿Por qué no hacemos lo mismo con el planeta?

Según a quien se pregunte, la respuesta va a ser diferente con gran probabilidad. Sin embargo, la heterogeneidad de respuestas no debería ser un inconveniente si estas son consecuencia de la voluntad de encontrar una solución. Sí que lo es el inmovilismo, el dogmatismo y la contaminación cultural y política que en muchas ocasiones la acompaña, en definitiva, «ruido» que entorpece la comunicación. La sociedad vive muy influida por un ambiente político polarizado y sectario, circunstancia que también hay que incluir dentro de la definición del problema, porque además de definir una situación, hay también que elaborar un mínimo plan u hoja de ruta para llevar a cabo las medidas necesarias. Es decir, propuestas como que «todo el mundo tenga educación y sanidad públicas» puede ser razonables, pero en la práctica encontrarse con diversos impedimentos o que, por muy bien intencionados que sean, no ocurra lo mismo con su viabilidad o con el rechazo que produzcan por un motivo u otro en una parte de la población. En definitiva, no se trata únicamente de tener razón, sino, además, de ser coherente y convincente teniendo en cuenta a quien se dirige.

Esta sería una de las principales diferencias respecto a las clásicas estrategias de comunicación políticas: los partidos elaboran sus programas y campañas de difusión únicamente para un sector de la población donde creen que pueden maximizar el resultado. Nadie, ninguno de los partidos políticos existentes en todo el planeta tiene probablemente un plan para solucionar los problemas del mundo. Las ONG probablemente tampoco, no solo por el aura de sospecha de tendenciosidad política, sino porque no abordan el problema de manera completa. Cada movimiento crea su propia receta en función de una parte del mismo escogido por motivos válidos, aunque tal vez arbitrarios: animalismo, ecologismo, veganismo, todas estas opciones son maneras de enfrentarse a problemas reales pero cuya solución es parcial.

El problema del problema

¿Qué es un problema? «Problema» es una de esas palabras que se usan con tal vez demasiada frecuencia para señalar toda situación que no nos facilita una cómoda y placentera vida. Sin embargo, tal vez el problema es precisamente el esperar que todo va a ser como tú quieres y que te va a venir «rodado». Hablando de rodar, supongamos un automóvil en el que nos trasladamos y súbitamente comienza a emitir un ruido: una avería. Pero no existe automóvil que no tenga averías en algún momento de su existencia, la aparición de una de ellas no debería sorprendernos. Por ello, las compañías de seguros tienen servicios de asistencia. Así mismo, el automóvil tiene sistemas de diagnóstico que además de avisarnos para prever su aparición, pueden también servir de indicación del origen de la avería y ayudarnos para tal vez, realizar una intervención simple que la solucione o mejor aún, a preverla. La cuestión es que el mundo a nuestro alrededor tiene una manera de funcionar, es la que es ―aunque no lo conozcamos con total precisión― y nuestras ideologías no hacen más que entorpecer la debida atención al funcionamiento de las cosas, ignorando su manera de proceder adecuada pensando que «no va a pasar nada». Esto es lo que se debería definir como problema.

Lo que nos mete en problemas no es lo que ignoramos, sino lo que creemos saber pero que en realidad ignoramos.

Mark Twain

El inconveniente es que la sociedad occidental está alejándose cada vez más del camino del conocimiento[ii]. Un occidente que lo tenía todo a su favor, sin embargo, ha sido arrastrado por sus propias incongruencias al no admitirlas e ignorarlas. Tras la Segunda Guerra Mundial se quiso creer que con culpar a los nazis el mundo occidental quedaba expiado de sus defectos. Se volcó en culpabilizarles en exclusiva en lugar de comprender cómo se había llegado a esa situación, es decir, de comprender las causas. De manera deliberada o no, han transcurrido décadas mirando hacia otro lado, ignorando el elefante en la habitación y confundiéndolas con los síntomas. Debido a esta manera de proceder mitigando los síntomas sin atender su origen, las advertencias efectuadas desde las últimas décadas desde diversos ámbitos científicos, políticos y sociales han sido ignoradas sin importar los datos expuestos, simplemente por no ser populares. Por no ser lo que la gente quería oír. Las instituciones políticas de cada estado, que son las únicas con autoridad para responder en consecuencia, continúan con sus políticas locales por encima de todo. Aunque algunos países apuestan por acciones alternativas, no se ven acompañados, por lo que su efectividad es nula o, en cualquier caso, insuficiente. En definitiva, se tiene consciencia del problema a nivel local de manera puntual, pero no a nivel global, lo que hace que sea ignorado y campe a sus anchas cual rey desnudo que cree ir elegantemente vestido.

¿Quién habla en nombre de La Tierra?

El conocido astrofísico y divulgador Carl Sagan mostraba ya en los años 80 su preocupación por la inexistencia de una voluntad, individual o colectiva, que representase a la Tierra[iii]. No para entablar contacto con inteligencias extraterrestres, sino para hacerlo con nuestra propia especie. Se habla, se discute y se lucha entre nosotros, expoliamos los recursos, los acaparamos para luego malgastarlos sin criterio, sin ser conscientes como colectivo que ocupamos un lugar limitado, acotado a la biosfera de nuestro planeta. A pesar de todo, décadas después de que el tristemente fallecido científico y divulgador planteara su interrogante, aunque las amenazas no son exactamente las mismas, sigue sin existir esa «consciencia global» que lo sea del camino que está tomando la especie que domina toda su superficie y con potencial para su completa devastación. Nuestro planeta es como un gigantesco autobús cuyo conductor se ha desvanecido, mientras que los pasajeros observan aterrorizados —al menos aquellos que se toman la molestia en preocuparse— el gran abismo que bordeamos sin que puedan hacer nada.


La cuestión pues no es establecer una lista de problemas[iv] más o menos evidentes y a partir de ella elaborar una agenda en la que se detallen los pasos a realizar para solucionarlos según un criterio especifico ―y probablemente criticable―. Esta forma de proponer reformas atacando los síntomas en lugar de las causas, por obvios y justificados que puedan parecer, posee irremediablemente un carácter efímero. Es ahora cuando se hace insoportablemente evidente los efectos de la acumulación inconsciente de malos hábitos generados en tiempos de bonanza económica que nadie discutía, por disparatados que fueran si se analizaban con cierto rigor. «Es el progreso» decían, pero ¿de quién? ¿hacia dónde? Cuando lo que era evidente para colectivos de teóricos como científicos o sociólogos[v] cuya influencia política era y es escasa o nula, se convierte en crudamente palpable a nivel físico y en un problema para los que sí tienen capacidad política, es entonces cuando se toman medidas, tarde, mal y con prisa, para solucionar simplemente los síntomas en el corto plazo, olvidándose de las causas. El problema no es la falta de capacidad de los gobiernos para quitarse de encima problemas acuciantes, sino la inexistencia de una entidad que evite que se repitan una y otra vez los errores de siempre o que evite la aparición de otros nuevos que solo son evidentes para quienes se preocupan en el largo plazo.

Estado Tierra

Por supuesto, la tentación de crear un «gobierno global» surge de manera ominosa y para algunos seguramente también, escandalosa. Con el actual conocimiento y nivel de implicación de las sociedades, dicho supuesto «Estado Tierra» no sería más que una réplica a gran escala de todos los problemas de falta de representatividad, de legitimidad y de dependencia de intereses ajenos al verdadero objetivo que, a nivel local, ocurre en la práctica totalidad del globo. Antes de todo esto hay que crear una estructura social con la suficiente horizontalidad como para escuchar todas las voces, un nuevo tipo de organización que no tome parte directa en las decisiones, pero sirva de fundamento de las mismas, de manera transparente y abierta. Un lugar donde se puedan poner sobre la mesa todas las cuestiones para investigarlas, debatirlas y proponer soluciones cuya construcción e implementación se haga de manera igualmente participativa, no a costa del esfuerzo o del dinero de otros. Una organización cuya autoridad emane del respeto y de la admiración, no del temor a represalias.

En definitiva, no se trata tan solo de tomar decisiones políticas, sino de que lo sean de calidad. Que lo sean con el menor ruido, filtro, demagogia o intereses ocultos ¿Cómo puede lograrse esa organización?

Esa es precisamente la pregunta que como sociedad global se ha de intentar responder. Cada uno de nosotros tiene capacidad para imaginar soluciones, nuestro cerebro puede conectar conceptos e ideas y crear resultados genuinos y originales, aunque partan de ideas anteriores. La Humanidad ha desarrollado el método científico por el cuál una propuesta debe ser puesta a prueba por el resto de la comunidad, en el que el principal interés es el prestigio y la satisfacción de aportar algo de valor a la sociedad de la que forman parte. Fuera del ámbito científico estas organizaciones también existen, aunque mucha gente desconoce por completo su existencia y dudan, además, de la posibilidad de que así sea. Sin embargo, ahí están. Un ejemplo paradigmático son las llamadas de «código abierto» ―open source―: agrupaciones de programadores que no tienen una estructura jerárquica ―como las heterarquías[vi] o también las adhocracias[vii]― que realizan su labor sin esperar una compensación material, más que la colaboración del resto de los miembros en las mismas condiciones a la hora de solucionar los problemas o dar respuesta a las necesidades que surgen. Alguien podría objetar que estas son agrupaciones de carácter marginal sin apenas influencia en el mundo «real» ―el de jefazos gordos y autoritarios que parece que sin ellos el mundo vaya a desaparecer, aunque sea tal vez, al contrario―. Bien, pues resulta que gracias a estos grupos de personas especializadas que aportan sus conocimientos por el deseo de mejorar la vida de todos, mantienen sistemas tecnológicos de los que dependen incluso gigantes como Google o Twitter[viii] y de los que nos beneficiamos todos.

Tampoco se trataría de derrocar gobiernos ni de descartar las actuales organizaciones ―tal vez sí de estimular su reforma― aunque se hayan demostrado incapaces de manejar los retos que como especie nos enfrentamos. Inspirados en la idea de las mencionadas organizaciones basadas en el apoyo mutuo, podría crearse una especie de foro mundial cuyo objetivo fuera el de compartir ideas y crear propuestas de solución. Instituciones alternativas[ix] que funcionasen de manera paralela a las actuales organizaciones políticas, aprovechando los actuales marcos legales, pero usándolos conforme a decisiones acordadas por estas instituciones alternativas sociales. Como se ha comentado, estas no tendrían un carácter impositivo ni pretensión de homogenizar, sino servir de plataforma para que la sociedad pueda articular sus propias respuestas a problemas ocasionados por la falta de perspectiva e inoperancia de los actuales responsables, supeditados a la ganancia inmediata. En definitiva, un lugar donde la visión de futuro sea compartida y sirva como herramienta para construirlo[x], en lugar de estar abocados a crisis cíclicas la mayoría de las veces ocasionadas por estimular economías basadas en la especulación, en lugar de partir de un estudio realista de los recursos actuales, la población existente y sus necesidades como individuos.

¿Cómo llevarlo a la práctica? La respuesta es simple: no lo sé. Pero de lo que estoy seguro es que se ha de empezar compartiendo estas inquietudes con tu entorno. Si no somos capaces de poner en práctica estos principios en nosotros mismos, entonces no vale la pena pretender algo más. Es decir, la solución no ha de venir de ti, de tu vecino, o del otro el de la moto. Ha de venir de todos. Por tanto, tal vez una de las primeras páginas de esa hoja de ruta que se ha escribir como especie global, es la de la educación. Habrá que empezar con didáctica, mucha y paciente didáctica. En cuanto a las posibilidades tecnológicas, la misma que está provocando la mayoría de los problemas energéticos, económicos y sociales, ha de servir también para crear una extensa red que nos conecte, sin caer en los errores que hasta ahora se han cometido al convertir la Internet pública en una serie de nodos controlados por los mismos inoperantes gobiernos, o unas redes sociales dominadas por corporaciones con interés mercantilista y destinadas a someternos. Algo de lo que se aseguran manejando nuestro inconsciente, pero esto forma parte de otra historia.

El otro reto importante es no caer en la megalomanía ni la egolatría. Creerse los «salvadores» del mundo, estar por encima del resto y creerse en posesión de la verdad. La humanidad ha demostrado durante siglos que puede ser muy cruel con sus congéneres en cuanto surgen estos conceptos «superiores». Incluso recientemente, experimentos sociales han demostrado que se puede ir todo de las manos fácilmente[xi],[xii],[xiii]. Llevar a cabo esta propuesta similar a la utopía abierta[xiv] de Stephen Duncombe, implicará sortear el ineludible escollo de la auto-legitimación. Nada surge de la nada, excepto nuestras ideas. Y esta, como todas las demás, no tendrá más merecimiento de existir que el que cada uno de nosotros desee darle. Cualquier intento de ir más rápido implicará el riesgo de caer en algunos de los errores tantas veces cometidos anteriormente, por bien intencionados en teoría que en sus inicios lo fueran. Pero al mismo tiempo, deberá ser lo suficientemente clara y firme en su definición para que no se vea deformada en sus aspiraciones o para que un grupo minoritario tome el control. Aunque no deberá tener una forma jerárquica, sí que deberá prestar atención a los que más y mejor aporten, para no verse ahogada por lo trivial o superfluo.

Quizás si logramos conectarnos cada uno de nosotros como iguales, pero dedicados a tareas concretas y formado una enorme red planetaria al igual que las neuronas de nuestro cerebro, emerja entonces una consciencia colectiva que pueda hacer frente a las vicisitudes globales que como tal se ha de enfrentar. De esta manera, el futuro, nuestro futuro, el de todos, podrá ser construido. Puede que sea esto el progreso, cuando la labor colectiva espontánea produce un resultado mayor que la suma de sus partes. Lamentablemente, nuestra generación no lo va a ver, pero con suerte algún día, las generaciones posteriores que se hayan educado en esta coyuntura, puedan construir un futuro mejor que el presente. Uno en el que tengamos el honor de ser recordados.